Bernardo Atxaga. Foto: Araba Press.
Para Bernardo Atxaga, la forma es una cuestión secundaria. “El punto cero de la narración es una sucesión de elementos.
La elección del género no es más que una cuestión de organización”. Por eso su mezcla es uno de los rasgos distintivos de su literatura, “como también lo es en el
Quijote”, como también lo era en su obra maestra
Obabakoak (1988) y como vuelve a serlo en
Días de Nevada, que acaba de publicar con Alfaguara tras cinco años de silencio. En esta ocasión, el punto de partida para la narración es su estancia en Reno (Nevada, EEUU) durante el curso 2007-2008 como “escritor invitado” de su universidad, acompañado de su mujer y sus dos hijas.
La experiencia americana de Atxaga fue una carambola: “Es imposible que a mí me den una beca porque estoy fuera de los circuitos académicos, pero el profesor que debía ir se puso muy enfermo y la administración vasca a última hora me propuso a mí como alternativa”. En todo el tiempo que pasó en Reno, su única obligación fue escribir. “Me sentí absolutamente libre.
Lo que más disfruté fue no tener compromisos familiares en Navidades y lo aprovechamos para viajar a San Francisco los cuatro”, recuerda el autor de
Siete casas en Francia (2009) y
El hijo del acordeonista (2004).
La vida cotidiana, la idosincrasia y el paisaje del lejano oeste americano son los elementos que plantaron la semilla de este relato poliédrico a partir de las notas que tomó entonces el escritor. Su narrador es Bernardo Atxaga, pero no del todo.
Realidad y ficción se mezclan en 140 fragmentos que combinan la observación, la experiencia, el comentario de la actualidad, los sueños y la memoria de la infancia y la juventud. De este modo,
Días de Nevada tiene una doble vertiente: es un viaje exterior, hacia una tierra ajena, e interior, hacia el pasado del autor. La activación de la memoria a partir de un detalle del presente se produce en Atxaga de manera espontánea: “No creo en el forzamiento de la mente. Debe trabajar sola, sin buscar el efectismo”, explica.
Cuando se opta por una fórmula híbrida, el mayor problema consiste en de dotar de unidad al conjunto, asegura el autor. En
Días de Nevada la aporta
“una base poética de elementos” que vertebran la narración. El primero y más importante, según Atxaga, es “el emblema o la imagen que queda de alguien después de su muerte”, un tema sobre el que reflexiona a partir de la biografía de sus padres, de una esquela del periódico o de la historia de
Paulino Uzcudun, boxeador vasco que recaló en Nevada en los años 20 del siglo XX. De hecho, la conexión entre aquella parte de Estados Unidos y el País Vasco es mucho mayor de lo que cabría pensar, ya que
muchos vascos emigraron allí desde el siglo XVI. La propia esposa de Atxaga, Asun Garikano, ha escrito dos libros sobre el tema:
Far Westeko Euskal Herria (El País Vasco del Lejano Oeste) y
Kaliforniakoak (Los de California).
Un far west no tan lejano
Pero más allá de esta relación, aquella tierra es para Atxaga un lugar familiar porque todos la tenemos en nuestro imaginario. “Cuando hablamos del Oeste americano, hablamos de indios, de vaqueros, de caballos salvajes, de canciones de Elvis sonando en los casinos. Todo eso lo conocemos de sobra aquí, y también su política.
Estamos muy cerca de ese mundo. Por eso es tan fácil la relación del Oeste con mi paisaje personal”, explica el autor. Además, el desierto, amenazador y peligroso, es un personaje más del libro y provoca en Atxaga una fascinación que ya estaba presente en su primer libro de poemas,
Etiopía (1978).
“El Oeste es la región más importante de Estados Unidos, más que Nueva York incluso, porque
es el centro de la epopeya americana”, explica, aunque ahora se está revisando ese relato heroico. “Los mormones, los indios y los chinos americanos están empezando a pedir cuentas por cómo se les trató en los primeros tiempos tras la fundación del país. De hecho,
la revisión del pasado es un tema nuclear de nuestra vida hoy que vale para todos”, advierte el escritor, y recuerda que la
Chinese Exclusion Act de 1882, “firmada incluso por los socialistas”, otorgó a los chinos un rango “subhumano” y prohibió su inmigración en el país durante décadas.
Otro “elemento poético” constante en el libro es
“la irrupción del monstruo” y, a partir de él, la reflexión en torno a la compasión y la justicia. Como una premonición, la segunda noche en Reno, la familia ve
King Kong en televisión. Seis meses después, se produce el secuestro de una chica a pocos metros de su casa, desatando la angustia y el miedo en el vecindario. Atxaga conectó ambos hechos “como si se hubiera producido una rima”.
Un país amistoso y peligroso
A pesar de este y otros sucesos, el escritor tuvo la sensación de que Estados Unidos es un país seguro porque “la policía es muy profesional, amable e implacable a la vez”. Tienen muy asimilado el cumplimiento estricto de la ley.
“Si un político cometiera allí una infracción grave de tráfico, al día siguiente saldría esposado en todas las portadas”. No hacen falta nombres propios para distinguir el paralelismo con la actualidad española...
Pero bajo esta seguridad aparente, “se respira un elemento peligroso en el aire. Es algo escondido”. No ves a nadie beber, fumar o pegar a nadie por la calle, explica, pero en cualquier momento, como un fogonazo, los “monstruos” vuelven a aparecer: dos chicos entran a una fiesta y matan a tiros a otros tres, un suceso que también recoge en el libro y que en España seguramente no pasaría de “una trifulca y algunos dientes rotos.
En nuestra sociedad no hay tanta violencia oculta”.
Estados Unidos, ese país de enormes contrastes. Con la misma nitidez que la violencia soterrada, Atxaga respiró
la bondad de la gente. “Los estadounidenses son por lo general muy amistosos y francos y siempre están dispuestos a ayudar a los desconocidos”, apunta el escritor.
Al Capone, Marilyn Monroe, las serpientes de cascabel, helicópteros, soldados muertos en la Guerra de Irak, la policía,
los mítines de Obama y Hillary Clinton, a los que era invitado cuando se disputaban el liderazgo del Partido Demócrata, además de los mencionados indios, cowboys y caballos salvajes, son el resto de los elementos que parecen en el libro. “Ninguno aparece solo una vez, todos se desarrollan formando secuencias entrelazadas a lo largo de la narración”. Fuera se han quedado unas 40 piezas, confiesa el escritor. Algunas de ellas, porque no tenían la entidad suficiente como para constituir un elemento. Otras, por ser demasiado largas. Todas ellas han llenado el cajón del autor con la anotación “eginkizun” (“por hacer”). Una de ellas, de 80 páginas, se titula
Luces en la cabeza de Julián, trata de la diabetes y será probablemente, junto a una semblanza de Lawrence de Arabia, el próximo texto al que dará forma el autor.
El futuro del euskera
Bernardo Atxaga es el mayor exponente internacional de la literatura contemporánea en euskera. Miembro de la Academia de la Lengua Vasca desde 2006, considera que la obligación de los escritores en euskera es contribuir a la riqueza del idioma con “textos muy personales, con poesía y narratividad”. En cuanto a la salud de la lengua, cita al marroquí Abdelfattah Kilito: “La lengua, al revés que el jabón, cuanto más se usa, más crece”. En ese sentido,
la lengua vasca vive un buen momento gracias al empeño de las instituciones políticas, que han impulsado su uso,
“pero como todo lo minoritario, siempre está a punto de caer en crisis”. Una crisis motivada por el imperio lingüístico del inglés que no sufrirá el español, pero sí el francés - “que ahora empieza a defender el panlatinismo, cuando toda la vida le ha dado asco a los franceses todo lo que no fuera el francés”. Atxaga también vaticina, a causa de esa hegemonía del inglés, la desaparición del sueco y del holandés, “a menos que sus hablantes demuestren la voluntad de mantenerlos vivos”.