Simón Casas
El empresario taurino rememora en el libro La tarde perfecta la gesta de José Tomás en su encierro con seis toros en Nimes y, de paso, se asoma a su años bohemios en Madrid, cuando luchaba por ser figura del toreoA Simón Casas el veneno de la tauromaquia le entró por la vía lingüística. En Nimes, cuando era apenas un mozalbete, escuchaba a su madre y a su abuela hablar ladino. Era la lengua en que mejor se entendían. Originarias de Turquía, el francés todavía no era lo suyo. Recurrían pues a ese fósil oral que, en el tímpano del muchacho, desencadenó una oleada de reminiscencias que rompió en la España de hace cinco siglos, cuando sus antepasados sefardíes fueron expulsados del país. "Abuela, ¿de dónde somos?", preguntaba el niño. Y ella respondía con un susurro enigmático: "De Toledo". "Yo creo que ni sabía dónde estaba Toledo pero era lo que decía", recuerda. Casas sintió un apremiante deseo de retornar a la península Ibérica. Un ansia que se mezcló con su temprana afición por la tauromaquia, rito con el que se familiarizó en el anfiteatro romano de Nimes.
Esa combinación provocó que el maletilla Casas se plantase en Madrid con una firme intención: ser un matador de toros. Sin encomendarse a Dios ni al diablo. Con apenas 20 años, malvivía pendiente de la lista de correo publicada en el Palacio de Comunicaciones de Cibeles, a ver si caía algún billete de su familia con el que poder afrontar el pago de las pensiones de medio pelo en las que daba cobijo a sus huesos, baqueteados por las costumbres bohemias que adquirió en la capital. Aquellas fechas inciertas las rememora ahora el empresario (él prefiere el término "productor", más cercano al arte que al dinero) de las plazas Málaga y Valencia (en Las Ventas figura como director artístico). Lo hace en el libro La tarde perfecta (Demipage), espoleado por la gesta que José Tomás protagonizó en otro de los cosos que gestiona: el de su ciudad natal, Nimes. Allí el diestro de Galapagar se dio cita con seis morlacos de los que cobró 11 orejas, en seis faenas rotundas y plenas de torería. Las milenarias piedras del coliseo temblaban por el impacto de olés rugidos en una sinfonía de éxtasis: salvas bramadas por las gargantas de los 15.000 privilegiados que presenciaron la histórica corrida.
Simón Casas estaba en el callejón y sintió "una iluminación". "José Tomás me enseñó esa mañana que la realización de uno mismo es el resultado de las imperfecciones del alma", explica a El Cultural, con un torrente apasionado de palabras. Y algo si cabe más importante: "Que el mar sobre el que navegan los sueños es la humildad". "José Tomás vive al margen de la sociedad, no da entrevistas, no busca notoriedad ni reconocimiento. Torea siempre el mismo toro: el de la distancia entre el ser y los demás. Tampoco busca el dinero. Sólo compite consigo mismo, con su duende". Es la interpretación que hace Simón Casas del misterio tomasiano (que tantos ríos de tinta, ¿en balde?, hace correr) en su primer libro traducido al español (tiene otros dos en francés, también arraigados en la cuestión taurina y sus lecciones existenciales: Manchas de sangre y tinta y El reverso del capote). Por eso encabeza lo encabeza con una cita de Juego y teoría del duende de Lorca: "Todo hombre, todo artista,/ llámese Nietzsche o Cézanne,/ cada escala que sube en la torre de su perfección/ es a costa de la lucha que sostiene con su duende...".
Casas, como tantos, aprende de Tomás y lo agradece. Él reconoce que ha perdido el tiempo y las energías en otro ascenso: "Me agotado subiendo los abruptos escalones de mi necesidad de reconocimiento". Es algo que piensa en ocasiones cuando se ve enchiquerado en los distintos despachos desde donde gobierna los cosos mencionados, con el papeleo de una burocracia que siempre ha despreciado ganándole terreno en los medios de sus escritorios. Casas, como tantos, se mira en el espejo de José Tomás, y no es posible hacerlo sin zaherirse: uno nunca está a la altura de los héroes de verdad. También se encara con Alain Montcouquiol, compañero de andanzas y fatigas en el Madrid de los 60, periodo en el que incursionaban en los convites de todo tipo de saraos para atracarse de aperitivos y, de paso, sisar alguna botella de vino. Combustible para sus ilusiones juveniles. Eran pobres y, a veces, sólo a veces, felices. Alain, al que dedica el libro, siguió siendo pobre pero libre, sin ceder un ápice de soberanía a las componendas con la sociedad. En contraste, Simón Casas, experimenta una sensación incómoda: "¿Fui yo el que se equivocó?". Duda.
En aquellos días famélicos, merodeando por la Plaza de Santa Ana y las cristaleras del Gijón, no dudaba. Quería ser torero, a cualquier precio. Tardó un tiempo en percatarse de que erraba el objetivo: "Llegué a cortar una oreja en Madrid, el 15 de julio de 1967, pero es algo de lo que no presumo. Luego me dio la alternativa uno de mis maestros, Ángel Teruel, en mi plaza, Nimes. Pero esa tarde estuve normalito. Y esa misma noche decidí dejar de torear. Yo no soporto la mediocridad y no quería convertirme en un torero mediocre. Entonces vislumbre el sueño de ser productor de toros, para devolverle a la tauromaquia todo lo que me había enseñado: nada menos que el sentido de la vida".
Ahora siente un orgullo profundo al estar al frente de plazas cruciales en el universo taurino, en cuyos carteles intenta imprimir un toque artístico y rebelde. Y desde esa influyente posición vive con una enrabietada contrariedad "el maltrato que reciben los toros en España". "Es un pecado del que se arrepentirá los españoles. Yo entiendo que haya gente a la que no le guste, o que no soporte y critique los toros. También hay muchos parisinos que no han visto el cielo desde la Torre Eiffel. Pero lo que me parece intolerable es que quieran esconder las preguntas éticas y poéticas que plantea la tauromaquia", lamenta. Todo lo contrario que ocurre en Francia, donde ha sido declarada bien de interés nacional. El empresario (perdón, productor) galo tiene la esperanza de que la iniciativa del ministro Wert para aplicarle aquí una categoría semejante termine por cuajar en el Parlamento.
Para él el devenir de la tauromaquia es una cuestión personal, íntima. Su afición la despertó la sonoridad de la vieja lengua de los judíos españoles. Y quedó claveteada en su conciencia para siempre en la corrida tradicional de Pentecostés en Nimes. La víspera enterró a su padre, de origen polaco. Tenía sólo nueve años. Sus tíos paternos, a los que no conocía y no volvería a ver más, le llevaron a la plaza al día siguiente. Las lágrimas todavía se deslizaban por sus ojos. Pero en los tendidos del anfiteatro terminaron por secarse: "Otra vez miré hacia el futuro, al horizonte, con claridad. El ritual de la muerte me ayudó a afrontarla con integridad y entereza".