Lisa Randall. Foto: Domenec Umbert.

Traducción de Javier García Sanz. Acantilado. Barcelona, 2013. 576 pp. 29 euros

Lisa Randall (Nueva York, 1962) es catedrática de física en Harvard y una de las teóricas más originales de la profesión en la actualidad. En el volumen imaginativamente titulado Llamando a las puertas del cielo, su segundo libro para el público general, se propone dos objetivos: primero, explicar hacia dónde podría encaminarse la física ahora que el Gran Colisionador de Hadrones -el enorme acelerador de partículas de la frontera francosuiza- por fin está a punto y funcionando; y segundo, manifestar sus opiniones sobre la naturaleza de la ciencia, sus tensas relaciones con la religión y la función que desempeña la belleza como guía hacia la verdad científica. En su libro se alternan los fundamentos de la física de partículas y unas reflexiones de índole más espiritual. Entrelazándolo todo, se encuentran los pasajes que relatan sus aventuras de trotamundos.



¿Y hacia dónde se encamina la física? Pero primero, ¿dónde se encuentra? Y la respuesta cínica es que más o menos donde estaba en la década de 1970. Fue entonces cuando se dieron los toques finales a lo que se denomina modelo estándar de la física de partículas. El modelo estándar describe, empleando un único marco matemático, los componentes fundamentales de la naturaleza y tres de las cuatro fuerzas conocidas que gobiernan sus interacciones: el electromagnetismo; la fuerza nuclear "fuerte", que mantiene unido el núcleo del átomo; y la fuerza nuclear "débil", que provoca la desintegración nuclear. El modelo estándar no es especialmente elegante; de hecho, es una especie de artilugio improvisado. Pero en las décadas transcurridas desde que lo formularon, ha predicho el resultado de todos los experimentos de la física de partículas con una exactitud asombrosa.



El modelo estándar presenta un problema evidente. Deja fuera la cuarta fuerza de la naturaleza, la primera que se descubrió y aquella con la que estamos más familiarizados: la gravedad. Nadie ha sido capaz aún de describir la gravedad con el mismo lenguaje-el de la física cuántica- que usa el modelo estándar para describir las otras tres fuerzas. Así que necesitamos una teoría diferente para la gravedad: la relatividad general de Einstein.



Algunos físicos de corte conservador, como Freeman Dyson, están razonablemente contentos con esta división del trabajo. Dejemos que el modelo estándar se ocupe de las cosas pequeñas (de los átomos para abajo), dicen, y que la relatividad general se encargue de las cosas grandes (de las estrellas para arriba). No importa que las dos teorías den respuestas contradictorias cuando se trata de energías extremas, cuando las cosas muy pequeñas también pueden ser muy masivas; de todas formas, no podemos observar esas energías. Pero otros físicos insisten en que hay que encontrar un marco completamente nuevo, uno que vaya más allá del modelo estándar y sitúe las cuatro fuerzas sobre la misma base teórica. Solo entonces entenderemos cómo se comporta la naturaleza cuando las energías son como las que imperaban en el momento del Big Bang, cuando las cuatro fuerzas actuaban como una. La mejor candidata a convertirse en esa clase de marco unificador parece ser la teoría de cuerdas.



La teoría de cuerdas es un acercamiento vertical al desarrollo de la física, una revolución completa desde arriba. Una vez que uno encuentra los principios adecuados para describir la naturaleza a energías elevadísimas, todo lo demás viene dado. El problema de esta teoría es que, hasta la fecha, no cuenta con predicciones demostrables. Puesto que los especialistas en teoría de cuerdas trabajan en la oscuridad, experimentalmente hablando, algunos opinan que en realidad no hacen ciencia, sino más bien pura matemática.



La alternativa es un enfoque de abajo arriba, una reforma desde la base. Y esto nos lleva de nuevo a Randall. Ella sabe tan bien como sus compañeros de cuerdas que el modelo estándar no puede ser el final. En el mejor de los casos, es una aproximación a la verdad en condiciones de baja energía. Pero ella prefiere ceñirse estrictamente a los datos experimentales y usarlos para explicar algunos detalles desconcertantes. Esto no significa que Randall se desentienda de la teoría de cuerdas. Ha aprovechado una de sus ideas fundamentales -que el espacio podría tener dimensiones adicionales ocultas- como parte de una ingeniosa propuesta (desarrollada junto a Raman Sundrum) que pretende resolver un antiguo misterio del modelo estándar conocido como el problema de la jerarquía: ¿por qué las partículas elementales tienen unas masas tan arbitrarias? Hay un segundo misterio relacionado con el primero: ¿por qué tienen siquiera masa?



Y ahí es donde el Gran Colisionador de Hadrones ha sido de más ayuda. Como mínimo, esperábamos que esta magnífica máquina -la más grande que se ha construido jamás y muy posiblemente la más pintoresca- confirmara la existencia del bosón de Higgs, cosa que ya ha logrado. Se trata del buscadísimo ingrediente que le faltaba al modelo estándar para entender cómo surgieron asimetrías entre las fuerzas que deberían tener el mismo aspecto.



Randall se esfuerza a conciencia por explicar el asunto del bosón de Higgs, así como el problema de la jerarquía y su propia manera, fascinantemente sutil, de abordarlo (que conlleva una "fuga" de gravedad a través de dimensiones curvadas). Hay que decir que estas cuestiones son de las más difíciles de entender para los no especialistas en física. Si uno no cuenta con el bagaje matemático necesario, las metáforas adecuadas pueden a veces proporcionarle la agradable sensación de que uno "está ahí casi casi" (como se dice Stephen Dedalus a sí mismo en Ulises). Randall consigue ofrecernos momentos así.



Sus cavilaciones filosóficas son más irregulares. Ofrece un excelente análisis de la afinidad entre la belleza científica y la artística, al comparar la quebrada simetría de una escultura de Richard Serra con la del modelo estándar. Pero en algunos aspectos adolece de cierta cerrazón. ¿Puede un científico ser religioso? Solo pagando el precio de la incoherencia, sostiene, porque el determinismo científico no es compatible con la creencia en una deidad que intervenga en el mundo deliberadamente. Aunque comprenda su conclusión, señalaría que el determinismo científico es igualmente compatible con el libre albedrío y con la responsabilidad moral.



Es interesante contemplar el propio Gran Colisionador de Hadrones bajo esta luz. Tenemos aquí un gigantesco y complejo objeto físico que crearon intencionadamente unos humanos movidos por el deseo de obtener, en palabras de Randall, "una imagen más completa de la naturaleza de la realidad". Pero este objeto físico, como los científicos que lo idearon, está compuesto en última instancia por partículas elementales moviéndose de un lado para otro y chocando. Permanece unido gracias a unas interacciones que, al menos en principio, podrían explicarse enteramente por las leyes de la física, sin referencia alguna a ninguna intención o voluntad humana. Visto desde este ángulo no antropocéntrico, el Gran Colisionador de Hadrones parece un intento de toma de conciencia de sí mismo por parte del universo físico. Su existencia es un indicio de que las leyes de la física exigen su propio descubrimiento. Para mí, este es un pensamiento imponente (aunque sea un poco vago y hegeliano) y le agradezco a Randall que lo haya introducido en mi mente (en la que, también gracias a ella, resuena cierta canción de Bob Dylan desde hace tres semanas).