Hergé, el creador de Tintín.

Confluencias, 2013. 560 pp. 29 €.

Coincidiendo con el anuncio de que la viuda de Hergé (Georges Remi, Etterbeek, Bélgica, 1907 - Woluwe-Saint-Lambert, Bélgica, 1983) decidía permitir la creación de un nuevo álbum de las aventuras de Tintín (buen momento para recordar aquellas palabras del creador: "Si otros retomaran Tintín, tal vez lo harían mejor o tal vez no, pero una cosa es segura: lo harían de otra manera y entonces ¡ya no sería Tintín!"), nos llega la traducción al español de la enciclopédica biografía del historietista belga escrita por Benoît Peeters (París, 1956).



Es difícil saber si será la obra definitiva sobre Hergé que nos presenta machaconamente la publicidad, porque el universo de los tintinólogos es tan amplio y tan dispares sus intereses que cabe esperar aún insospechadas, e incluso delirantes, aproximaciones al autor y a su personaje (se le ha examinado a la luz de Freud, Heidegger, Lacan, La Biblia, el tarot, o la francomasonería, por citar algunos ejemplos).



No obstante lo cual, resulta encomiable el esfuerzo de este notable guionista, escritor y crítico, autor en su día también de El mundo de Hergé, editada por el sello Juventud en el año 1990 y hoy inencontrable, que se entrevistó con el dibujante a lo largo de cinco años, para proponernos un sugerente punto de vista: leer los álbumes del joven periodista del periódico "Le Petit Vingtième" como una suerte de diario encubierto a través del que asistir a la autoconstrucción de la personalidad de un hombre con demasiados demonios personales y crisis existenciales royéndole las entrañas. En ese sentido, él mismo reconocía a sus íntimos como uno de los rasgos más acusados de su personalidad una nula vocación de felicidad, determinada en parte por la búsqueda compulsiva de una fe bajo la que refugiarse.



Georges Remi pasó la vida entera escondiéndose tras una máscara que había empezado a modelar desde muy joven para huir de una infancia que se le antojaba gris y mediocre, por calificarla con benevolencia, y con demasiados secretos inconfesables, empezando por la condición de hijos naturales de su padre y su tío, gemelos que le inspirarían el dúo de los indistinguibles policías Hernández y Fernández, y sobre los que Hergé fantaseaba que podían ser vástagos no reconocidos del siniestro y lascivo monarca belga Leopoldo II, y continuando por esos posibles abusos sexuales a los que pudo someterle su tío materno Charles que, a tenor de algunas insinuaciones del protagonista, bien es cierto que siempre enigmáticas, han sostenido algunos de sus biógrafos y que explicarían tal vez su obsesión por la noción de pecado que sentía que le perseguía.



No resulta extraño, por tanto, que la orfandad fuese para él un paradigma de la felicidad, parafraseando a Jules Renard, o que entre sus lecturas favoritas se encontrara la obra Sin familia de Hector Malot, donde el pequeño de sólo ocho años Remi (¡oh, casualidad!) empieza descubriendo que los que cree que son su padre y su madre lo recogieron un buen día de la calle (reparen, a este respecto, en el hecho de que Tintín no tiene apellidos ni parientes). Como tampoco son extrañas las prácticas escultistas, primero en las filas de los boy scouts laicos y posteriormente ultrarreligiosos, que le reafirmaran en el valor de la camaradería masculina, la misma que presidía Los tres mosqueteros, su novela de formación preferida, y que se enseñorearía de sus libros, donde el protagonismo de las mujeres, excepción hecha de la caricaturesca Castafiore, cuyo referente fue una de sus abuelas, es más que episódico.



Solo, tan solo como su Tintín, al que le confirió al principio de la serie la única compañía de un perro que llevaba por nombre el apodo de su primer amor juvenil, Milú, Hergé fue poniendo en pie una biografía vicaria que le permitía sepultar los problemas reales (las desavenencias con su hermano, modelo físico para su héroe, o la incapacidad para comunicarse con una madre enfermiza que terminó loca) en la que entraban con demasiada facilidad, siempre que le fascinaran o le trataran con ese afecto cuya falta necesitaba compensar, personajes positivos (como su amigo chino Tchang Tchong-Jen) junto a otros muchos de dudosa y peligrosa reputación (religiosos ultramontanos, o políticos o escritores fascistas, por ejemplo).



Con la elección de esa perspectiva de buscar las trazas de la vida personal en la obra, Peeters trata de comprender sus caídas en el racismo (no le faltaron los toques de antisemitismo, como un eco de aquellos tiempos sombríos en que los judíos fueron el chivo expiatorio más recurrente), la misoginia o el colaboracionismo con los ocupantes nazis, sin ocultar ningún dato que considere sustantivo para el lector, pero al mismo tiempo sin condenar al autor y sin ceder a la celebración de la chismografía, como es tan usual en trabajos anteriores como El mito Hergé, de Maxime Benoit-Jeannin, y en muchas biografías de estos tiempos (ni siquiera cuando se sorprende, sin apenas detenerse en tan escabroso asunto, del gran número de pedófilos que había en su círculo íntimo, hasta donde el concepto de intimidad es posible en alguien que decidió, con toda la tenacidad que pudo, ser un enigma y que a menudo hablaba de sí mismo en tercera persona).



De tal modo que, al término de la lectura de este libro, no nos queda tanto la sensación de que hemos asistido al desmantelamiento cruel del parapeto tras el que Hergé se cobijaba, sino ante la posibilidad de releer y disfrutar su obra en posesión de un mayor número de claves, una obra que cuenta con un docena de obras maestras, pero que yo no me atrevería a decir que sea "la mayor historieta europea de todos los tiempos", como afirma Benoît Peeters, recurriendo a un maxi- malismo que se repite hasta la saciedad (su primera mujer advertía a quien quisiera escucharla: "no hagamos de él un Miguel Ángel"), pero sí un modelo de lenguaje y de creación de un elenco de personajes inolvidables acerca de los que Georges Remi, a la manera de Gustave Flaubert, afirmó: "¡Tintín (y todos los demás) soy yo!". Como nos quedan en el imaginario colectivo, lo que no es fácil de conseguir, unos cuantos símbolos de una sorprendente fuerza visual: la lata del cangrejo de las pinzas de oro, de semejante fuerza a la de la sopa de Campbell de Warhol; el fetiche arumbaya o el icónico cohete lunar de cuadrados rojos y blancos.



Y nos queda también un poso para la reflexión, que a mí me parece harto interesante, sobre el que Peeters no se detiene adecuadamente: la cristalización de una línea clara, en feliz denominación comercial del holandés Joost Swarte, que respondería a la voluntad de Hergé por controlar cerebralmente hasta la extenuación su trazo (quizá por eso situó durante mucho tiempo al ilustrador Benjamin Rabier por encima de Rubens o Rembrandt), una línea de una legibilidad extrema y también de una extrema transparencia, con un equilibrio perfecto entre el texto y el dibujo, y entre el drama y el humor, merced a la cual un hombre atribulado nos propone una realidad ilusoria y sin sobresaltos en la que poder habitar sin ser visto... salvo cuando el capitán Haddock pierde la contención debido al alcohol y asoma, levemente, y solo por unos instantes, esa zona de sombras que ningún humano puede encerrar bajo cuatro llaves por más que se haya trazado un plan personal perfecto para la invisibilidad.