Guillermo Cabrera Infante. Foto: Carlos Miralles
Mapa dibujado por un espía (Galaxia Gutenberg) narra la crónica amarga de una decepción y la cartografía íntima de una despedida, un fragmento de autobiografía novelada, un exorcismo de memoria de un pasado al que el autor nunca más quiso regresar. La historia del camino al exilio definitivo. Este libro póstumo de Guillermo Cabrera Infante es probablemente uno de los más apegados a su biografía, una de las revisiones más personales que el autor hizo de su vida y que nunca llegó a publicar. La obra narra el último viaje a La Habana que el autor hizo en 1965, desde Bruselas, donde trabajaba en la Embajada de Cuba en Bélgica. Ya en esta época el autor había mostrado algunas discrepancias con el rumbo de la revolución, pero fue en este viaje, que hizo con motivo de la muerte de su madre, cuando el autor vivió y sufrió las represalias de un régimen que determinarían su rechazo al Gobierno y la decisión de nunca más volver a Cuba.Aquí puede leer dos fragmentos de Mapa dibujado por un espía (Galaxia Gutunberg) de Guillermo Cabrera Infante.
Por la mañana fue al ministerio bien temprano. Se encontró con el viceministro Arnold Rodríguez, quien le dio el pésame. Arnold trabajaba en una oficina cerca de la gran puerta del ministerio, que era el antiguo palacio de los Gómez-Mena. Arnold era partidario del Che Guevara y como este en un discurso no lejano había echado pestes del burocratismo había tomado la diatriba en su sentido recto y había prescindido de su buró. Ahora trabajaba sentado en un sofá y las carpetas y papeles que debían estar encima del escritorio estaban regados por el suelo o hechos montoncitos en los rincones. Como se habían visto a principios de año en Madrid, en una reunión de jefes de misión de Europa Occidental, y más tarde en París, tenían poco que hablar y solamente intercambiaron algunos comentarios sin mayor consecuencia. Luego pasó a la oficina del ministro Roa. Este lo recibió sentado en su buró. Él se sentó en un sofá a la izquierda y luego Roa vino a hacerle compañía en el mueble. Le dio el pésame y le dijo que él no había podido ir al entierro por su mucho trabajo pero que había mandado a su hijo. Él le dijo que lo sabía y le dio las gracias.
-Bueno, hablando en plata -.dijo Roa-, nosotros estamos muy satisfechos con tu trabajo en Bruselas y pensamos enviarte para allá con el rango de ministro encargado de negocios.
-Ah, muchas gracias.
-¿Cuándo tú crees que puedas regresar? -le preguntó el ministro mientras se daba brillo en el zapato izquierdo con la pierna derecha del pantalón.
-En una semana, a más tardar.
-Está bien, me parece bien. Ahora hay una cosa que quiero preguntarte. No es más que un rumor, pero ¿es verdad que este hombre, Arcos, bebe, que le ha dado por la bebida?
Había hablado, como siempre, demasiado rápido, atropellando las palabras, y por un momento él no entendió bien. Pero enseguida comprendió de qué se trataba: era seguro uno de los informes de Aldama.
-No, ministro. Que yo sepa, no. Yo nunca lo he visto borracho. Él bebe vino con las comidas y cosas así, pero nunca lo he visto ni siquiera bebido.
-No -dijo Roa-, si yo me di cuenta de que era un chisme sin mayor importancia.
Pero por debajo de sus palabras estaba mortificado. Él sintió que Roa hubiera querido que el chisme fuera cierto. Había, desde hacía tiempo, una vieja enemistad entre la familia de Roa por parte de su mujer, los Kourí, quienes echaban la culpa a Arcos de la toma de asilo de un hermano de ella que había sido consejero comercial en Bruselas en los primeros tiempos de la Revolución. Según este agravio, Kourí había pedido asilo en Estados Unidos llevado por la persecución sistemática de Arcos. Como él conocía lo suficiente a Arcos para saber que era incapaz de llevar acabo nada sistemáticamente, dudaba de que la historia fuera cierta. Roa, por supuesto, no quería a Arcos de embajador, pero tenía que tragárselo no sólo por su historia revolucionaria, desde los días del asalto al cuartel Moncada, sino también por la amistad que había entre Arcos y Raúl Castro. Ahora, se rumoreaba desde hacía unos meses que Arcos no regresaría a Bruselas sino que se haría cargo de la embajada cubana en Italia. Al menos esto le había dicho por teléfono una vez que él lo llamó desde Bruselas, y además le había prometido llevárselo de encargado de asuntos culturales en Roma.
-Bueno, ministro -dijo él-, no le ocupo más de su tiempo. Ya volveré la semana que viene antes de irme a recibir sus instrucciones.
-Sí, sí, por supuesto -dijo Roa y se despidieron. Él volvió al despacho de Arnold Rodríguez, quien le dijo que debía llegarse a ver a Rogelio Montenegro, que era el jefe del buró de Europa VI o Europa Occidental, para cambiar impresiones. Él dijo que lo haría el lunes, que ahora estaba muy cansado, y se fue.
Caminó hasta la casa de sus padres, que estaba en la misma avenida, sólo que al otro extremo. A pesar del calor del mediodía, cuyo sol lo dejaba sin sombra, gozó el placer de caminar bajo aquel cielo profundo y blanco. Se quitó el saco y lo llevo colgado sobre un hombro, también se soltó un poco la corbata. Recorrió la Avenida de los Presidentes por la acera bajo los árboles, no por los soleados jardines del medio. Al llegar a la calle 17 se sintió tentado de llegarse hasta la Unión de Escritores, una cuadra hacia el este, pero decidió seguir rumbo a su casa. Aunque no tenía hambre ya era la hora del almuerzo.
Llegó a la casa sudando y subió en el elevador hasta el tercer piso. En el elevador lo saludó una hermosa mujer rubia que siguió en el elevador hasta más arriba. Él le devolvió el saludo pero no tenía la menor idea de quién podría ser. Cuando llegó a la casa preguntó por ella y por la descripción le dijeron que esa era Leonora Coll, que vivía en el quintopiso.
El almuerzo era un poco de frijoles blancos, arroz y unas papas. Apenas si comió. No era tanto la falta de apetito como lo poco apetitosa que era la comida.
Después del almuerzo su hija Ana quería comerse un tocinillo del cielo en el Carmelo y caminaron la escasa media cuadra hasta el restorán. El dulce costaba un peso y pensó que un dólar era demasiado pedir por un postre revolucionario. Mientras su hija se comía el tocinillo del cielo, él pidió un café pero el camarero le dijo que no podía servírselo, ya que el café era solamente para los que comieran en el restorán. Regresó a la casa donde tampoco había café ya que no le tocaba en la cuota todavía. ¿Y el café con leche de por la mañana?, preguntó. Eso no era café con leche. Era un ersatz preparado con leche, de la cuota que tocaba a la hija menor por no tener todavía siete años, y azúcar quemada. Sintió una repugnancia retrospectiva.
Se sentó en la terraza. Viendo pasar la gente por la acera del frente y por los jardines del medio les vio una identidad extraña. Fue a buscar sus anteojos, preguntándole a Hildelisa si sabía dónde estaban -sí sabía-, para ver a los caminantes de más cerca. Cuando los encontró, regresó a la terraza. Vio venir más gente y se ajustó los anteojos. Observó el paso regular pero cansado, los brazos fláccidos a un lado, el aire lacio, y todos le parecieron como agobiados por un pesar profundo. Podía ser el sol de las tres de la tarde, pero siempre había habido sol en Cuba y esta gente eran de todo: cubanos viejos, de mediana edad y jóvenes. Y todos caminaban igual. Ya supo qué parecían: ¡los zombies de Santa Mira en la Invasión de los muertos vivientes!
Estuvo sentado en la terraza, mirando pasar la poca gente que atravesaba la avenida y se preguntó dónde estaba todo el mundo en esta ciudad antaño tan concurrida. Desde que vino de casa de Oscar y Miriam apenas si se había cruzado con un automóvil, las guaguas que pasaban por la esquina 23 abajo y arriba eran escasas y la gente de a pie era todavía menos. Reflexionando en esto se olvidó de ir a los títeres y al poco rato decidió caminar Avenida de los Presidentes abajo y llegarse a la Casa de las Américas, donde no había estado todavía.
Entró primero a la biblioteca, donde estaba Olga Andreu, la bibliotecaria jefe, y Sara Calvo, su cuñada, asistente de Olga. Cruzó algunas palabras con Sara y Olga y nada parecía indicar lo que ocurriría no mucho tiempo después, cuando Sara y Olga fueron expulsadas de sus puestos por incluir un libro suyo en una lista de lecturas recomendadas. Ahora era casi la luna de miel con la Casa de las Américas y subió a ver a la persona favorita en la casa: Marcia Leiseca, tan bella y tan simpática como siempre. Se sentó en su oficina y estuvieron charlando un gran rato. Le gustaba hablar con Marcia porque su voz agradable y bien educada endulzaba todo lo que decía y aun las banalidades más comunes sonaban casi angelicales en sus oídos. Además que daba gusto mirar aquella piel blanca, rosa pálido, haciendo contraste con sus grandes ojos negros y su pelo también negro, saliendo la voz por entre los labios rosados y perfectamente dibujados.
Al cabo entró Retamar y lo saludó muy afablemente. Le dijo que quería verlo antes que se marchara y él pensó si Roberto quería decir de Cuba o de la Casa pero no dijo nada. Es decir, dijo que sí. Pero antes de ver a Roberto le pidió a Marcia si podía ver a Haydée Santamaría, pues tenía algo que preguntarle desde Bruselas. Marcia salió y al poco rato regresó diciendo que Yeye -ese era el nombre familiar de Haydée Santamaría.- tenía unos minutos libres ahora. Salió a verla enseguida.
Sucedía que traía una comisión de Bélgica y la persona adecuada para planteársela era Haydée Santamaría: estaba ella colocada lo suficientemente alto en la jerarquía revolucionaria y además era asequible para él. La diligencia debía haberse resuelto con el ministro Roa, pero él dudaba que Roa tuviera valor para plantear el problema más alto. La comisión era un recado de los socialistas belgas, transmitido a través de un abogado amigo de la embajada, quienes querían un punto de referencia para enfrentar los debates en el parlamento con suficiente conocimiento de causa. El asunto era los presos políticos cubanos, que en círculos contrarios a la Revolución llegaban a numerarse en más de quince mil. Había que preguntar en Cuba a quien conociera la cifra exacta para rebatir los argumentos de la oposición. Así se lo dijo a Haydée Santamaría, que fue poniéndose cada vez más roja -de color de la carne aunque también de actitud política.-y terminó por casi rugir una respuesta escandalosa: «¿Quince mil presos? Pues mira, chico, dile que si son quince mil o cincuenta y un mil es lo mismo. La Revolución no cuenta a sus enemigos sino que acaba con ellos». A esto siguió una perorata inaudible de alta que era sobre el derecho que tenía la Revolución de poner en la cárcel a sus enemigos y que la Revolución no tenía que darle cuentas a nadie, amigos o enemigos, de lo que hacía porque la Revolución sabía lo que hacía.
Después de esta parrafada casi hegeliana, salió lo mejor que pudo de la oficina principal y llegó a la de Retamar, que volvió a sonreírle ampliamente. Roberto quería simplemente una colaboración para la revista Casa que ahora dirigía. Él le prometió que le enviaría un fragmento que había traído con él de Bruselas y al poco rato salió.
Para limpiarse de la visita a Haydée Santamaría, volvió por la oficina de Marcia a regalarse con su piel y sus ojos y sus labios de sonrisa no sólo perfecta sino también sempiterna. Al cabo salió y fue hasta la biblioteca a convidar a Olga y a Sara a tomarse un refresco -Coca-Cola blanca- en el café del Recodo. Fueron los tres y luego regresaron hasta la biblioteca. Aquí las dejo a ellas y siguió él a recorrer el camino de regreso a su casa. Al pasar frente el ministerio de Relaciones Exteriores pensó que hacía días que no venía. Vendría mañana.
Esa mañana se levantó tarde: el gallo había cantado a las cinco, como siempre, pero a las nueve los altavoces no habían comenzado todavía su estruendo mañanero. Se extrañó y extrañado se desayunó, inclusive extrañado salió al balcón y vio gente, mucha, entrando y saliendo al edificio de la calle 25, pero los altavoces siguieron estentóreamente mudos.
Cuando llegó a la esquina de 23 donde esperaba el taxi o la guagua, lo que primero viniera, que lo llevaba al ministerio vio los periódicos que el vendedor tendía en el suelo y leyó los titulares del único periódico, Granma, que se publicaba. DESTITUIDO BEN BELLA decían los titulares. Cogió la guagua y llegó al ministerio para ver a los empleados ajetreados en extraños movimientos.
En el pasillo central casi tropezó con el ministro Roa, quien al verlo abrió una puerta que era un clóset y la volvió a cerrar, regresando a su oficina rápidamente. En el antedespacho de Arnold Rodríguez estaban sus secretarios y Rogelio Montenegro que leía el Granma. «Está clarísimo», dijo dejando de leer. «Esto es cosa de la CIA. Ese Boumedienne es un agente del imperialismo». Parecería extraña la manera en que un funcionario menor se pone automáticamente de acuerdo con sus superiores: la teoría de que el golpe de Estado dado a Ben Bella en Argelia era asunto de la CIA circulaba por todo el ministerio. Más aún: fue la teoría oficial semipública pocos días después. La teoría oficial era que ambiciosos funcionarios menores habían complotado contra su superior que se suponía un amigo de Cuba. Por tanto, los nuevos regidores de Argelia eran enemigos de la Revolución. De ahí el silencio de los altavoces: automáticamente se había suspendido la reunión de lo mejor de la juventud cubana en Argelia. Estas eran las actitudes públicas. Privadamente -como lo supo él días después- Fidel Castro había hecho comentarios muy duros contra Boumedienne, al que acusaba de traidor. Pero ya él se lo figuraba desde que Boumedienne estuvo de visita en Cuba. Había salido de pesquería con él y Raúl Castro y desde los buenos días dichos muy temprano en la mañana no había vuelto a abrir la boca más que para dar las buenas noches al terminar la pesquería tarde en la tarde. «Estos tipos silenciosos son muy peligrosos», concluyó Fidel Castro sin siquiera tener en cuenta que Boumedienne bien podía no hablar una gota de español: de ahí su razón para hablar poco. Pero este era un argumento innecesario, ya Boumedienne había sido encasillado como agente del imperialismo y no era asombroso, lo asombroso era ver cómo Rogelio Montenegro se «había puesto en onda», como se decía en la jerga revolucionaria, en tan poco tiempo.
Él se sentó en lo que ya había pasado a ser su silla, oyendo los comentarios de Montenegro y los de Arnold Rodríguez, a los que seguramente asistiría Roa de no haberse tropezado con él en el pasillo. Siguió todavía una media hora más y no preguntó a Arnold si Roa iría a verlo hoy porque era evidente que ya lo había visto. Para colmo, cuando llegó a la casa sacó la llave que no era para abrir la puerta de la calle: el día era tan malo para él como para Ben Bella o el Congreso de la Juventud cuya convocatoria no perifoneaban más los altavoces: en su casa lo esperaba el almuerzo de Hildelisa.