Eduardo Punset. Foto: Alberto Cuellar.
Eduardo Punset (Barcelona, 1936) publica El sueño de Alicia (Ediciones Destino), donde narra una historia sobre la vida y la ciencia que reúne el legado científico y humanístico de personas sabias con la osadía de romper barreras y desvelar conocimientos que creíamos imposibles. Conocimientos que logran sumergirnos en la arqueología de las emociones e iluminar habitaciones secretas de nuestra mente. Es una obra llena de respuestas y de preguntas abiertas. Es también una apuesta de esperanza y de futuro, avalada por los últimos descubrimientos científicos, que Eduardo Punset nos hace llegar a través de un 'sueño' donde a menudo ficción y realidad se dan la mano.Aquí puede leer el primer capítulo.
¿Cómo es posible una relación tan especial entre una joven de apenas dieciocho años y un hombre mucho mayor que ella? ¿Era quizá amor ese intenso vínculo emocional e intelectual que los fusionaba en un solo ser? Podemos especular acerca de sus motivos, acertar o equivocarnos. El reflejo de una figura paterna, el deslumbramiento por la sabiduría de él, por su conversación sugerente, una suerte de intenso vínculo pedagógico… La necesidad de acariciar la fuerza imparable de la juventud por parte de él, la belleza de una piel suave pegada a sus arrugas y a su mirada. Quizá los ojos de Alicia, entregados a la intensidad del Gran Sabio -un alias que Luis aceptaba resignado aunque siempre con cierta chanza-, acabaron por rozar el interior de aquel hombre bregado. Porque él admiraba el modo que tenía ella de barajar ideas tan peregrinas, de plantear preguntas que un adulto quizá no haría, esa forma de jugar con la mente, con las ideas. ¿Quién puede saberlo? La única realidad era que ese extraño amor, tan singular, inundaba de ternura y de palabras la habitación escuálida en la que se compartían lejos del mundo, de su posible extrañeza e incluso incomprensión.
El entrelazamiento entre los dos sistemas nerviosos era cálido, asombroso: el de una joven mestiza nacida en la meseta brasileña y el de un hombre que había superado los cincuenta, al que su curiosidad insaciable por conocer lo que les pasaba a los demás por dentro había convertido en un icono, particularmente entre los jóvenes. Él a veces la llamaba Kalmikia, en recuerdo del lugar de origen de sus relazamiento entre los dos sistemas nerviosos era cálido, asombroso: el de una joven mestiza nacida en la meseta brasileña y el de un hombre que había superado los cincuenta, al que su curiosidad insaciable por conocer lo que les pasaba a los demás por dentro había convertido en un icono, particularmente entre los jóvenes. Él a veces la llamaba Kalmikia, en recuerdo del lugar de origen de sus ancestros y como una forma de complicidad, de guiño, en especial cuando ella desplegaba esa curiosidad innata que la caracterizaba.
La búsqueda del reconocimiento, el intelectual y el emocional, se había detenido para ellos dos en esa estancia, sin que la diferencia de edad, el idioma o el origen de ambos supusiera ningún impedimento para la corriente de admiración mutua que fluía entre ellos.
La soledad de Alicia
Hasta cumplidos los trece años, la vida de Alicia había sido un pozo incomunicado. Imposible imaginar todo lo que había aflorado en aquel universo ignorado sin que nadie lo notara. Porque sus ansias por saber, por conocer, por romper las fronteras de su mundo diminuto, del entorno de pobreza en el que nació, eran grandes, muy grandes. Ella era la cuarta de los siete hijos de un matrimonio único y desusado, que desempeñaban las funciones de guardeses de una hacienda minera. Sus antepasados procedían de la actual República de Kalmykia, un territorio poblado por gentes de la etnia mongol que se desplazaron a orillas del Volga en el siglo xvii, y emigraron hasta Brasil mucho antes de que Stalin arrasara a los budistas que formaban la mayoría de aquella población para extender su imperio totalitario comunista.Alicia conoció desde la más tierna infancia la dura vida de los guardeses, lejos de todo, volcados siempre en la finca, sin apenas contacto con el exterior. La soledad, la tristeza, el estrés, la discapacidad mental y la física eran el pan nuestro de cada día en aquel paisaje natural y humano, y esa realidad socavaba la entereza y las ganas de aprender de Alicia, una niña inquieta intelectualmente a la que aquella realidad suya le impedía crecer como la persona creativa e imaginativa que era.
Alicia había nacido en la hacienda, que estaba a media hora andando del pueblo de Cerro Corá, a casi doscientos kilómetros de Natal, la gran capital del estado de Rio Grande do Norte. Dieciséis años después, aprendió que, en realidad, no tenía domicilio fijo, porque el planeta -le había revelado Luis- seguía su marcha alocada por el espacio a doscientos veinte kilómetros por segundo hacia no se sabía dónde. En esas condiciones, lo extraño era que hubiese gente -los nacionalistas aferrados a su terruño natal- convencida de que tenía un domicilio fijo en el universo, en lugar de recorrer mil sitios distintos en un segundo.
La hacienda contaba con unas veinte hectáreas y estaba situada en medio de ninguna parte. A los forasteros les costaba acostumbrarse a que en verano no se viera una sola hoja verde, ni hierba, nimusgo, ni ramas de arbustos que no pincharan o estuvieran secas. Y es que en el estío austral, durante los meses de diciembre, enero, febrero y marzo, se alcanzaban fácilmente los 36 °C, mientras que en los meses de invierno, junio, julio y agosto, hacían falta pieles y tejidos gruesos para protegerse de mínimas por debajo de los 15 °C. En pleno invierno, en cambio, los pocos animales que merodeaban por allí disfrutaban de su escondrijo debajo de la sombra apenas esbozada de los arbustos; una alfombra de hierba cubría la tierra, que el verano había dejado reducida a un erial apenas unos meses antes. «No verão era tudo seco e no inverno tudo verde», se había repetido Alicia a sí misma, en silencio, multitud de veces.
Aquella niña creció en la casa de barro y vigas de madera que habían construido sus padres en un rincón de la hacienda, lejos de todo. Era un universo de pocas palabras y mucha tosquedad, cercano al de los animales. De pequeña nunca tuvo vecinos. Contaba ya con diez años cuando a la madre le regalaron un televisor de batería que, durante la media hora que duraban las pilas, le permitía contemplar boquiabierta que el resto del mundo existía. Ese aparato se convirtió en una ventana por la que mirar al exterior, a otra realidad, llena de posibilidades, desbordante, y fue el primer antídoto contra su intensa soledad: la soledad del que se siente diferente.
El padre sólo se comunicaba de verdad con los animales. A su mujer apenas le dirigía la palabra, y en las pocas ocasiones en que ésta le hablaba le permitía que lo hiciera en la cocina, lejos de la televisión, porque él no quería saber lo que pasaba en el resto del mundo. Así era la comunicación en el seno de esa familia, como ocurre en tantos lugares. A Alicia siempre le había intrigado que una persona como su padre, tan conocedora de los movimientos y ánimos de las plantas y de los animales, se desentendiera por completo de cómo se comportaban los humanos. Porque a él parecían no importarle demasiado.
De vez en cuando, los recursos naturales para saciar el hambre de siete pequeños no bastaban y alguna de aquellas bocas debía emprender el viaje sin retorno a la casa de un familiar, situada en la capital de distrito, a doscientos kilómetros de allí.
La dieta era siempre la misma: la leche que se extraía de las vacas, y que se daba a las hijas e hijos por la mañana, y los diminutos huevos de la rolinha, acompañados de graviola, maíz en ocasiones, arroz otras, y judías de vez en cuando. El coco hacía las veces de postre. La carne era inexistente, salvo cuando el padre tenía tiempo de atrapar un lince, del que conocía hasta su respiración y, por supuesto, sus manías.
Alicia nunca se sobrepuso al recuerdo de la familia de antaño, la de los antiguos propietarios de la hacienda; su relación con éstos, desaparecidos para siempre, fue un fruto híbrido de amor y temor mutuos: su familia aceptaba, con resignación y sin menoscabo de la estima sentida hacia su dueño, que la compensación económica por el trabajo de los guardeses fuera extremadamente modesta. A cambio, todos los hijos, conscientes de su dependencia, contaban con el reconocimiento y apoyo sin reparos del dueño, y éste, a su vez, con la entrega total y vigilancia escrupulosa de los guardeses. No es frecuente que de una relación así surja el amor, pero ¡cómo calificar si no la reacción de unos y otros con motivo de la muerte por accidente de coche del dueño de la hacienda, cargado con parte de la familia, que se estrelló de lleno contra el motor de un autobús!
El primero en saber la conmovedora noticia de su muerte fue el hermano mayor de Alicia, que durante horas no pudo pronunciar palabra; eso sí, sin parar de sollozar. Alicia, con los ojos inundados de lágrimas, como el resto de la familia, ya no olvidaría jamás la mueca de dolor insospechado de su padre al barruntar algo de la mala nueva que traía su hijo de la carretera. ¿Cómo era posible que algo así, que un despropósito de la naturaleza como ése, pudiera ocurrir en un lugar casi desértico? Fue la primera vez que vieron llorar a su padre, al repetir en voz baja el contenido de la última conversación con su amigo, el dueño de la hacienda.
Acababan de terminar la construcción de la primera casita en aquel paraje semiabandonado; hasta entonces, la familia de Alicia había vivido aislada en la barraca original de barro. Es cierto que João -así se llamaba el padre de Alicia- se había negado a utilizar el baño recién estrenado por los demás y prefirió, como siempre, hacer sus necesidades oculto detrás de un matorral. Pero por primera vez no dormían con el tufo de las vacas encima; los hijos que seguían en la casa, a pesar de todas las vicisitudes, dormían en dos habitaciones separadas, y no todos juntos, hacinados y sin ningún sentido de la intimidad.
Dos días antes del accidente mortal que cambió el destino de todos ellos, el dueño de la hacienda le había anunciado a João que edificarían una casa exactamente enfrente de la suya para vivir allí. «Se acabó vuestra soledad», le dijo. Lo iban a celebrar con una Festa do Peão de Boiadeiro al día siguiente de su inesperada muerte. El acuerdo no sólo habría terminado con la soledad, sino también con la precariedad de la relación laboral que sustentaba a la familia de Alicia. No cabía ninguna duda de que, a partir de entonces, el amigo, además de ejercer de dueño, ejercería de benefactor de última instancia.
Desgraciadamente, antes de un año ya se había consumado la solución contraria, que supuso el fin de la paz laboral y el desperdigamiento de los hijos y del propio matrimonio. La heredera de la hacienda era una hermana del dueño que nunca le había visitado y que, como primera medida, suprimió el modesto sueldo de los guardeses; otro hermano de la heredera pudo convencerla de que, de momento, no vendiera la hacienda, mientras el guardés solitario, su mujer y los hijos que quedaban en la mina quisieran seguir viviendo en aquel reducto. En menos de un año enfermaron casi todos y se esfumaron en otros lugares y ocupaciones. Nunca se supo la historia de cómo habían llegado desde Brasil al Valle de Bravo, en México, a menos de dos horas del Distrito Federal. Alicia cumplió en aquel interminable viaje los trece años.
Hasta entonces, no había habido humanos en ningún recodo de su memoria. Desde que tuvo uso de razón, los animales fueron sus compañeros. Con sus manos desnudas había cazado perdiganas correteando hasta el agotamiento. Con el tiempo, y tras haber cambiado la pluma, aquellas perdiganas pequeñas llegarían a perdices hechas y derechas; Alicia las alimentaba con gusanos y saltamontes hasta engordarlas lo suficiente para que su madre las degollara un domingo cualquiera.
Las chutas, una especie de mochuelo, eran menos vivas, más solemnes, aunque también más inteligentes. A los siete años Alicia ya conocía todo el procedimiento que conducía a la domesticación de aquellas aves nocturnas; no sólo convivía con ellas, les hablaba e intuía su gran parecido con lo que le pasaba por dentro. En el corral trasero guardaba la chuta que más quiso y de la que aprendió lo esencial de la quimera de vivir. La chuta le enseñó el teatro de la vida, la necesidad de fingir para lograr algo. Una de las últimas obligaciones con las que cumplía siempre consistía en buscar en la cocina o fuera de la casa restos de intestinos, aunque se estuvieran ya descomponiendo, para alimentar a la chuta.
Se la puede distinguir perfectamente de otro tipo de mochuelo, la llamada por los hijos de João coruja, una especie de oliva más solitaria y menos amigable. Pero la compañera eterna de Alicia al anochecer era la chuta, porque una o dos veces por semana la llevaban atada por una cuerda, detrás del reducto de los Lobos, un promontorio de pizarra desde donde podía otearse toda la llanura. Delante de aquella pequeña colina había dos árboles de tamaño medio que el padre de Alicia embadurnaba con cola. La chuta era la encargada de fingir los aspavientos de los otros pájaros, que acababan acudiendo a posarse, sin saberlo, sobre las ramas embadurnadas.
El acto final del melodrama era fascinante, tanto para Alicia como para su chuta: las dos aparecían súbitamente, como por encanto, gritando desde atrás del montículo de pizarra, hasta el momento en que, repuestas del susto inicial, las aves invitadas desplegaban sus alas y quedaban enganchadas en los palos en los que se posaban, a merced de Alicia y su padre. A esas salidas a la estepa las llamaban «ir a brillar» porque el reclamo correspondía a la chuta y era brillante su interpretación teatral. Todo eso transcurría al anochecer, pero por la mañana, mientras la chuta dormitaba, Alicia no paraba de intercambiar conocimientos con su otro gran amigo, el galo de campina.
El galo de campina se despertaba al amanecer; no cantaba, sino que trinaba sin parar hasta que Alicia se acercaba recién salida de su sueño. El pájaro tenía dos señas que era imposible olvidar antes y después de los trece años: definitivamente, nadie ha podido nunca igualar su canto ni disfrazarse como él en rojo. En algún lugar de la memoria de Alicia, quedó para siempre la belleza del canto del galo de campina, su color rojo y el carácter humano de su red neural: no servía de nada que se le dejara abierta la jaula; lo que él quería, por encima de todo, era seguir con Alicia. El resto de los animales tuvieron que acostumbrarse a verla con el pájaro rojo, contemplando ojo avizor desde su hombro el universo que frecuentaba su amiga.
A su edad, ya había intuido que los polluelos de las gallinas, apenas salían del huevo fertilizado, echaban a correr por el perímetro habitado de la hacienda; las lechuzas, en cambio, permanecían en su nido durante semanas, sin poder hablarse ni moverse antes de transcurrido un buen tiempo. Su recompensa por haber sabido esperar, vociferando pero quietas en el nido, consistía en aprender lo necesario de sus mayores antes de lanzarse al vacío.
«Son mucho más inteligentes que las gallinas», les susurraba a las lechuzas cuando hablaba con ellas. El padre, al que tan poco parecían importarle los seres humanos, se interesó de repente por la historia de la fauna local, aves e insectos de México; nunca le interesó el país al que pensaba emigrar, pero sí, y mucho,la estrategia que orientó su ubicación en dicho lugar: la de las llamadas mariposas monarca y su santuario. Estos lepidópteros emprenden un largo viaje hacia el sur entre agosto y octubre, en busca del suave invierno mexicano, en especial en el estado de Michoacán, un santuario natural protegido repleto de calor y de insectos. El esplendor de esos millones de mariposas asolando los campos y los bosques a más de dos mil quinientos metros de altura fascinaba a los más apegados a la tierra.
De Brasil a México
Ésa fue también la zona elegida por el padre de Alicia. Tras un largo viaje que los llevó a atravesar medio continente, un periplo delicioso pero también lleno de episodios inquietantes, toda la familia accedió casi oculta, sin que apenas nadie los notara -como una de tantas mariposas-, a una hacienda de Los Saucos adscrita al Valle de Bravo. No podía haber otro ambiente más rural, rodeado por inmensos bosques de oyamel y pino empeñados, como las mariposas monarca, en invadir la única carretera en veinte kilómetros a la redonda.Alicia pasó los siguientes tres años como chica de servicio. Su primera jefa era una mujer mala y rencorosa que nunca dejó de tratarla como a una esclava. La violencia encubierta cesó cuando, a raíz de una bofetada inmerecida, Alicia decidió amenazarla con degollarla; con un vaso roto por ella misma en la cocina apuntó hacia la interfecta: «Si me vuelves a pegar, te rajo la garganta», le dijo. A los pocos días encontró refugio en la casa de un tetrapléjico.
A Alicia le gustaba recordar cuando, por primera vez en su vida, tuvo tiempo para sentir y meditar sobre la soledad y el desamparo. Con trece años empezó a fijarse en los varones que la miraban. Le gustaban los hombres de edad tres o cuatro veces superior a la suya, una costumbre que conservó toda la vida, porque le aburrían soberanamente los más jóvenes. También ellos intuían que la muchacha estaba a años luz de la gente de su edad. A los adolescentes les suelen cautivar las hembras cinco o seis años mayores que ellos; a los veintiséis años, más o menos, se igualan las edades deseadas por unos y otros; a partir de entonces, ellos las prefieren más jóvenes. Durante años, los científicos han discutido si se trata de una señal genética o conductual.
Pero lo cierto es que la soledad que Alicia sentía desde que tenía conciencia se había agravado por la separación de su familia. México supuso una suerte de diáspora en busca de la supervivencia. Y ella empezó a sentir una intensa atracción por el universo masculino, intuyendo que, quizá, allí encontraría algún bálsamo para esa soledad, dura e inquietante.
Alicia no era consciente de que sólo la mezcla de amor y deseo con varones de su gusto podía colmar en cierta medida el vacío provocado en su alma por la disolución familiar. La primera reacción frente al desamparo y al miedo de encontrarse sola consistió en adentrarse en el mar de la sexualidad, lo que la llevó a recordar más de una vez a lo largo de su vida el mapa de los instantes vividos en las noches de pasión compartida, el significado de sus búsquedas, la fuerza del placer entrecortado... Tantos miedos y tormentos, enfrentada su fragilidad femenina al poderío de hombres siempre mayores que ella.
Años antes de que un cirujano estético modelara sus senos y pasaran una noche juntos, Alicia decidió aceptar la invitación de otro médico, también cirujano. Se habían encontrado cuando él salía del hospital y ella pasaba por delante de la puerta principal, camino de su casa; Alicia no vaciló ni un segundo en mirar insistentemente hacia atrás en su dirección, hasta que sus miradas no tuvieron otro remedio que cruzarse. La respuesta fue lenta aunque concienzuda: él aceleró su paso hasta darle alcance y pasarle una nota: «Llámame al teléfono 55 387 864 7721. Necesito que nos veamos». Ella no lo hizo hasta transcurridos tres días, pero no se arrepintió nunca. Junto a Jacinto, logró apartar de sí la soledad que se empecinaba en marcar sus días y sus noches. En su primer encuentro, ella, siempre curiosa, siempre dispuesta a conocer, quiso saber su opinión acerca de algunos temas. Intrigada porque él parecía no tener prisa por tocarla, le preguntó por los diferentes ritmos de hombres y mujeres en el sexo.
-Por lo general, las mujeres son más lentas que los hombres; eso lo sabe todo el mundo, y tiene que ver con lo que llaman vuestra libido, que necesita que se den ciertas condiciones para activarse. Por ejemplo, que vuestro cerebro emocional se inhiba, que desconectéis de emociones como la inseguridad o el miedo y os dejéis llevar. A nosotros, en cambio, estar ansiosos, bien o mal, nos da igual. Lo único que cuenta es la excitación, y eso nos lo despierta la imagen de una mujer guapa.
-¿A qué llamáis una mujer guapa? -le preguntó ella.
-En ciencia, lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo; eso nos complica la vida a los médicos pero también la hace más divertida. A mí, por ejemplo, me ocurre absolutamente lo contrario de lo que tú crees de nosotros. Curiosamente, aunque te murieras de ganas de que te penetrara la primera noche de nuestro encuentro, me negaría alegando que es demasiado pronto.
-No me puedo creer eso que dices; seguro que tienes tus propias razones y, a lo mejor, tu actitud es más bien el resultado de un escarmiento.
-Te equivocas. No es la primera vez que te veo cruzar la puerta de ese Hospital Mayor. Si estuviera enfermo o me invadiera el miedo de un contagio, no tendría las ganas que tengo de tener hijos contigo.
-¿De verdad sientes lo que dices?
-De verdad. Se dice que la mujer es, precisamente, la que más se esmera en encontrar la pareja adecuada para el padre de sus hijos, mientras que a él sólo le importa el placer inmediato. En mi caso, ya te he dicho que es al revés; me importa mucho el cuerpo y la mente de la futura madre de mis hijos. Lo seguiremos hablando el próximo día, ¿de acuerdo?
-¿Cómo no voy a estar de acuerdo si yo creía que hoy mismo ibas a acariciarme?
-Soy médico, pero te lo tengo que preguntar a ti. ¿Por qué te sientes atraída por mí? Seguro que te sobran pretendientes...
-Es cierto que vosotros sabéis mucho más de estas cosas, pero en la hacienda aprendí de pequeña que los humanos necesitan pertenecer a un colectivo, de humanos o del resto de los animales: «Doutor, ¿o senhor pode me dar un remédio para solidao?»Son preguntas que rara vez se atreve a hacer la gente, pero que son sentidas por multitud de jóvenes desamparados, mayores sin casa, moradores de hospicios y lugares de asilo... Y yo he sentido que a tu lado esa soledad se disipaba.
-Me complace mucho que digas esto. Saciar esa soledad es imprescindible para mantener una buena salud física y mental.
Alicia tenía la impresión de estar en la primera fila de una clase magistral; estaba embelesada escuchándolo mientras él proseguía su reflexión.
-La soledad debería ser uno de los objetivos primordiales del sistema sanitario, en lugar de diluirse en un añadido de terapias consideradas esenciales como la lucha contra la depresión.
Todos esos recuerdos y muchos otros los compartió Alicia a lo largo de los años con el que fue su mentor, quizá su vínculo emocional más intenso. Con Luis, el Gran Sabio. En aquella habitación de sus primeros encuentros, Alicia saciaba su sed por saber y ponía límites de nuevo a su soledad. Según el psicólogo norteamericano Abraham Maslow, «cuando la única herramienta de que disponemos es un martillo, tendemos a creer que todos los problemas son un clavo». Alicia nunca había oído hablar de Maslow, pero pensaba exactamente lo mismo.
-La verdad es que la herramienta de que se dispone para analizar la realidad no es mucho más compleja que un simple martillo -apuntó en una ocasión Luis ante la curiosidad de ella.
-Me gustaría poder rastrear de qué manera las emociones conmueven a la gente y determinan la mayor parte de su conducta.
-¡Ah, las emociones, Kalmikia, hasta no hace mucho las grandes postergadas! ¿Sabes? Nuestras emociones forman parte de lo que somos, de nuestra personalidad, y marcan nuestros aprendizajes, nuestra forma de relacionarnos con los demás, con nuestro entorno, el modo en que nos enfrentamos a la vida… Muchas de ellas me superan a veces cuando me invaden los recuerdos...
Los recuerdos, esas construcciones de nuestra mente fruto de la realidad y lo imaginado que nos ayudan a construir nuestra identidad, inundaron de repente el pensamiento del hombre. La energía e imaginación de Alicia le recordaron al niño inquieto que fue, y a los amigos que habitaron sus años dorados en la Vilella Baixa, durante aquel período de libertad y aprendizaje en plena naturaleza.
Ni él mismo supo por qué, de pronto, en aquel lugar perdido de México, iba a relatarle a su joven amiga el recuerdo más impactante de su infancia. Pero lo hizo. Nunca se lo había contado antes a nadie.