Miedo me da mi amigo Fernando Aramburu con su nueva novela, Ávidas pretensiones. En primer lugar, por atreverse a escribir una sátira en esta áspera España donde predomina una concepción penitencial de la literatura: si no cuesta esfuerzo terminar un libro, será porque no vale nada. Y si encima te ríes, ya has pecado: estás perdiendo el tiempo en lugar de invertirlo en perfeccionar tu espíritu; más te valdría leer un ladrillo histórico, para aprender de paso algo sobre los egipcios o sobre la Edad Media. El humor resulta sospechoso. Y con razón, porque pone al descubierto lo que preferiríamos no mirar. Los satíricos son severos moralistas que censuran nuestras costumbres y nuestra forma de vida. La sátira trabaja provocando un desorden: saca de quicio la realidad y así nos permite conocerla mejor, igual que conocemos mejor a alguien cuando le hemos visto perder los papeles o la paciencia. El orden establecido hace bien en protegerse del humor, porque siempre es un llamamiento a la insurrección. Y al orden literario establecido nada le asusta tanto como un autor que haga reír. Con mayor motivo, si es a su costa, como en el caso de Aramburu, que dirige su sátira al mundillo literario.

En segundo lugar, miedo me da Aramburu porque sospecho que le habrá salido una astracanada. Antonio Orejudo, cuando escribió una novela de campus universitario, comprobó que nuestra realidad no permite humor inglés, al estilo de David Lodge, por ejemplo: se queda sin remedio en el astracán más disparatado. La culpa no es de Orejudo y Aramburu, que tienen un sentido del humor muy afilado: somos nosotros los que no damos para más. Cualquiera que conozca la universidad española o el mundillo literario sabe que sólo el disparate chabacano puede hacerle justicia. Más que al grupo de Bloomsbury, aquí los escritores somos clavaditos a Bienvenido Mr. Marshall, todos esperando el Cervantes o el Nobel que le dan a otro. Aramburu, con quien he viajado en un autobús lleno de plumíferos entonando cantos regionales, nos conoce a todos demasiado bien y, aunque Fernando es piadoso y poco amigo de hacer sangre, es tan buen escritor que será inevitable que nos parezcamos. ¿A quién le agrada eso?

Se conoce que la Contrarreforma barrió la primavera erasmista y el humor alegre de Cervantes o de Lázaro de Tormes, y ahora ya todos somos hijos del triste malhumor, el exabrupto y la sal gorda de don Francisco de Quevedo. En esta tierra, al que se pone a escribir una sátira, le sale sin querer un astracán; los libros de viajes acaban dando un Cela que se ríe de los lisiados por los pueblos de la Alcarria; si nos ponemos a hacernos los ingleses, nos sale Javier Marías; y si hacemos experimentos, nos sale un bocadillo de Nocilla.

Miedo me da Aramburu, por último, porque quizá sea medio luterano de tanto vivir en Alemania, puede que hasta erasmista, y por tanto capaz de hacernos volver a casa, a aquel humor español compasivo y crítico, diáfano pero complejo, con buena puntería para dar donde duele pero no hace daño, sino que hace pensar.

Miedo me da Aramburu, digo, porque, como lo haya conseguido, no se lo vamos a perdonar. Aquí al que acierta se le tira al pilón.