Antonio Soler. Foto: Antonio Pastor

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2013. 262 pp, 19'50 euros

Con Una historia violenta, Antonio Soler (Málaga, 1956) continúa fiel a su mundo temático y narrativo, que se centra esencialmente en la reconstrucción efectuada por un narrador adulto de los recuerdos e impresiones de la infancia vivida en Málaga. La novela está dividida en tres partes, cuyos títulos marcan ya la gradación de acontecimientos, casi todos minúsculos, que conducen hasta un inesperado y trágico final: La pelea, La herida y El veneno. El autor ha hecho en esta ocasión un esfuerzo estilístico para acomodar su prosa a la estructura mental de un contemplador infantil: frases cortas, reiteraciones deliberadas de datos caracterizadores y esquemas sintácticos, sensaciones -visuales, olfativas, acústicas- más que explicaciones, y, en suma, una visión parcial e incompleta de los hechos (como corresponde a una perspectiva infantil), presentados, sin embargo, con detalle, de tal modo que el lector pueda descifrar el sentido oculto del que ni siquiera el protagonista es capaz de percatarse, como la irresistible y oscura atracción que ejerce sobre él su tía Tusa o las actividades y relaciones de los mayores. Porque, en realidad, las minúsculas acciones giran en torno a las andanzas veraniegas del narrador y sus dos amigos -Mauri y Ernestito- con sus respectivas familias, todos ellos residentes en unos bloques de viviendas cercanos.



El ambiente es similar al que se evocaba en otras novelas del autor, como El camino de los ingleses (2004), El sueño del caimán (2006) o Lausana (2010), e incluso hay algún detalle que los aproxima y subraya esta vecindad. En la segunda de estas novelas se mencionaba al "mago Rafael" -en realidad, una referencia apenas oculta al poeta y escritor malagueño Rafael Pérez Estrada- y en la tercera reaparecía con su nombre como "mago de cabaret". Ahora, en Una historia violenta, se menciona al "mago Rafael" (p. 215) entre los amigos que acuden a visitar en el hospital al padre del narrador.



Personajes y ambientes se suceden de acuerdo con unos rasgos identificadores que se repiten una y otra vez: la estatura, la mancha del rostro y los dientes blancos de don Guillermo, así como su despedida habitual desde el 600; el olor de Tusa y su gesto de estirar un brazo hasta detrás de la nuca, el gorrito amarillo de doña Julia en el mar, el padre con su infatigable relato del cuento de Alí Babá y su colección de palitos para construirle a su hijo un fuerte de juguete que -muy significativamente-, no se concluirá; el pelo peinado con zumo de limón de Mauri, el olor a patas de pollo hervidas de la casa, la carga y descarga de misteriosas cajas a cargo de Rodri, las albóndigas con tomate que prepara Tusa y que resultan premonitorias. Es un repertorio de sensaciones de distintas clases debajo del cual se ocultan procesos psicológicos y relaciones sociales que el lector debe ir precisando y que tiene que ver con el descubrimiento progresivo del mundo en el tránsito de la niñez a la adolescencia. La obsesión inconsciente del narrador por Tusa, la creciente violencia que se despierta en Ernestito, acaso motivada por unos oscuros celos, la sensación de que detrás de esas vidas apacibles hay tensiones que únicamente los mayores conocen, todas las informaciones, en suma, que el autor va dosificando con habilidad, crean un ámbito en que el lector se siente atrapado, persuadido de que en algún momento debe ocurrir algo -y así es- que suponga una ruptura y simbolice el final de la edad de la inocencia.



Con oficio y sensibilidad, Soler ha construido una novela excelente, por momentos elusiva, que exige más que otras la conjunción de las perspectivas de narrador y lector para desplegar su sentido y en la que sólo disuena alguna afirmación desorientadora ("salas vacías con muebles cubiertos de sábanas", p. 12) o imposible ("la [táctica] de un edificio que se desploma y que es consciente de su poder ante la insignificancia de las personas que lo habitan", pp. 61-62).