Tren abarrotado de viajeros en La India

Traducción de Francisco J. Ramos Mena. Debate. Barcelona, 2014. 608 páginas, 23'90 euros.

En Israel, las familias de los judíos ultraortodoxos tienen un promedio de casi siete hijos, no siendo raras las que rozan los dos dígitos. Los palestinos no van a la zaga y exhiben tasas de fertilidad de hasta más de seis nacimientos por mujer. El objetivo es el mismo: superar numéricamente al enemigo. Mientras los pueblos rivales se apiñan en un trozo de tierra abarrotada, el medio ambiente se degrada. El exceso de fertilizantes ha convertido el río Jordán en una cloaca, los pesticidas han diezmado la fauna y la urbanización desatada devora el escaso espacio cultivable.



La Palestina histórica que asiste a esta demencial guerra demográfica es el escenario en el que arranca La cuenta atrás, de Alan Weisman (Minneapolis, 1947) un microcosmos que refleja la realidad global que busca retratar y denunciar. Con esta obra, su autor, un galardonado periodista estadounidense, ofrece un complemento a su anterior superventas, El mundo sin nosotros, en el que imaginaba qué ocurriría si la especie humana fuese borrada de la faz del planeta. Con destreza imaginativa mostraba la ciudad de Nueva York ganada por los bosques, la atmósfera depurándose gradualmente, las especies amenazadas volviendo por sus fueros, y el único legado duradero del primate que una vez dominó la Tierra: los residuos radiactivos y los resistentes azulejos de los baños. Un experimento mental dirigido a enseñar cuánto costará al ecosistema recuperarse del daño infligido por la civilización industrial, su notable poder de curación y la belleza edénica de la naturaleza prístina.



Ahora Weisman se ha propuesto enseñarnos un mundo saturado de gente que ha excedido de lejos su "capacidad de carga". No necesita imaginar demasiado; la humanidad podría pasar de los 7.000 millones actuales a 15.800 a finales de siglo, cantidades muy por encima de los 2.000 millones de personas que marca el tope máximo que algunos expertos estiman sostenible. De entrada, el ensayista se inscribe sin complejos en el linaje de dos grandes alarmistas, el clérigo anglicano Thomas Malthus y el ecólogo estadounidense Paul Erlich. El primero advirtió en el siglo XIX de la pobreza inevitablemente asociada al aumento de la población; el segundo alertó en su obra La explosión demográfica (1968) de las hambrunas inminentes que causaría el crecimiento de la natalidad mundial. Medio siglo más tarde, Weisman vuelve a agitar la visión de un planeta agobiado por sus habitantes, en un contexto agravado por el cambio climático.



Un tema central recorre La cuenta atrás: la necesidad imperiosa de frenar el boom demográfico. Para convencernos de la gravedad de la situación, Weisman ha viajado por el globo entrevistando a decenas de expertos en recursos hídricos, alimentos, biología y salud. Aplicando los mejores recursos del reportaje periodístico, ilustra problemáticas complejas a través de situaciones concretas vividas por las personas. Así lo hace al tocar la política del hijo único impuesta en China en 1979. La draconiana medida le ahorró al país unas 400 millones de bocas más que alimentar, si bien al precio de generar corrupción, abortos y esterilización forzosa, desequilibrio de la ratio por sexo, etc. Pese a todo, dicha política ha calado en los jóvenes chinos, a tenor del apoyo expresado por muchos de sus entrevistados.



Otro capítulo lo dedica al debate de la comisión nombrada por Pablo VI para revisar la política de la Iglesia en natalidad. Recuerda que la mayoría de sus miembros se mostraba dispuesta a aceptar la contracepción, hasta que la tenaz oposición de la minoría conservadora liderada por el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, consiguió mantener el rechazo tradicional, refrendado por el Papa en la encíclica Humanae Vitae. A este episodio se contrapone lo ocurrido en confesiones como la mormona, que pasó de prescribir la poligamia a aceptar los anticonceptivos; o en el Irán de los ayatollahs, en donde, en una demostración de flexibilidad doctrinal, se decretó que Islam y control de la natalidad no están reñidos. Con el visto bueno religioso, el programa voluntario de planificación familiar de más éxito de la historia según Weisman, logró reducir la prole media de una familia iraní de ocho a menos de dos hijos.



Otra parada de su gira ha sido Pakistán, en donde la degradación social corre paralela a una fecundidad desmadrada que le convertirá en 2030 en el país musulmán más poblado, con casi 270 millones de habitantes. Luego ha recalado en Filipinas, cuyo hacinamiento favorece que los hombres sean el principal rubro exportable. Y en el Sahel, con sus costumbres beduinas que incitan a formar familias numerosas que no se podrán alimentar. Y en el menguante Japón, sumido en la experiencia inédita de transitar a una población más pequeña con mayor proporción de ancianos.



En todas estas historias bien narradas hay un subtema recurrente: el rol estratégico de las mujeres. Tan pronto se hacen con el control de su cuerpo, el número de nacimientos cae en picado, incluso en la península donde tiene asiento el Vaticano. Y todas ellas conducen machaconamente a la misma conclusión: hay que limitar la población. Urge reducir su crecimiento por debajo del nivel de reposición, aunque sin recurrir a métodos totalitarios, matiza el autor. Puede que las catastróficas previsiones de Erlich fallaran a corto plazo, admite, para añadir enseguida que la humanidad solo ha ganado tiempo, como dijo Norman Borlaug, el padre de la Revolución Verde. Y concluye que la amenaza sigue cerniéndose sobre nuestros hijos y nietos.



El ensayista concede que su alarma no es compartida por quienes sostienen que la "bomba demográfica" se está desactivando. Los escépticos aducen la caída constante de la tasa global de fertilidad, que de casi cinco partos por mujer en 1965 ha descendido a 2,4, muy próxima a la tasa de reemplazo. Además, en todas partes se aprueban leyes de salud reproductiva y las mujeres gestionan mejor su poder procreador. Pero en su opinión estos datos positivos no justifican el optimismo.



Él mismo reconoce que la dimensión demográfica es sólo parte del problema; la otra es un modelo económico basado en la expansión, el consumismo desenfrenado y la depredación de recursos. Poco ayudaría al medio ambiente un descenso de la población a 2.000 millones si mantienen el tren de despilfarro. Será mucho más sencillo estabilizar la población que implantar el "crecimiento cero" postulado por los economistas. Una frase de Erlich expresa gráficamente la dificultad: "No existen condones para el consumo". Ante la enormidad del reto, Weisman cree más práctico cambiar los hábitos de procreación.



No andamos escasos de demografía apocalíptica últimamente, sea para justificar las pensiones privadas o -como en La cuenta atrás- para defender el ecosistema y un mayor poder femenino; sin embargo, "demografía no significa destino", apunta el matemático Joel Cohen. Weisman cita especies que por su inercia reproductiva se extinguieron, pero olvida que el Homo sapiens se distingue de los seres que pululan sobre la Tierra por su prodigiosa creatividad y su capacidad para reinventarse al borde del abismo. Una objeción que no disminuye los méritos de este contundente alegato contra la superpoblación.