Rafael Chirbes publica en un volumen sus novelas La buena letra y Los disparos del cazador.

Bajo el título Pecados originales, Rafael Chirbes ha reunido en un único volumen dos de sus novelas más emblemáticas: La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994). Con prólogo escrito por el autor expresamente para esta edición, Pecados originales es un díptico de deslumbrante lucidez en el mundo de nuestra posguerra. Veinte años después de haber sido escritas, cuando el gran espejismo del enriquecimiento parece haberse hecho trizas, estas dos obras se cargan con nuevos sentidos, al tiempo que mantienen toda su excelencia literaria. La crítica internacional las ha considerado dos pequeñas obras maestras y, para muchos lectores, se trata de las más perfectas narraciones de Chirbes.



Ana, la narradora de La buena letra (1992), y Carlos, el protagonista de Los disparos del cazador (1994), les cuentan a sus hijos fragmentos de sus vidas. En el caso de Ana, el final de la guerra y la derrota, el esfuerzo por mantener la dignidad en los tiempos sombríos del franquismo. En el de Carlos, su ascenso social cargado de traiciones, sus infidelidades, el dinero conseguido de forma dudosa. Ambas novelas componen un díptico de lucidez deslumbrante: nos hablan de la herida que se abre incurable entre vencedores y vencidos. Aquí puede leer el prólogo de Pecados originales (Anagrama)



Prólogo: Un escritor egoísta

Han pasado veinte años desde que escribí estos Pecados originales. La buena letra se publicó en 1992, Los disparos del cazador en 1994. Las dos nouvelles - que eso son, a esa definición aplican su ritmo, su tensión y hasta su pretensión de acunarse en un tono- fueron escritas a rebufo del ajetreo del dinero fácil en una España que se preparaba para las grandes celebraciones del 92.



Desde el final de la guerra civil no se habían vivido una movilidad social ni un afán constructivo como los que se vivieron entonces. Igual que ocurrió en los cuarenta, en los febriles ochenta se suponía que el poder cambiaba de manos, y los recién llegados se aprestaban a ocuparlo y descubrían la dulzura del mando y sentían caer sobre sí la gratificante lluvia de las contratas con el Estado. España es el país en que se puede ganar más dinero en menos tiempo, proclamaba el altivo ministro de Economía.



Los nuevos mecánicos de los engranajes del Estado se aplicaban en la estrategia que Walter Benjamin define como propia de la socialdemocracia: señalaron con el dedo un futuro prometedor para que se olvidase la sangre derramada en el pasado: la injusticia original que, medio siglo antes, les había arrebatado la legitimidad a quienes la ostentaban. El pacto que se les propuso a los españoles, bajo el razonable argumento de cambiar pasado por futuro, fue un cambio de ideología por bienestar; es decir, un trueque de verdad por dinero. Y el país lo aceptó.



De hecho, quienes proponían esa transacción eran jóvenes que exhibían sus credenciales antifranquistas, reales o contrahechas. Muchos procedían del bando de los vencidos, y promovieron el pacto porque temían que la revisión del pasado pusiera en peligro el frágil soporte de poder en el que acababan de encaramarse (temían los coletazos del viejo régimen: la intervención de lo que llamaron poderes fácticos). Aunque buena parte de quienes habían ocupado la élite en el antifranquismo y en el aparato del nuevo Estado eran hijos de los vencedores, y, para ellos, hacer arqueología suponía sacar a la luz el ventajismo con el que habían alcanzado su posición, y dejar al descubierto el artificio que les permitía la continuidad en la cadena de riqueza y mando sin efectuar ni acto de contrición ni penitencia.



No puedo hablar de La buena letra y Los disparos del cazador sin hablar de cómo fueron aquellos años en que banqueros y millonarios se convirtieron en héroes populares. No sólo porque no hay arte que no tenga fecha y no sea fruta de su tiempo, sino porque, además, escribí estas novelas precisamente como un antídoto frente a los nuevos virus que, de repente, nos habían infectado: codicia y desmemoria. O, por ser más preciso -en la medida en que un libro seguramente no es antídoto de nada, no salva de nada-, digamos que las escribí con el afán de almacenar en algún lugar briznas de esa energía del pasado que desactivaban, para guardar trazas de la página de historia que arrancaban, o para salvar la parte de mí mismo que naufragaba en aquel confuso vórtice. Al lector de hoy, cuando tantas cosas se han venido abajo, le toca juzgar si aún tiene vigor lo que escribí entonces.



Quise que mis libros fueran algo así como una pila voltaica. En este par de textos que tiene usted, lector, entre las manos, busqué condensar las heridas que dejó la guerra, las traiciones, los cambios de bando, la ilegitimidad de la riqueza acumulada durante todos aquellos años, pero también el sufrimiento, la lucha por la dignidad de los vencidos. La ilegalidad. Sobre todo, quería dejar constancia de eso: de la tremenda ilegalidad sobre la que se asentaba cuanto estábamos construyendo.



Hablo de una generación: la protagonista de La buena letra, Ana, perdedora de la guerra, no perdona que su hijo, mi coetáneo, animado por la codicia, se haya alineado con quienes traicionaron. Pero también Carlos, el narrador de Los disparos del cazador, un hombre poco escrupuloso enriquecido en la posguerra y en cuyas palabras descubrimos una buena dosis de doblez, se siente traicionado por sus hijos. Lo desprecian porque tiene las manos manchadas, cuando él sabe que, al ensuciárselas, les ha comprado la inocencia. También son coetáneos míos esos individuos resbaladizos, hijos del viejo régimen, que condenan al cazador pero no dudan en participar en el banquete en que se sirven las piezas capturadas.



He dicho que escribí estas dos novelas como quien fabrica una pila voltaica para dejarla a disposición del lector, aunque creo que las escribí, sobre todo, por egoísmo: para salvarme, para sacar la cabeza fuera de aquel remolino. Las escribí porque no encontraba mi lugar en el nuevo mundo que estaba naciendo, porque braceaba en vano sumido en un chupadero de frívola voracidad y desmemoria. Por aquellos días en los que los valores se invirtieron bruscamente, tenía la impresión de que no sabía quién era yo, ni en qué se habían convertido los demás. Escribí este díptico, que ahora aparece con el título de Pecados originales, para volver a encontrarme, porque tenía mucho miedo de hacerme daño, o de que me hicieran daño, o de hacer daño. Lo escribí por la misma razón por la que he seguido escribiendo novelas otros veinte años.