Mario Cuenca Sandóval. Foto: Ruiz de Almodóvar
Precedida por una expectación cuya onda expansiva iba tomando forma en las redes sociales, Los hemisferios es la tercera novela de Mario Cuenca Sandoval (Barcelona, 1975) después de las resonantes Boxeo sobre hielo (Berenice, 2007) y El ladrón de morfina (451 Editores, 2010). Coherente con ellas y al mismo tiempo novedosa, esta novela encabeza cada una de sus dos partes con citas de Octavio Paz (acompañado por Arreola y Borges), quien escribió que la analogía, es decir “la ciencia de las correspondencias”, “vuelve habitable al mundo”. No sé si el mundo creado por Los hemisferios es particularmente habitable, pero sí que está hecho de correspondencias, de conductos ocultos entre los dos lados del espejo o de múltiples espejos, que le dan una textura tan insólita como realista. Quiero decir, tan insólita como lo real.Hay un accidente, dos amigos y una mujer deseada, escarificada, muerta (¿en este orden?) y tal vez resucitada por el poder de la memoria, la sugestión, la fe o la magia. Hay dos ciudades, una desdoblada París y Barcelona, sobre las que gravita esta sugerencia del autor en Boxeo sobre hielo: “toda ciudad, ¿no es una máquina de ordenar los fantasmas propios?”. Hay una isla mediterránea, citada, como otras geografías, según su código de aeropuerto (IBZ); hay también una isla volcánica expandiendo su mancha negra por Europa (revenant definitiva, nada ajena al centro de esta novela). Y hay una doble trama, al principio un thriller sin pistas y después una historia de vampiros sin gótico. Y presidiéndolo todo, está el cine, el gran vampirizador del siglo XX. O como escribe Sandoval, su gran enfermedad.
Si una reseña consistiera en proponer nuestro propio final cut, yo diría que la segunda mitad del libro necesita una poda, o que algunos de los nombres escogidos para personajes (Dante), drogas (danteína) o lugares (Nihilburgo), resultan demasiado obvios, incluso admitiendo el componente deliberadamente juguetón de su elección. Mezquindades, la verdad, frente a la prosa ductilísima de Sandoval, capaz de narrar o evocar o saltar hacia el pensamiento con una naturalidad densa, que agradecemos particularmente los lectores de narrativa americana. Y pienso en DeLillo, porque la primera parte de Los hemisferios nos obliga a leer como conspiranoicos, teólogos o tecnólogos.
Uno de los hilos conductores de Los hemisferios es el tópico cinéfilo consistente en contrastar Vértigo de Alfred Hitchcock con Ordet de Dreyer: por un lado, la pasión obsesiva en choque con los límites de lo posible; por el otro, la fe inconmovible, kierkegaardiana, en la repetición.
Afortunadamente, la arquitectura que Sandoval levanta en torno a este binomio no es unívoca: aquí se cruzan referencias a Tony Scott (el vampirismo vampirizado por el sfumato ochentero), al Tarkovski de Solaris y Stalker, o a Brian de Palma. Y si la primera parte sigue con cierta puntillosidad el modelo hitchcockiano, incluyendo citas extensas de Eugenio Trías, la segunda (supuestamente tocada de dreyerismo, y habría que preguntarse si Vampyr no está presente también) es más porosa, sin miedo a remedar Los pájaros (apoteosis catónica para Camile Paglia) o a comparar la expedición que narra con una “espiral” perfectamente musicable por Bernard Herrmann.
A un lado y a otro del espejo, Sandoval nos propone un juego que me recuerda a Mulholland Drive de David Lynch (y me parece oportuno citar esa película, aunque sólo sea por lo que tiene de giro en torno a Vértigo): se agitan los dados, y las mismas figuras adoptan relaciones, identidades y significados distintos. La tentación mutante y absolutamente pertinente es leer ese juego desde la teoría de cuerdas o la física cuántica, y bien está así. Pero, ¿y si estuviéramos ante un sueño, como Chris Marker sostenía sobre la segunda mitad de Vértigo? ¿O ante un pliegue de la memoria? ¿O ante un viaje provocado por esa droga naranja alineada por una tarjeta de crédito cuyo golpeteo recuerda “las teclas de una máquina de escribir”? En fin: la escritura proporcionando otro relato. No exactamente su doble, sino su reconfiguración y expansión.
Suficientemente romántica al identificar el temple de la naturaleza con el del espíritu; suficientemente posmoderna para acoger a Deleuze; delilliana al hablar de la “sobrerrepresentación”, el lenguaje o la pornografía; mítica y cinematográfica, arrebatada y calculada, finisecular como lo fue el ocultismo o lo es esa tecnología que sueña servir “a algo más grande que el hombre”, Los hemisferios es muy ambiciosa y está a la altura de su ambición.