Memorias y comentarios
Se publica la obra que recorre la vida de uno de los compositores más importantes del siglo XX: Ígor Stravinski.
10 octubre, 2013 02:00Ígor Stravinski.
Ígor Stravinski (Oranienbaum, Alemania, 1882 - Nueva York, 1971) fue uno de los compositores más aclamados del siglo XX. El libro 'Memorias y comentarios', escrito por su amigo Robert Craft (Kingston, Nueva York, 1923), se compone de diversas conversaciones que mantuvieron ambos durante los últimos 15 años y se recrea su vida intelectual. Ocupan el lugar principal sus memorias y recuerdos sobre su juventud en Rusia, su etapa de aprendizaje con Rimski-Kórsakov, los Ballets Rusos en los que participó, su etapa americana y sus diversas relaciones con pintores, escritores y poetas del panorama cultural del siglo XX como Diáguilev, Debussy, Ravel, Valéry, Gide o W.H. Auden.Además, el libro contiene las reflexiones del propio Stravinski acerca de los principales compositores, que iluminan al estudadido como a su propia música. De modo que se presenta como un recorrido sobre la vida musical de la primera mitad del siglo XX.
Aquí puede leer el comienzo de Memorias y comentarios (Acantilado).
Las imágenes más persistentes de mi memoria vuelven a mi recuerdo sin un orden cronológico. Hace poco, por ejemplo, he estado evocando la entrada principal del Teatro Mariinski cubierta de negro, como la vi en el luto por la muerte de Chaikovski. Recuerdo cómo ondeaban las cortinas por efecto del viento invernal y cuánto me conmovió verlas. Chaikovski fue el héroe de mi infancia.
También he estado recordando las primeras piezas musicales que escuché, una enérgica banda de pífano y tambor de las casernas militares que no quedaban lejos de nuestro domicilio. Esta música, así como la de toda la banda que penetraba en mi habitación de niño a diario, y especialmente el sonido de las tubas, los flautines y los tambores, era el suave placer de mi infancia temprana. Sé que el deseo de imitar esta música motivó mis primeras iniciativas en el terreno de la composición, porque tan pronto como pude sentarme al piano traté de identificar los intervalos que había oído, y a lo largo de ese proceso descubrí otros que me gustaron más, lo cual me convirtió en compositor.
Otros recuerdos recientes son las apariciones del zar Alejandro III en las calles de San Petersburgo cuando yo era niño y, como consecuencia de ello, empecé a reflexionar sobre el mundo político en el que había nacido. El zar en cuestión era una figura incolora, aunque sus caballos eran un regalo para la vista: uno de ellos tiraba del trineo imperial, con una red azul por detrás que recogía la nieve, y un segundo caballo avanzaba al galope por un costado. Incluso en esa época, el zar iba acompañado de policías con uniforme gris que ordenaban a los transeúntes «¡Circulen, circulen!». Cuando el tren privado del zar pasó por delante de la casa de campo de mi esposa Vera de Bosset, ella y su familia recibieron la orden de permanecer en el interior de la vivienda con las ventanas y los postigos herméticamente cerrados, y apostaron guardias armados a lo largo de la vía. El vagón del zar estaba pintado de azul, pero otros tres vagones de aquel tren tan singular también se habían pintado del mismo tono de azul para confundir a un posible asesino.
Vi al zar en numerosas ocasiones mientras paseaba con mis hermanos y mi institutriz por los muelles del río Moika de San Petersburgo o por los canales adyacentes a él. El zar era un hombre corpulento. Ocupaba todo el asiento del droshki [carruaje] que conducía un cochero de troica, un hombre tan grande y obeso como él. El cochero lucía un uniforme azul oscuro con unas medallas que decoraban el peto. Iba sentado delante del zar, pero a una altura superior, desde la cual su enorme trasero, parecido a una calabaza gigante, quedaba a escasos centímetros del rostro del zar. Éste respondía a los saludos de los transeúntes alzando la mano derecha a la altura de la sien. Puesto que todo el mundo lo reconocía, se veía obligado a saludar apenas sin descanso. Me encantaba verle desfilar y esperaba sus apariciones con ansiedad. Nosotros nos sacábamos los sombreros y recibíamos el saludo del zar, lo cual nos hacía sentir importantes.
Años antes había visto al zar en un inolvidable desfile que pasó por delante de nuestra calle mientras avanzaba hacia el Teatro Imperial Mariinski. Se organizó en honor al sah de Persia y supuso el punto culminante de una importante visita de Estado. Conseguimos un lugar en la ventana del primer piso de nuestro barbero. Vimos pasar a la más brillante procesión de caballería de todos los tiempos, con sus guardias imperiales y los cocheros que conducían a grandes duques, ministros y generales. Recuerdo un largo aullido, como de viento atravesando el bosque: el «¡Hurra!» de la muchedumbre que se agolpaba en las calles, formando una creciente oleada que se acercaba a nosotros a medida que lo hacía el carruaje del zar y del sah.
Pero me vienen a la memoria otros recuerdos. Recuerdo mi primera visita al circo, el Cirque Cinisselli se llamaba, en el que unas damas ataviadas con corsés rosas montaban a caballo de pie, como si fueran un Seurat o un Toulouse- Lautrec. Y también mi primera visita a Nizhni Nóvgorod, una ciudad de cúpulas verdes y paredes blancas, repleta de tártaros y caballos, que apestaba a cuero, pieles y estiércol. Tenía diecisiete años cuando vi el mar por primera vez, un poco tarde teniendo en cuenta que nací y me crié cerca de él. Lo atisbé desde una colina en Hungerburg, desde la costa sur del golfo de Finlandia, y recuerdo mi asombro al ver que la estrecha franja que lo separa del cielo era, desde lo alto de una colina, tan recta.
Robert Craft: ¿Por qué nació en Oranienbaum, es decir, por qué se trasladó su familia a ese lugar desde San Petersburgo?
Ígor Stravinski: O ranienbaum era un agradable pueblo de mar que daba a Kronstadt y se construyó en torno a un palacio del siglo VXIII. Mis padres habian estado allí un mes antes de que yo naciera para disfrutar de los primeros aires veraniegos. Era un lugar de moda; [Lev] Tolstoi, Nekrasov y Ilia Repin habían vivido y trabajado allí, al igual que Musorgski, quien paso el último verano de su vida en este pueblo (1880). Regresamos dos años despues de mi nacimiento, mi hermano Guri también nació allí, y en 1885, aunque no he vuelto más y apenas guardo recuerdos de aquel lugar. Mi amigo suizo Charles-A lbert Cingria, un crítico del «Stravinski del estilo internacional», solía llamarme «le maître d'Oranienbaum».
Fui bautizado por un prelado de la Iglesia ortodoxa rusa pocas horas después de mi nacimiento, que ocurrió al mediodía. Mis padres llamaron a un sacerdote para que rezara por mí, me rociara con agua bendita y colocara una cruz sobre mi frente con aceites ungidos, una práctica que se repetía el Miércoles de Ceniza. A los bebés que nacían débiles se los bautizaba sumariamente de este modo. Como yo fui un recién nacido muy pequeño, mi debilidad llamó mucho la atención durante mi juventud, hasta que pasó a formar parte del modo en que me veía a mí mismo. Incluso hoy en día, siendo un octogenario que lleva una vida activa, por no decir agotadora, tengo que recordarme que, en realidad, soy una persona demasiado débil y frágil, así que mejor sería parar.
Me uní a la Iglesia rusa de un modo más ceremonial el 29 de junio (del calendario ortodoxo ruso) en la catedral de San Nicolás de San Petersburgo, situada en el mismo canal que nuestro piso. Me llevaron en un canasto, puesto que aún no tenía un cochecito propiamente dicho, me desnudaron, me ungieron de crisma, como a las campesinas el día de su boda, y el sacerdote me sumergió mientras me tapaba la nariz y la boca con una mano. Estas abluciones sacramentales me asustaban y provocaban en mí una reacción intestinal, un augurio, por así decirlo, de una queja que ha durado toda mi vida. El rito de la Confirmación no existe en la Iglesia ortodoxa, y eso significa que se puede dar la Comunión al más pequeño e insensato de los niños. Recuerdo el sabor de las diminutas bolitas de prosfora, una hostia empapada en un vino griego dulce, que el sacerdote oficiante introdujo en mi boca con una cucharita.
R.C.: ¿Cuál es el origen de su apellido?
Í.S.: «Stravinski» proviene de «Strava», un riachuelo de la región de Minsk. Originariamente nos llamábamos Sulima-S travinski, pero cuando Rusia se anexionó esta parte de Polonia, se perdió la primera mitad del apellido. Por lo que sabemos, los Sulima-S travinski eran terratenientes de la región este de Polonia. Se mudaron de Polonia a Rusia durante el reinado de Catalina la Grande.
Un tal doctor Grydzewski, editor de un semanario de emigrantes polacos publicado en Londres, me hizo notar que Sulima es el nombre de un blasón de armas polaco utilizado por Zawisza Czerny, el héroe de la batalla de Grünwald, así como por una rama de la familia Stravinski. El doctor Grydzewski también me informó de que un tal Ignati Stravinski, muy posiblemente un antepasado mío, fue mencionado por Niesiecki en 1778 como «podkomorzy litewski» («chambelán lituano»), y que otro Stravinski, Stanislav, saltó a la fama en el siglo xviii como uno de los confederados que organizó el infructuoso secuestro de Estanislao Augusto. Después Stanislav Stravinski huyó a Roma, se unió a una orden religiosa, regresó al ducado de Varsovia en calidad de sacerdote del distrito de Augustov y escribió sus memorias. Pero ignoro si existe una línea de parentesco con él.
R.C.: ¿Qué más sabe acerca de sus antepasados?
Í.S.: El único bisabuelo del que tengo noticia fue Roman Fiódorovich Furman,. el abuelo materno de mi madre y consejero de Nicolás I. Su madre, Elizaveta Engel, nació de otra familia de consejeros reales, y su tía, Anna Engel, contrajo matrimonio con un miembro de la familia aristocrática Littke. Uno de sus hijos fue el bisabuelo de Serguéi Diáguilev, y por este motivo somos primos lejanos. Por parte de mi padre sólo sé que su padre, Ignayu Ignatievich Stravinski, se trasladó a la región ucraniana de Poltava. El abuelo materno de mi padre, Iván Ivanovich Skorojodov, fue agrónomo, pero destaca en el árbol genealógico por el mero hecho de haber vivido hasta los ciento doce años (1767-1879). Aleksandra Ivanovna Skorojodova fue polaca, y por tanto católica, y Skorojodov fue ortodoxo, y según la ley rusa los hijos de un matrimonio mixto tenían que ser ortodoxos. Mi padre fue bautizado en la Iglesia rusa. Rimski-K órsakov solía gastarme la broma de que olía a católico porque el nombre de mi abuelo era Ignati. Kirill Grigorevich Jolodovski, el padre de mi madre, nació en Kiev, y era un «pequeño ruso», que era el apelativo que recibían los habitantes de Kiev. Fue ministro de agricultura, sirvió en el Consejo de los Treinta del zar, y murió en Tiflis de tuberculosis, una enfermedad que ha aquejado a mi familia desde entonces. Mi esposa, Katerina Gavrilovna Nossenko, su madre (mi tía) y nuestra hija mayor murieron a causa de esta enfermedad; mi hija menor y mi nieta estuvieron varios años internadas en sanatorios por este motivo, y yo mismo la he padecido en varias ocasiones, muy en especial en 1939, cuando pasé cinco meses en el sanatorio de Sancellemoz, en Francia. Esto es todo lo que puedo decir sobre mis antepasados, aunque es mucho más complejo y aburrido que este résumé [resumen].
R.C.: Tal vez; pero, por favor, cuéntenos algo de sus padres.
Í.S.: Se conocieron en la ciudad de mi madre, Kiev, en la que mi padre era primer bajo de la ópera, y se casaron allí. Mi padre había estudiado derecho en el Lyceum de Niejinski, donde descubrió su fabulosa voz de bajo y su buen oído musical. Después del Lyceum, estudió en el Conservatorio de San Petersburgo y pasó a ser un alumno del profesor Evarardi, cuya escuela vocal era tan celebrada como la escuela de violín de Leopoldo Auer. Después de graduarse, aceptó una plaza en la Ópera de Kiev, que mantuvo durante unos años mientras se preparaba para entrar en la Ópera de San Petersburgo.
R.C.: ¿Qué recuerda de su padre?
Í.S.: No era una persona commode [de trato fácil]. Yo le tenía mucho miedo, y eso, imagino, ha afectado profundamente a mi carácter. Tenía un temperamento incontrolable, explosivo, y resultaba muy difícil convivir con él. Se dejaba llevar por la ira, de forma repentina e inesperada, sin consideración alguna hacia el lugar en el que estuviera. Recuerdo haber sido humillado por él en una calle de Bad Homburg cuando de repente me ordenó (yo tenía trece años) que volviera a la habitación de nuestro hotel. En vez de obedecerle sin rechistar, protesté, y entonces montó un escándalo en plena calle. Sólo daba muestras de afecto cuando yo estaba enfermo, una excusa idónea para dar rienda suelta a cualquier tendencia hipocondríaca que yo pudiera tener. Tanto si lo hice para ganarme su afecto como si no, lo cierto es que padecí una pleuresía cuando tenía trece años y poco después desembocó en tuberculosis. Mientras estuve enfermo me trató de un modo distinto y llegué a perdonarle todo lo que había sucedido entre nosotros hasta la fecha. Pero era un progenitor distante no sólo con sus hijos, sino también con otras personas. Al morir me impresionó más de lo que jamás me había impresionado en vida. Un día se desmayó en el escenario del Teatro Mariinski y poco después empezó a quejarse de un dolor de espalda, precisamente en el mismo lugar en el que se había dado un golpe al caer. Viajó a Berlín para ser examinado por rayos x, pero el carcinoma que le diagnosticaron estaba muy avanzado. Murió al cabo de un año y medio en el sillón de su estudio, después de decir: «¡Me siento tan bien, tan estupendamente bien!».
Para mí, la muerte de mi padre representó el momento más conmovedor del mundo, y ese momento es el que aún llevo conmigo. Muchas veces anticipamos la muerte de nuestros padres, pero cuando ocurre no se parece en nada a lo que habíamos imaginado. Siempre provoca una conmoción. Me di cuenta de que mi padre se estaba muriendo cuando un alto funcionario, Teliakovski, el director de los teatros imperiales, lo visitó en su lecho de muerte. Cuando apareció, fue como si acabara de ver a un emisario de la muerte, y entonces comencé a asumir lo evidente. Mi padre falleció el 21 de noviembre (del calendario ortodoxo ruso; 4 de diciembre, según el gregoriano) de 1902. El cadáver quedó rígido como si fuera un pedazo de carne, vestido con un traje de gala, y le sacaron unas fotos. Lo hicieron de madrugada. Yo quedé profundamente perturbado por el pensamiento de aquella réplica de uno de mis seres queridos que yacía en la estancia contigua. ¿Qué cabe pensar a propósito de los cadáveres? (La descripción que hace Robert Musil de la misma sensación en Ulrich tras la muerte de su padre es una de las cosas más brillantes de El hombre sin atributos). El cortejo fúnebre salió de nuestra casa en un día inusualmente húmedo. Lo enterramos en el cementerio de Volkov.. Los artistas y directores del Teatro Mariinski acudieron al entierro, y Nikolái Rimski-Kórsakov acudió a consolar a mi madre. Tuvo lugar una breve letanía, tras la cual se derramó agua bendita y tierra sobre la tumba de mi padre. Los duelos son solemnes y estrictos en Rusia, y los velatorios de tipo gaélico eran inauditos por entonces. Regresamos a casa y nos refugiamos en nuestras respectivas habitaciones para llorar en soledad.
Después de la muerte de mi padre, empezó una nueva vida para mí. Vivía más en consonancia con mis deseos, aunque, cuando abandoné el hogar familiar, le dejé a mí madre la tradicional nota diciéndole que la vida en el número 66 de la calle Canal Kriukov se había vuelto imposible. Busqué refugio en casa de mi primo Yelachich, recién casado, un hombre dedicado a cualquier forma de revolución o protesta, pero al cabo de unos días mi madre se las arregló para enfermar lo suficiente para obligarme a regresar a mi hogar familiar. Debo añadir que a partir de entonces se comportó de un modo menos ególatra, y que el placer que le producía torturarme había perdido intensidad. Seguí viviendo en casa durante los dos primeros años de mi matrimonio, pero tras los nacimientos de mi primogénito y de mi hija mayor, en 1908 y 1909 respectivamente, nos mudamos a un piso de la avenida Inglesa, en el que vivimos hasta mayo de 1910, cuando me marché a París con motivo del estreno de El pájaro de fuego.
R.C.: ¿Y su madre y sus hermanos?
Í.S.: No mantuve vínculos estrechos con ningún miembro de mi familia excepto con mi hermano pequeño, Guri. Mi madre sólo me inspiraba un sentido del «deber». Mi vínculo más profundo era con mi niñera, Bertha, una mujer del este de Prusia que apenas hablaba ruso. El alemán se convirtió en el idioma de mi infancia. Bertha vivió lo suficiente para ser niñera de mis propios hijos y, en el momento de su muerte, había servido cuarenta años en nuestra familia. Falleció en Morges, en 1917. Lloré más su muerte que la de mi madre, veintidós años después.
Las pocas veces que pienso en mis hermanos mayores es para recordar lo mucho que me molestaban. Roman estudió derecho. A los once años contrajo difteria, una enfermedad que debilitó su corazón y acabó con su vida nueve años después. Lo tenía por un hermano muy apuesto, yo estaba muy orgulloso de él, pero no podía confiar en su criterio, porque carecía de oído musical. Yuri-Jorge- era ingeniero de estructuras, y siguió ejerciendo como tal en Leningrado hasta su muerte en esa ciudad, en junio de 1941. No fuimos muy íntimos de niños ni durante nuestra adolescencia, y jamás me escribió una carta cuando me marché de Rusia. Lo vi por última vez en 1908. Su esposa me escribió en una ocasión a París, y en 1925 su hija mayor, Tatiana, me visitó en la capital francesa y en Niza. Yuri murió poco antes de la invasión nazi, como supe por un amigo del hijo mayor de Rimski, Michael, un tal señor Borodin que me enviaba cartas durante la Segunda Guerra Mundial procedentes de un lugar de Long Island con noticias de amistades de Rusia. Borodin también me informó de la muerte de Andréi Rimski-K órsakov, aunque y había recibido la noticia de Rajmáninov, y de la muerte de Maximilian Steinberg.
Guri inició su carrera, al igual que Roman y yo mismo, como estudiante de derecho, pero él había heredado la voz y el oído musical de nuestro padre y estaba dispuesto a convertirse en cantante. En vez de entrar en el conservatorio, estudió con Tartakov, un famoso bajo de San Petersburgo, y actuó profesionalmente en un teatro privado de San Petersburgo desde 1912 hasta 1914. Es una pena que no pudiera verle actuar, pero Diáguilev lo hizo, y me contó que yo habría estado muy orgulloso de su actuación. Guri era barítono, el timbre de su voz era muy parecido al de mi padre, pero con una tesitura más alta. Compuse mis canciones a Verlaine para él y siempre se quejaba de que no vivió lo suficiente para cantarlas profesionalmente. Lo reclutaron en la Primera Guerra Mundial y lo enviaron al frente del sur en una unidad de la Cruz Roja. Murió de escarlatina en I, Rumanía, en abril de 1917. Lo enterraron junto a mi padre en el cementerio Aleksander Nevski de San Petersburgo, que posteriormente los bolcheviques transformaron en un cementerio para los artistas de la nación. Guri y mi padre eran personas respetadas por los bolcheviques.
Aunque no había visto a Guri desde 1910, su muerte hizo que me sintiera muy solo. Habíamos estado bastante unidos durante nuestra infancia, y sentíamos que el mundo iría bien siempre que nos mantuviéramos juntos. Encontramos en nuestro mutuo afecto todo el amor y la comprensión que nuestros padres nos negaron; no favorecieron a ninguno de los dos, aunque Guri fue en cierto sentido el benjamín de la familia.