Image: Cixí, la emperatriz

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Cixí, la emperatriz

Jung Chang publica la biografía de una de las mujeres más poderosas y transgresoras, la concubina que creó la China moderna

1 abril, 2014 02:00

Jung Chang (yibin, 1955) publica Cixí, la emperatriz. La concubina que creó la China moderna (Editorial Taurus), en la que cuenta el astuto y valiente manejo de la política por parte de Cixí, mientras traslada al lector a los rincones de su espléndido Palacio de Verano y al harén de la Ciudad Prohibida de Pekín y describe con todo lujo de detalles un mundo, mezcla de tradición y modernidad.

A los dieciséis años, Cixí fue elegida una de las numerosas concubinas del emperador. Pasó entonces a vivir en la Ciudad Prohibida de Pekín, rodeada de eunucos -de uno de los cuales se enamoraría más tarde, con consecuencias trágicas-, y su astucia le permitió no sólo sobrevivir en la corte sino también escalar posiciones hasta convertirse, tras el nacimiento de su hijo, en segunda consorte. Cuando el emperador murió en 1861, el hijo de ambos, de cinco años, le sucedió en el trono, y Cixí puso en marcha un golpe de Estado contra los regentes propuestos por su marido y tomó así el mando de China. La emperatriz viuda transformó un imperio medieval dándole los atributos de un Estado moderno: industria, ferrocarril, electricidad y un ejército provisto de lo último en armamento. Abolió castigos tan horribles como la muerte por mil cortes, puso fin al tradicional vendado de pies y dio los primeros pasos hacia la liberación de la mujer.

Aquí puede leer el primer capítulo de Cixí, la emperatriz (Editorial Taurus).

1. Concubina de un emperador

(1835-1856)

En la primavera de 1852, en una de las selecciones periódicas que se hacían en toda la nación en busca de consortes imperiales, una niña de 16 años llamó la atención del emperador, que la escogió como concubina. El emperador chino tenía derecho a contar con una emperatriz y todas las concubinas que quisiera. En el registro judicial se la inscribió simplemente como "la mujer de la familia Nala", sin nombre propio. Los nombres femeninos se consideraban demasiado insignificantes para ser anotados. Sin embargo, diez años después, esa niña, cuyo nombre tal vez no se conozca jamás , había logrado abrirse camino hasta gobernar China, y durante decenios -hasta su muerte, en 1908- tendría en sus manos el destino de casi un tercio de la población mundial. Era la emperatriz viuda Cixí (que también se escribe Tzu Hsi), un nombre honorífico que significa "bondadosa y alegre".

Procedía de una de las familias manchúes más antiguas e ilustres. Los manchúes eran un pueblo originario de Manchuria, al otro lado de la Gran Muralla, en el nordeste. En 1644, en China, la dinastía Ming fue derrocada por una rebelión campesina, y el último emperador Ming se ahorcó de un árbol en el jardín posterior de su palacio. Los manchúes aprovecharon la oportunidad para entrar por la Gran Muralla. Derrotaron a los rebeldes, ocuparon toda China y establecieron una nueva dinastía llamada Gran Qing, la "gran pureza". Después de adueñarse de la capital Ming, Pekín, los manchúes, victoriosos, construyeron un imperio que acabaría siendo tres veces mayor que el de los Ming, con un territorio que en su apogeo abarcaba 13 millones de kilómetros cuadrados; hoy China tiene 9,6 millones.

Los conquistadores manchúes, mucho menos numerosos que los nativos de China -los han- en una proporción aproximada de 100 a 1, impusieron su dominio empleando medios brutales. Obligaron a los hombres han a adoptar el peinado de los vencedores como máximo símbolo de sumisión. Los han solían dejarse el cabello largo y peinarlo en un moño, mientras que los manchúes se afeitaban un anillo exterior y dejaban crecer la parte central, que sujetaban en una larga cola de caballo. Cualquiera que se negara a llevarla era ejecutado de forma sumarísima. En la capital, los conquistadores expulsaron a los han de la Ciudad Interior a la Exterior, y construyeron muros y puertas para separar a los dos grupos étnicos . La represión se suavizó con los años, y los han acabaron teniendo una vida no peor que la de los manchúes. La animosidad étnica disminuyó, si bien los mejores trabajos siempre estuvieron reservados para los manchúes. Los matrimonios mixtos estaban prohibidos, y eso, en una sociedad centrada en la familia, significaba una escasa relación social entre los dos grupos. Sin embargo, los manchúes adoptaron muchos elementos de la cultura y el sistema político de los han, y la administración del imperio, que se extendía hasta todos los rincones del país como un pulpo gigantesco, estaba mayoritariamente en manos de funcionarios han, escogidos de entre los más cultos por los Exámenes Imperiales tradicionales, cuya base eran los clásicos de Confucio. Los propios emperadores manchúes se educaban en el confucianismo, y algunos de ellos llegaron a ser especialistas más importantes que los mayores estudiosos han. En resumen, los manchúes se consideraban chinos y, al hablar de su imperio, lo llamaban "chino", "China" o "Qing".

La familia gobernante, los Aisin-Gioros, produjo una sucesión de emperadores preparados y trabajadores que eran monarcas absolutos y tomaban todas las decisiones importantes en persona. Ni siquiera disponían de un primer ministro, sino solo de un equipo de ayudantes, el Gran Consejo. Los emperadores se levantaban al amanecer para leer informes, celebrar reuniones, recibir a funcionarios y emitir decretos. Estudiaban los informes de toda China en cuanto llegaban, y no era frecuente que se tardara más de unos cuantos días en resolver los asuntos. La sede del trono era la Ciudad Prohibida, quizá el mayor palacio imperial del mundo, un complejo rectangular que abarcaba un área de 720.000 metros cuadrados, con un foso de dimensiones proporcionales. Estaba rodeado por un majestuoso muro de unos diez metros de alto y casi nueve metros de grueso en la base, con una magnífica puerta en cada lado y una espléndida torre de vigilancia en cada esquina. Casi todos los edificios del complejo tenían azulejos esmaltados en un tono de amarillo reservado para la corte. Cuando lucía el sol, los grandes tejados eran una llamarada de color oro.

Un barrio al oeste de la Ciudad Prohibida constituía un centro para recibir el carbón que se transportaba a la capital. Llevado desde las minas al oeste de Pekín, llegaba en caravanas de mulas y camellos adornados de campanillas. Se decía que entraban en Pekín alrededor de 5.000 camellos cada día. Las caravanas hacían una pausa en aquel centro, y los guardias compraban en tiendas cuyos nombres aparecían bordados en pancartas llenas de colorido o estampados en oro sobre placas lacadas. Las calles no estaban asfaltadas, y la tierra, blanda y polvorienta en tiempo seco, se convertía en un río de fango después de un aguacero. Había un hedor constante procedente de un sistema de alcantarillado tan anticuado como la propia ciudad. Los desechos se arrojaban en las cunetas, sin más, donde quedaban a disposición de los perros y las aves carroñeras. Después de comer, grandes cantidades de buitres y cuervos volaban hasta la Ciudad Prohibida y se posaban en sus tejados dorados, ennegreciéndolos.

Lejos del bullicio se encontraba un entramado de callejones estrechos y tranquilos denominados hu-tong. Allí es donde, el décimo día del décimo mes lunar de 1835, nació la futura emperatriz viuda de China, Cixí. En esa zona, las casas eran espaciosas, con patios pulcros, minuciosamente limpios y ordenados, en agudo contraste con las calles sucias y caóticas. Las habitaciones principales disponían de puertas y ventanas orientadas al sur para absorber el sol, mientras que el lado norte estaba amurallado para protegerse de las tormentas de arena que barrían con frecuencia la ciudad. Los tejados estaban cubiertos de tejas grises. Los colores de los tejados seguían un código estricto: amarillo para los palacios reales, verde para los príncipes y gris para todos los demás.

La familia de Cixí llevaba generaciones trabajando para el gobierno. Su padre, Huizheng, fue secretario y después jefe de sección del Ministerio de Funcionarios. La familia vivía bien; tuvo una niñez despreocupada. Como era manchú, no tuvo que vendarse los pies, una costumbre han que torturó a sus mujeres durante un milenio y que consistía en machacar los pies de las niñas con vendajes muy apretados para impedir que crecieran demasiado. Los manchúes sí compartían la mayoría de las demás costumbres de los han, como la separación entre hombres y mujeres. Al pertenecer a una familia instruida, Cixí aprendió a leer y escribir algo de chino, a dibujar, a jugar al ajedrez, a bordar y confeccionar vestidos… todo lo que se consideraba deseable en una joven. Era una alumna despierta y enérgica y adquirió una amplia variedad de intereses. En años posteriores, cuando la emperatriz viuda tuviera el deber ceremonial, en determinada fecha, de cortar el patrón para hacerse un vestido -como símbolo de feminidad-, desempeñaría la tarea con una competencia enorme.

Su educación no incluyó aprender la lengua manchú, que nunca habló ni escribió (cuando gobernaba China, tuvo que dictar una orden para que los informes escritos en manchú se tradujeran al chino antes de enseñárselos). Después de estar inmersos en la cultura china desde hacía 200 años, la mayoría de los manchúes no hablaban su lengua original, pese a que era la lengua oficial de la dinastía y varios emperadores habían intentado preservarla. El conocimiento que tenía Cixí del chino escrito era rudimentario, y se puede decir que era "semianalfabeta". Pero eso no significa que no fuera inteligente. La lengua china es increíblemente difícil. Es el único gran sistema lingüístico del mundo que no tiene alfabeto, y está compuesto por numerosos caracteres muy complicados -ideogramas- que es necesario memorizar uno a uno y que, además, no guardan relación alguna con los sonidos. En tiempos de Cixí, los textos escritos estaban completamente separados de la forma hablada, de modo que una persona no podía limitarse a escribir lo que decía o lo que pensaba. Por lo tanto, para considerarse "instruidos", los alumnos debían pasar aproximadamente diez años, en su etapa formativa, absorbiendo las obras clásicas de Confucio, de variedad y estilo muy limitados. Menos del 1 por ciento de la población sabía leer o escribir mínimamente.

Cixí compensaba su falta de educación académica con su inteligencia intuitiva, que le gustaba emplear desde muy joven. En 1843, cuando tenía siete años, el imperio acababa de terminar su primera guerra contra Occidente, la Guerra del Opio, desatada por Gran Bretaña en respuesta a las medidas de Pekín contra el tráfico ilegal de opio que llevaban a cabo mercaderes británicos. China fue derrotada y tuvo que pagar una cuantiosa indemnización. Desesperado por obtener fondos, el emperador Daoguang (padre del futuro marido de Cixí) retuvo los tradicionales regalos para las novias de sus hijos -collares de oro con corales y perlas- y prohibió que se celebraran grandes banquetes para celebrar sus nupcias. Las festividades de Año Nuevo y los cumpleaños se moderaron e incluso se anularon, y las concubinas reales menos importantes tuvieron que completar sus limitadas asignaciones con la venta de sus bordados en el mercado, que se encargaban a los eunucos. El propio emperador hacía inspecciones sorpresa de los armarios de sus concubinas para comprobar si escondían ropas extravagantes en contra de lo que él había ordenado. Como parte de un decidido empeño en acabar con los robos a manos de funcionarios, se emprendió una investigación de las arcas del Estado que reveló que habían desaparecido más de nueve millones de taeles de plata. Furioso, el emperador ordenó que todos los custodios e inspectores de las reservas de plata durante los 44 años anteriores pagaran unas multas para compensar la pérdida, fueran o no culpables. El bisabuelo de Cixí había sido uno de los custodios, y se le asignó una multa de 43.200 taeles, una suma gigantesca, al lado de la cual su sueldo de funcionario había sido una minucia. Dado que había fallecido hacía mucho tiempo, su hijo, el abuelo de Cixí, tuvo que pagar la mitad de esa suma, a pesar de que trabajaba en el Ministerio de Castigos y no tenía nada que ver con el Tesoro. Después de tres años de inútiles esfuerzos para recaudar el dinero, no consiguió entregar más que 1.800 taeles, y un edicto del emperador le mandó a prisión, donde permaneció hasta que su hijo, el padre de Cixí, pudo pagar el resto.

La vida familiar sufrió un vuelco. Cixí, que tenía 11 años, tuvo que trabajar como costurera para ganar dinero extra, algo que recordaría toda su vida y de lo que hablaría más tarde con sus damas de compañía en la corte. Como era la mayor de cinco hijos, dos niñas y tres niños, su padre le explicó la situación, y ella supo estar a la altura. Sus ideas eran muy pensadas y prácticas: qué posesiones vender, qué objetos de valor empeñar, a quién pedir préstamos y cómo pedírselos. Al final, la familia reunió el 60 por ciento de la suma, suficiente para sacar a su abuelo de la cárcel. La ayuda de la joven Cixí para resolver el problema se convirtió en una historia legendaria en la familia, y su padre le hizo el máximo elogio posible: "¡Esta hija mía parece más un hijo!".

Al ser tratada como un hijo, Cixí podía hablar con su padre de cosas que solían estar fuera del alcance de las mujeres. Era inevitable que sus conversaciones se refirieran a asuntos oficiales y de Estado, lo cual inspiró en Cixí un interés que duró toda su vida. El hecho de que su padre la consultara e hiciera caso de sus opiniones le permitió adquirir confianza en sí misma y no aceptar jamás la idea habitual de que el cerebro de la mujer era inferior al del hombre. Aquella crisis contribuyó también a inspirar su futuro método de gobierno. Después de probar la amargura del castigo arbitrario, en el futuro se esforzaría en ser justa con sus funcionarios.

Como el padre de Cixí, Huizheng, había recaudado una suma considerable de dinero para pagar la multa, en 1849 el emperador le recompensó nombrándole gobernador de una vasta región de Mongolia. Ese verano fue allí con su familia y se estableció en Hohhot, en la actualidad la capital de la región de Mongolia Interior. Por primera vez, Cixí salió de la abigarrada Pekín, atravesó la semirruinosa Gran Muralla y recorrió una carretera pedregosa que llevaba hasta las estepas mongolas, donde las praderas ininterrumpidas se extendían hasta un horizonte muy lejano. Durante toda su vida, Cixí sentiría pasión por el aire fresco y los espacios ilimitados.

En su nuevo puesto de gobernador, el padre de Cixí era responsable de recaudar los impuestos, y, siguiendo la inveterada costumbre, exprimía a la población local para compensar las pérdidas familiares. Se daba por descontado que debía hacerlo. Estaba previsto que los funcionarios, que estaban mal remunerados, completaran sus ingresos con todos los extras que pudieran arrancar -"dentro de lo razonable"- a la población. Cixí creció sabiendo que este tipo de corrupción era una forma de vida.

En febrero de 1850, meses después de que la familia se asentara en Mongolia, el emperador Daoguang murió, y le sucedió su hijo, el emperador Xianfeng. El nuevo emperador, de 19 años, había nacido de forma prematura y siempre tuvo mala salud. Tenía un rostro delgado y ojos melancólicos, además de una cojera, consecuencia de una caída del caballo en una de las partidas de caza que eran obligatorias para los príncipes. Como el emperador recibía el nombre de "Dragón", los chismosos de Pekín le apodaron El Dragón Cojo.

Después de su coronación se emprendió una campaña de búsqueda de cónyuges para él en todo el imperio (tenía ya una consorte, una concubina). Las candidatas, adolescentes, debían ser manchúes o mongolas; las han estaban excluidas. Sus familias debían ser de cierta categoría, y estaban obligadas por ley a inscribirlas en cuanto llegaban a la pubertad.

Cixí estaba en la lista y en esos días, como otras jóvenes de toda China, viajó a Pekín. Se instaló en la vieja casa familiar y esperó al momento en el que estaba previsto que todas las candidatas desfilaran delante del emperador. Después de que escogiera, regalarían algunas chicas a los príncipes y otros miembros de la familia real para que fueran sus consortes. Las que no fueran escogidas podrían volver a casa y casarse con otra persona. La inspección estaba prevista en la Ciudad Prohibida para marzo de 1852.

El procedimiento para realizar el examen se había transmitido de generación en generación. En la víspera de la fecha fijada, las candidatas llegaban al palacio en carros tirados por mulas -los "taxis" de la época- contratados por las familias y pagados por la corte. Los carros eran una especie de baúl con dos ruedas, cubiertos de bambú o ratán tejido, empapado en aceite de tung para impermeabilizarlo contra la lluvia y la nieve. Por encima llevaban cortinas de color azul brillante y, en el interior, colchones y cojines de fieltro y algodón. Esos carros eran el medio de transporte habitual incluso para las familias de los príncipes, aunque en esos casos el interior estaba forrado de piel o raso, según la estación, y el exterior mostraba los símbolos del rango de su propietario. Años después, al ver uno de esos vehículos que pasaba en silencio y desaparecía en la oscuridad, Somerset Maugham reflexionó:

Uno se pregunta quién es ese que va dentro, sentado con las piernas cruzadas. Tal vez es un sabio… que se dirige a visitar a un amigo con quien va a intercambiar elaborados cumplidos y a hablar de la época dorada de Tang y Sung, que no puede volver; tal vez es una joven cantante, cubierta de espléndida seda y un abrigo con ricos bordados, con jade en el cabello negro, invitada a una fiesta para que cante una cancioncilla y tenga conversaciones elegantes con jóvenes cultos y capaces de valorar el ingenio.

El carro que, según Maugham, parecía llevar "todo el misterio de Oriente", era increíblemente incómodo, porque sus ruedas de madera iban fijadas con alambre y clavos, sin ningún muelle. El ocupante iba dando tumbos por los caminos de tierra y piedras, golpeándose contra las paredes. Era especialmente difícil para los europeos, que no estaban acostumbrados a sentarse sin asiento con las piernas cruzadas. El abuelo de las hermanas Mitford, Algernon Freeman-Mitford, que pronto sería agregado en la Legación británica de Pekín, observó: "Después de diez horas en un carro chino, un hombre sirve para poco más que para ser vendido en una tienda de un ropavejero".

Con paso tranquilo, los carros de las candidatas convergieron ante la puerta posterior de la Ciudad Real, el recinto que rodeaba la Ciudad Prohibida. Dado que esta última era enorme, la zona exterior, gigantesca, estaba rodeada también por unos anchos muros de color rojo, bajo tejas esmaltadas del mismo color amarillo real. En ella se albergaban templos, despachos, almacenes y talleres, con caballos, camellos y asnos que iban y venían prestando servicios a la corte. Aquel día, al atardecer, todas las actividades se detuvieron y se dejó espacio para que pasaran los carros que transportaban a las candidatas, que entraron en la Ciudad Real en un orden fijado previamente. Después de pasar por la colina artificial de Jingshan y cruzar el foso, llegaron ante la puerta norte de la Ciudad Prohibida, la Puerta de la Proeza Divina, coronada por un imponente y adornado tejado de dos niveles.

Era la entrada posterior de la Ciudad Prohibida. La puerta delantera, que daba al sur, estaba reservada a los hombres. En realidad, lo estaba toda la parte delantera, que era la principal. Construida para las ceremonias oficiales, estaba formada por unos salones grandiosos y unos jardines con suelo de piedra inmensos y vacíos, y con una ausencia de lo más llamativa: las plantas. No había prácticamente vegetación. Era una decisión deliberada, porque se pensaba que las plantas transmitían una idea de suavidad que podía disminuir el sobrecogimiento que debía inspirar el emperador, el Hijo del Cielo, de un "Cielo" que constituía el dios supremo, místico y amorfo, al que adoraban los chinos. Las mujeres tenían que permanecer en el corazón de la parte posterior de la Ciudad Prohibida, el hou-gong, o harén, en el que no se permitía la entrada de ningún hombre más que del emperador y de los eunucos, que ascendían a muchos centenares.

Las aspirantes a formar parte del harén se detuvieron ante la puerta posterior para pasar allí la noche. Bajo las torres de la entrada, los carros se estacionaron en un enorme terreno pavimentado mientras anochecía, iluminados por unas linternas que proyectaban tenues círculos de luz. Las candidatas iban a pasar la noche recogidas en sus carros, a la espera de que abrieran la puerta al alba. Entonces saldrían y, dirigidas por los eunucos, caminarían hasta el salón, donde las examinaría el emperador. De pie ante Su Majestad, varias en fila, estaban exentas de tener que hacer la obligatoria reverencia: arrodillarse y colocar la frente en el suelo. El emperador necesitaba verlas con claridad.

Aparte del apellido familiar, un criterio clave era el "carácter". Las candidatas debían demostrar dignidad y educación, elegancia además de amabilidad y modestia, y debían saber comportarse en la corte. El aspecto era secundario, pero tenía que ser agradable. Para mostrarse tal como eran, las candidatas no podían llevar ropa con mucho colorido: los vestidos debían ser sencillos, con un simple bordado en los dobladillos. Los vestidos manchúes solían estar muy decorados. Colgaban de los hombros hasta el suelo y quedaban mejor si se llevaban con la espalda recta. Los zapatos de las mujeres manchúes, delicadamente bordados, tenían un tacón en el centro de la suela, de incluso hasta 14 centímetros de alto, que las obligaba a estar muy rectas. Sobre el cabello llevaban un tocado con una forma entre una corona y una torre de vigilancia, decorado con joyas y flores cuando la ocasión lo exigía. En esos casos, hacía falta mantener el cuello tieso para sostenerlo.

Cixí no era una gran belleza, pero tenía aplomo. Aunque era baja, ligeramente por encima del metro y medio, parecía mucho más alta gracias al vestido, los zapatos y el tocado. Se sentaba recta y se movía con elegancia, incluso cuando caminaba deprisa, sobre lo que algunos llamaban "zancos". Tenía la suerte de contar con una piel magnífica y unas manos delicadas, que, incluso en la vejez, siguieron siendo tan suaves como las de una niña. La artista estadounidense que la pintó años después, Katharine Carl, describía así sus rasgos: "Una nariz alta […] un labio superior de gran firmeza, una boca grande pero bella con labios rojos y ágiles que, cuando se abrían y mostraban sus dientes blancos y sólidos, otorgaban un encanto especial a su sonrisa; una barbilla enérgica, pero no demasiado, y sin señales de obstinación". Su rasgo más llamativo eran sus ojos, brillantes y expresivos, como observaban muchos. En años posteriores, durante las audiencias, dirigía su mirada más convincente a los funcionarios cuando, de pronto, sus ojos relucían con temible autoridad. El futuro primer presidente de China, el general Yuan Shikai, que había trabajado a su servicio y tenía reputación de fiero, confesó que lo único que le perturbaba era la mirada de Cixí: "No sé por qué, pero empezaba a sudar. Me ponía muy nervioso".

Aquel día, sus ojos transmitieron los mensajes adecuados, y el emperador Xianfeng se dio cuenta. Indicó su preferencia, y los funcionarios de la corte retuvieron la tarjeta de identificación de la joven. Al quedar entre las seleccionadas, se vio sometida a más pruebas y pasó una noche en la Ciudad Prohibida. Al final resultó escogida, junto a otras jóvenes, de entre cientos de candidatas. No hay duda de que aquel era el futuro que deseaba. A Cixí le interesaba la política y no tenía ningún príncipe azul que aguardara su vuelta. La segregación entre hombres y mujeres impedía cualquier relación amorosa, y la amenaza de castigo severo para cualquier familia que comprometiera a su hija sin que antes el emperador la hubiera rechazado significaba que sus padres no habían podido arreglarle ningún matrimonio. Aunque, una vez aceptada en la corte, Cixí vería poco a su familia, estaba estipulado oficialmente que los padres ancianos de las consortes reales podían obtener un permiso especial para visitar a sus hijas e incluso alojarse durante meses en las casas de invitados situadas en un rincón de la Ciudad Prohibida.

Se fijó una fecha para la incorporación de Cixí a su nuevo hogar: el 26 de junio de 1852, después de que terminaran oficialmente los dos años obligatorios de luto por el difunto emperador Daoguang. Para señalarla, el nuevo emperador visitó el mausoleo de su padre, al oeste de Pekín. Durante todo ese periodo, había tenido que abstenerse de practicar el sexo. Al llegar a palacio, Cixí recibió el nombre de Lan, al parecer derivado de su apellido, Nala, a veces escrito Nalan. Lan quería decir además magnolia u orquídea. Era habitual ponerle a una niña un nombre de flor. A Cixí no le gustaba su nombre y, en cuanto se encontró en situación de poder pedir un favor al emperador, hizo que se lo cambiaran.

El harén en el que entró aquel día de verano era un mundo de patios amurallados y largos y estrechos callejones. A diferencia de la parte frontal reservada a los hombres, la zona no tenía mucha grandiosidad, pero sí muchos árboles, flores y rocallas. La emperatriz ocupaba un palacio, y cada una de las concubinas tenía una pequeña suite. Las habitaciones estaban decoradas con seda bordada, muebles tallados y adornos enjoyados, pero se permitían escasas muestras de personalidad individual. El harén, como toda la Ciudad Prohibida, se regía por normas estrictas. Los objetos exactos que podían tener las jóvenes en sus habitaciones, la cantidad y calidad de los tejidos de sus vestimentas y los tipos de alimentos que consumían cada día se determinaban meticulosamente con arreglo a su rango. En cuestión de comida, una emperatriz tenía una ración diaria de 13 kilos de carne, 1 pollo, 1 pato, 10 paquetes de té, 12 frascos de agua especial de las colinas del Manantial de Jade y cantidades específicas de hortalizas, cereales, especias y otros ingredientes . Su ración diaria incluía asimismo la leche de no menos de 25 vacas (a diferencia de la mayoría de los han, los manchúes bebían leche y comían productos lácteos).

Cixí no fue nombrada emperatriz. Era una concubina, y de baja categoría. Había ocho niveles en la jerarquía de cónyuges imperiales, y Cixí estaba en el sexto y, por lo tanto, en el grupo inferior (del sexto al octavo). En su situación, Cixí no poseía ninguna vaca privada y no tenía derecho más que a tres kilos de carne al día. Disponía de cuatro doncellas personales, mientras que la emperatriz tenía diez, además de numerosos eunucos.

La nueva emperatriz, una joven llamada Zhen, que significaba "castidad", había llegado a la corte a la vez que Cixí. Había empezado también como concubina, pero tenía un rango más alto, el quinto. Sin embargo, cuatro meses después, antes de que terminara el año, había ascendido a la categoría superior, la de emperatriz. No por su belleza, porque la emperatriz Zhen era bastante corriente. Además tenía mala condición física, y los chismosos que habían apodado a su marido El Dragón Cojo la llamaron a ella El Frágil Fénix (el fénix era el símbolo de la emperatriz). Pero poseía la cualidad que más se valoraba en una emperatriz: la personalidad y la habilidad necesarias para llevarse bien con las demás consortes y dirigirlas, así como a los criados. El principal papel de la emperatriz consistía en administrar el harén, y la emperatriz Zhen lo desempeñaba a la perfección. Bajo su dirección, el harén se libró por completo de las maledicencias y mezquindades endémicas de dichos lugares.

No existen pruebas de que Cixí fuera favorecida como concubina por su marido. En la Ciudad Prohibida, la vida sexual del emperador quedaba anotada con toda diligencia. Escogía a su pareja para cada noche escribiendo su nombre en una tablilla de bambú que le presentaba el eunuco jefe durante la cena, que solía ingerir a solas. Tenía dos dormitorios, uno con espejos en todas las paredes y el otro con biombos de seda. Las camas estaban cubiertas con cortinas también de seda, de las que colgaban bolsas de olor. Cuando el emperador entraba en una de las dos habitaciones, se bajaban las cortinas de las dos camas, parece que por motivos de seguridad, para que ni siquiera los criados más próximos supieran con certeza en qué lecho estaba. Las normas de la corte prohibían que el emperador durmiera en las camas de sus mujeres. Ellas iban a la de él, y se decía que la escogida llegaba transportada por un eunuco, desnuda y envuelta en seda. Después del sexo, la mujer se iba: no estaba autorizada a quedarse toda la noche.

A El Dragón Cojo le encantaba el sexo. Se conocen más historias sobre sus actividades sexuales que sobre ningún otro emperador Qing. Sus concubinas pronto llegaron a 19, algunas ascendidas de entre las criadas de palacio, que también se seleccionaban en toda China, en general entre familias manchúes de clase baja. También le llevaban mujeres ajenas a la corte. Se rumoreaba que en su mayoría eran famosas prostitutas han que tenían los pies vendados, algo por lo que, al parecer, sentía debilidad. Como la Ciudad Prohibida se regía por normas estrictas, decían que las introducían a escondidas en el Viejo Palacio de Verano, el Yuan-ming-yuan, o Jardín del Perfecto Brillo, un gigantesco recinto ajardinado a unos ocho kilómetros al oeste de Pekín. Allí, las reglas eran más relajadas, y el emperador tenía más libertad para sus aventuras sexuales.

Durante casi dos años, el emperador, con gran actividad -casi frenesí- sexual, no mostró ninguna preferencia especial por Cixí. La dejó en la categoría 6 mientras ascendía a otras inferiores a su mismo nivel. Había algo en ella que no le gustaba. Y parece que la adolescente, deseosa de agradar a su marido, cometió el error de intentar compartir sus preocupaciones.

El emperador Xianfeng hacía frente a unos problemas inmensos. En cuanto subió al trono, en 1850, estalló la mayor revuelta campesina de la historia de China, la rebelión Taiping, en la provincia de Guangxi, en la costa meridional. La hambruna en la región empujó a decenas de miles de campesinos a un último recurso desesperado, la rebelión armada, a pesar de que corrían peligro de sufrir horribles consecuencias. Para sus líderes, el castigo señalado era el ling-chi, la "muerte de los mil cortes", que consistía en rebanar al condenado pedazo a pedazo a la vista de todos. Pero eso no detuvo a los campesinos, que se enfrentaban a una lenta muerte por hambre, y el ejército rebelde de Taiping pronto sumó cientos de miles de soldados. A finales de marzo de 1853 había invadido la vieja capital del sur, Nankín, para instaurar un Estado rival, el Reino Celestial de Taiping. El día que recibió la noticia, el emperador Xianfeng lloró delante de sus funcionarios.

Y ese no era el único problema del emperador. En la mayoría de las 18 provincias comprendidas dentro de la Gran Muralla se habían producido también revueltas. Se habían destruido incontables aldeas, pueblos y ciudades. El imperio vivía tal situación de caos que el emperador se vio obligado a hacer pública una declaración de Disculpa Imperial en 1852. La Disculpa Imperial era el máximo acto de contrición de un monarca ante la nación.

Fue justo entonces cuando Cixí llegó a la corte. Los problemas de su marido se hacían sentir incluso en las profundidades de la Ciudad Prohibida. Las reservas de plata del Estado cayeron a un mínimo histórico de 290.000 taeles. Para ayudar a pagar los salarios de sus soldados, el emperador Xianfeng sacó dinero del presupuesto doméstico de la casa real, hasta no dejar, al final, más que 41.000 taeles, apenas suficientes para cubrir los gastos diarios. Se fundieron los tesoros de la Ciudad Prohibida, incluidas tres campanas gigantes de oro puro. Y envió a sus consortes una serie de advertencias, escritas de su puño y letra:

Nada de grandes aros ni pendientes de jade.

No más de dos flores enjoyadas para el cabello, y cualquiera que lleve tres será castigada.

No más de un cun (aproximadamente 2,5 centímetros) de elevación en los zapatos, y cualquiera cuyo calzado tenga más de 1,5 cun será castigada.

Los desastres del imperio afectaron también de manera directa a la familia de Cixí, con la que seguía manteniendo contacto. Antes de que llegara a la corte, habían trasladado a su padre a la provincia de Anhui, en la zona centro-oriental, cerca de Shanghái, y le habían nombrado gobernador de una región que abarcaba 28 condados, con sede en Wuhú, una próspera ciudad a orillas del Yangtsé. Pero era un territorio próximo al campo de batalla de Taiping, y un año después su padre tuvo que huir cuando los rebeldes atacaron la ciudad. Ante el terror que le producía la ira del emperador -que había mandado decapitar a algunos funcionarios que habían dejado su puesto- y exhausto tras la huida, Huizheng enfermó y murió en el verano de 1853.

La muerte de su padre, con quien tenía una estrecha relación, animó a Cixí a pensar que debía hacer algo para ayudar al imperio y a su marido. Al parecer, intentó hacerle alguna sugerencia sobre cómo hacer frente a las revueltas. Como procedía de una familia en la que sus opiniones se valoraban y se tenían en cuenta, pensó que Xianfeng también lo haría. Pero lo único que consiguió fue irritarle. La corte Qing, de acuerdo con la antigua tradición china, prohibía estrictamente que las consortes reales se inmiscuyeran en los asuntos de Estado. El emperador Xianfeng le dijo a la emperatriz Zhen que se ocupara de Cixí y empleó palabras despectivas para calificar sus consejos: dijo que era "taimada y artera". Cixí había infringido una norma básica y corría peligro de ser condenada a muerte . Más tarde corrió la historia de que el emperador entregó a la emperatriz Zhen un edicto privado y le dijo que temía que Cixí tratara de inmiscuirse en los asuntos de Estado después de su muerte, por lo que, en tal caso, la emperatriz Zhen debía mostrar el edicto a los príncipes para que la "exterminasen". A la hora de la verdad, o eso se dijo, la emperatriz Zhen mostró el documento letal a Cixí tras la muerte de su esposo y después lo quemó.

La emperatriz Zhen era una mujer valiente, y sus contemporáneos elogiaban también su bondad. Cuando el emperador estaba enfadado con una concubina, ella hacía siempre de mediadora. En esta ocasión, parece, intervino en favor de Cixí. Y es muy posible que su argumento fuera que lo único que pretendía Cixí -quizá con demasiado ahínco- era expresar su amor y su preocupación por Su Majestad. En aquel momento de máxima vulnerabilidad para Cixí, la emperatriz Zhen la protegió y, con ello, sentó las bases de la devoción que Cixí sentiría toda su vida por ella, unos sentimientos que eran mutuos. Cixí nunca fue traicionera en su relación con Zhen. Aunque debía de disgustarle su propia posición en los escalones inferiores de la jerarquía de las consortes, mientras que Zhen se había convertido en emperatriz, Cixí nunca hizo nada en su contra. Ni sus peores enemigos podían acusarla de conspirar. Si había celos, que en la situación de Cixí debían de ser inevitables, los mantuvo controlados y no dejó nunca que envenenaran su relación. Cixí no era mezquina, sino sabia y prudente. De modo que, en lugar de considerarse rivales, las dos mujeres se hicieron buenas amigas, y la emperatriz empezó a llamar a Cixí en privado "hermana pequeña". En realidad, era un año más joven que Cixí, pero la expresión indicaba su posición superior.

Es muy posible que la emperatriz Zhen contribuyera de forma esencial a convencer al emperador para que en 1854 ascendiera a Cixí del nivel 6 al 5 y, de esa forma, la sacara del grupo inferior. Para acompañar el ascenso, el emperador le dio un nombre nuevo, muy pensado, Yi, que significa "ejemplar". Un edicto especial de puño y letra del emperador, escrito con tinta roja, que indicaba la autoridad del monarca, anunció públicamente el nuevo nombre de Cixí, además de su ascenso. Se celebró una ceremonia para otorgarle oficialmente el honor, durante la cual los eunucos del Departamento de Música de la corte interpretaron composiciones de felicitación.

A Cixí, todo este episodio le enseñó que, para sobrevivir en la corte, debía mantener la boca cerrada sobre los asuntos de Estado. Le resultó difícil, porque veía que la dinastía estaba en dificultades. Los rebeldes de Taiping, victoriosos, no solo consolidaron sus bases en el sur de China, sino que estaban enviando expediciones militares con el objetivo de atacar Pekín. Cixí pensaba que tenía ideas útiles, y, de hecho, los rebeldes de Taiping fueron derrotados años después, bajo su mando. Pero no podía decir una sola palabra, y con su marido solo podía hablar de otros intereses ajenos a la política, como la música y el arte. El emperador Xianfeng era un hombre artístico. Las pinturas que había realizado en sus años de adolescente (figuras, paisajes y caballos de ojos seductores) eran de una calidad notable. Cixí también sabía dibujar. Cuando era niña diseñaba bordados, y sus pinturas y su caligrafía alcanzarían su plenitud más adelante. Por ahora, eran cosas de las que al menos podía hablar con su marido. La ópera los unió todavía más. El emperador Xianfeng no solo adoraba asistir a la ópera, sino que componía melodías, escribía letras y dirigía representaciones. Incluso se maquillaba y participaba en funciones. Deseoso de mejorar su oficio, llamaba a actores para que enseñaran a sus eunucos mientras él miraba y aprendía al mismo tiempo. Sus instrumentos preferidos eran la flauta y el tambor, que tocaba bien. En cuanto a Cixí, su amor constante por la ópera contribuiría posteriormente a hacer de este género una forma artística más sofisticada.

El 27 de abril de 1856, Cixí dio a luz a un hijo. Este acontecimiento cambiaría su destino.