A falta de guerra en el sentido de grandes operaciones bélicas, sí se muestran el absurdo y el horror típicos de la narrativa antibelicista clásica desde una óptica del todo personal. Evita Baltasar la deriva hacia las grandes preguntas existencialistas o al alegato político, que con frecuencia lleva a los protagonistas de este tipo de obras, y plantea la novela como una confesión que cuestiona la verdad tanto de la historia como de su crónica. El título irónico da una pista previa del sentido del libro: ningún bucolismo pastoril ni un adarme de idealismo sentimental se encuentran en un escenario sobrado de violencias y frustraciones.
Hacia aquí, hacia los desquiciamientos personales y las reacciones innobles, conduce el autor la anécdota novelesca. Para ello acude a un recurso de validez intemporal, la exploración psicologista.
En escaso espacio y con parcas pinceladas logra unos retratos densos en cuya complementariedad se ve una amplia representación de la naturaleza humana: el enigmático coronel Merola, el descarnado médico forense, el escurridizo capellán, el rebelde soldado pelirrojo Arnal, el ladino alcalde local, y Massoud, el traductor, víctima propiciatoria de la maledicencia y el rencor gratuitos. Amén de un resentido oficial de información que actúa de narrador. Este personaje es el factor fundamental de la trama porque responde a una pregunta básica que pierden de vista muchos novelistas: por qué alguien cuenta algo. El capitán refiere su experiencia guiado por un impulso vengativo que lo convierte en un observador cínico y sin piedad.
Para ese fin Baltasar adopta un curioso punto de vista, el del relator en primera persona que actúa como un narrador omnisciente. Esa versatilidad permite conjugar el testimonio externo y la narración íntima.
De todo ello, de la suma de sucesos ominosos y de emociones y sentimientos, sale un relato que trasciende las circunstancialidad del destacamento militar y tiende a la narración alegórica, símbolo de un momento de crisis en el que los valores humanos andan ayunos de sustentos firmes. Pastoral iraquí es una especie de alegoría del mundo moderno y desemboca en una novela de pensamiento. Sin caer, eso sí, en la abstracción antinarrativa. Gracias a una prosa eficaz y directa que matiza la dura realidad por medio de una cuidadosa selección de los adjetivos. Y, en mayor medida, porque Baltasar no ignora que una novela requiere siempre la narración de sucesos y la apoya en prudentes sorpresas. Así, esta fábula en la linde de lo filosófico estimula al lector a hacerse preguntas sustanciales a la vez que también le agarra por la vivaz recreación de interesantes sucesos.