Julio Camba. Foto: Archivo
Es casi imposible reseñar a Camba sin preguntarse en qué consiste su estilo, de qué están hechas sus crónicas, a qué fórmula responde su aparente simplicidad, su portentosa eficacia, su alado sentido del humor. Nada de eso puede explicarse satisfactoriamente sin ejemplos; y, puestos a ponerlos, casi vale más copiar una crónica entera de Camba que intentar la glosa o comentario de una amalgama de citas. Sin embargo, alguna clave de por qué el incomparable periodista gallego escribía como escribía podemos encontrar en el prólogo que el profesor Francisco Fuster antepone a las Crónicas de viaje que motivan estas líneas. Julio Camba (1884-1962) empezó a ser quien es cuando se hizo corresponsal en el extranjero; es decir, cuando logró, respecto a sus asuntos, la distancia necesaria para alcanzar ese inconfundible tono suyo de desentendimiento y ternura, de burla entreverada de honda comprensión.Naturalmente, Camba no fue dueño de este estilo desde el primer día, ni los ingredientes del mismo se aplican uniformemente a su producción a lo largo de toda su trayectoria. Y éste es quizá uno de los placeres que depara leer una antología de las crónicas viajeras de Camba: constatar cómo modula su humor según cuál sea el país o ciudad a los que se aplica. Por eso resulta apropiado que una selección como la que nos ocupa incluya un apartado sobre Madrid. En cuanto que escritor de provincias que viene a hacer carrera a la capital, Madrid es también para Camba, en cierto modo, un territorio extraño sobre el que proyectar su mirada; pero ese distanciamiento inicial, que es también una manifestación de una todavía atenuada misantropía, no ilumina el fondo del cuadro; es decir, no logra remontarse sobre el desabrido marco político y social de la España de comienzos de siglo. El Madrid cambiano está hecho de tintas amables impresas sobre un fondo de aguafuerte; y algo de esa amargura subyacente arrastra consigo el autor cuando traslada su mirada a su primera corresponsalía, la lejana y todavía exótica Turquía, inmersa entonces en un proceso revolucionario sobre el que el escritor se hace pocas ilusiones. Sólo en París logra Camba armonizar lo que parecía imposible: el escepticismo hacia la ilusión de libertad con la gozosa vivencia de la misma; y desde esa creencia última en un individualismo de raíz libertaria, definitivamente escorado ya hacia el escepticismo, Camba pasea luego su asombro por un Londres que le parece desolado y triste, o por una Italia en la que, a pesar del subdesarrollo y la pobreza, encuentra un cordial "calorcillo de cocina" más humano y habitable; o por un Berlín que, precisamente por ser el dechado de la civilización industrial europea, resulta enormemente cómico por ofrecer también el entrañable espectáculo del europeo-tipo bajo el disfraz superficial que supone el conjunto de sus fetiches de ciencia y cultura. "El otro día he sorprendido a la criada de mi casa leyendo a Goethe", afirma malévolamente; para concluir que el alemán no lee a los clásicos por placer, sino por disciplina, pero que hay momentos en que, tanto como el Quijote, conforta la lectura de El Heraldo de Madrid...
Restaba a Camba un último deslumbramiento: el de América, que daría lugar a un libro -La ciudad automática- sólo equiparable, por su cualidad visionaria, a las prosas de Viaje de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez o al Poeta en Nueva York de Lorca. Vendría luego la experiencia de la República, a la que el casi siempre ecuánime periodista no supo o no quiso aplicar la generosa mirada distanciada que había dirigido al resto de la humanidad; con sus razones, quizá, porque no cabe duda de que Haciendo de república, el amargo libro que dedicó a la actualidad política de ese periodo, no deja de ser, a su manera, un libro certero, aunque no generoso ni, mucho menos, divertido. Pero aquí Camba no es ya el desentendido viajero del que nació el excelente periodista. Como a otros tantos cosmopolitas del momento, en Madrid le faltó espacio para alzar el vuelo. A partir de entonces, simbólicamente recluido de por vida en un hotel madrileño, no fue sino un fantasma de sí mismo.