Carlos Castán. Foto: Jesús Nieto

Destino. Barcelona, 2013. 232 páginas, 16'90 euros

Entre las novedades editoriales, en pocas ocasiones se presenta la ocasión de debatir sobre esa disyuntiva atávica de la Literatura: la dialéctica sobre el fondo y la forma. Es un cuestionamiento muy sencillo, quizá pueril, pero básico y necesario para entender cualquier universo literario: la voluntad de cada escritor en la finalidad de su inspiración. Hoy hay un prestigio del fondo sobre la forma, puede que porque el lector es hijo de una sociedad pragmática; claro que esto no obvia en ningún modo que la forma deje de ser otro mensaje y que sea una vía igual de válida para llegar al autor y al conocimiento de su escritura y de su ánima.



De cualquier modo, si entendemos que lo poético es una forma de enviar un mensaje por otras vías, tenemos en Carlos Castán (Barcelona, 1960), un prodigio de la nueva prosa: un cultivador del idioma en su estreno como novelista, tras lograrse un aura de maestro minoritario en el relato con recopilatorios como aquel Sólo de lo perdido.



Su novela La mala luz, -pensemos, como Cela, que novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra "novela"- es una de las mejores últimas obras escritas sobre la soledad y la angustia del hombre contemporáneo. Sobre la muerte y el miedo, terrores tan fieramente humanos y que acongojan al lector desde la primera palabra. Porque La mala luz puede entenderse casi como una confesión poética -bajo una pátina de lograda oscuridad- de que la locura y la histeria acechan al humano cuando las sombras se inclinan o caen sobre el asfalto. El argumento parte de un asesinato y de cómo el narrador, íntimo amigo del finado, intenta comprender el crimen comprendiéndose a sí mismo. Siempre en primera persona, el protagonista, mujeriego, alcoholizado y neurótico sin solución, se desnuda a sí mismo mientras Castán va introduciendo recursos y técnicas de la novela negra que no logran eclipsar la realidad de que la comunión entre lector y autor se basa en una transmisión creciente de angustia y soledad.



Quizá sea un error o un acierto -inopinado- del autor y de lo equilibrado del tono, pero sólo volvemos al argumento de este pretendido 'thriller' cuando Castán despacha y resuelve en un par de páginas la confesión lírica de una muerte. Cuando ya nos ha dado un diario íntimo casi hasta el punto final. El lenguaje sorprende gratamente por pulido. Entendemos que sorprende hasta al propio escritor, gozoso cautivo de su primera persona, rehén satisfecho su barroquismo total.