“No escribo para que me lean, sino para que interpreten”, aclaró Lacan, cuando le acusaron de hermetismo. António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) se mueve en el mismo terreno. Su prosa no es asequible y clara, sino profunda y poética. Su intención es reproducir el torrente de ideas y sensaciones que llamamos conciencia. La mente humana no es una secuencia ordenada. La razón y la lógica son construcciones a posteriori. La literatura se queda en la superficie, si no se inmiscuye en los meandros de la memoria y la percepción. Lobo Antunes se aventura en lo más intrincado, pues su experiencia como psiquiatra ha desempeñado un papel determinante en su estilo. Sobre los ríos que van es una obra radical, pues se interna en la infancia, la raíz del yo y -casi siempre- la matriz de la escritura. Una intervención quirúrgica obliga a Lobo Antunes a permanecer dos semanas en un hospital. Durante ese tiempo, el malestar físico y la confusión mental inducida por un cóctel de analgésicos y sedantes se combinan para rescatar fragmentos de su infancia e insertarlos en un presente abocado a una extinción cada vez menos lejana.
En ese compás de espera, emerge “el olor de la mermelada”, “las macetas en cada peldaño de la escalera”, “los insectos en la enredadera”. Lobo Antunes habla del “pájaro de su miedo”. Ese pájaro es la memoria volando desde la niñez a la muerte, desde el castaño plantado cerca de la terraza de sus abuelos hasta el frío de las sábanas del hospital, cuyo tacto evoca el sudario de los difuntos. El deseo aparece muy pronto. Mientras su padre juega al tenis en “el hotel de los ingleses”, una pelota rueda hasta la piscina. Al recogerla, Lobo Antunes descubre a una extranjera rubia, secándose al sol, y experimenta una excitación desconocida. El deseo se revela como una piedra que arde en el pecho. Siente vergüenza, timidez y la impaciencia de crecer, pero sólo es un niño “pequeño, delgado y sumiso”, al que aún lavan en la tinaja de la cocina, con una desnudez inofensiva frente a una criada. La enfermedad restablece ese estado asexual, pues su cuerpo sólo es la carne de un anciano. Las enfermeras que le lavan las nalgas no le contemplan como a un hombre, sino como a un paciente.
Lobo Antunes realiza un viaje por su infancia y los primeros años de la adolescencia, con sus desilusiones y desengaños. Descubre la imperfección de sus padres, las deficiencias del mundo, los límites del saber, las incógnitas que nunca se resuelven. “Las personas permanecen un misterio”, escribe Antunes, con deliberada ambigüedad, pues el misterio no está en pertenecer a la especie humana, sino en permanecer, durar, estar, ser. El mundo es un lugar hostil y no es posible escapar a sus estragos, pero la memoria nunca se cansa de huir. Es una huida hacia la niñez, cuando la felicidad consistía en refugiarse entre las piernas de tu madre para “oírla cantar”, mientras preparaba la máquina de coser. Sobre los ríos que van no es una simple lectura, sino una experiencia o, más exactamente, una vivencia llena de ternura y melancolía. La infancia es la única patria que reconocen nuestras emociones más elementales.
Lobo Antunes ha logrado un texto de enorme fuerza lírica que trasciende lo estrictamente biográfico. Al bucear en su niñez, se despersonaliza para que otros puedan acomodarse en sus palabras y sentir que el hecho estético desdibuja la diferencia entre el yo y el nosotros. No sé si le concederán el Nobel algún día, pero Lobo Antunes es uno de los grandes escritores portugueses de todos los tiempos. Pienso que se reconocería en la reflexión de su compatriota Miguel Torga: “lo que se dice poca o ninguna importancia tiene, pero el decirlo es un comienzo de fraternidad y de esperanza”.