Franco, junto al autor del ¡Viva la muerte! que da título al libro, Millán Astray.

No hay presencia más viva en España que la muerte: una tradición que, como la sangre, nos recorre, conformándonos. Desde esta perspectiva habría de entenderse (hasta cierto punto) el temible "¡Viva la muerte!" de Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca; o el "¡qué bonito es morir!", de Pedro García Suárez, en su libro Legión, 1936, manifestaciones, ambas, que más allá de la brutalidad de su contexto, representan tan solo el escandaloso botón de una creencia imperecedera: que la vida es, sin más, un lastimoso prólogo de la muerte.



Esta atracción morbosa por el final, por el último trance, ha llevado al historiador y filósofo Rafael Núñez Florencio y a la filóloga Elena Núñez González a indagar en la tradición española de lo macabro a lo largo de los siglos. El libro que ahora publican (¡Viva la muerte!, Marcial Pons) arranca con el antecitado alarido de muerte lanzado por la muerte misma, puesto que así, como una oscurísima presencia del más allá, lucía el fiero legionario Astray a los ojos de quienes lo vieron aquel día en Salamanca, cronistas que lo describen con la fascinación -mezcla de atracción y de repulsa- de quien está obligado a ver y comprender lo inexplicable: "Tuerto como Polifemo, diríase que espiritado su ojo izquierdo por lo muy abierto y renegrido. Debajo del párpado le cruza el pómulo un terrible costurón. El otro ojo no es sino una cuenca hueca y oculta con un parche negro [...] Unos puntiagudos colmillos y unos incisivos mellados y amarillentos, perdidos en su oscura sonrisa y entre dos grandes orejas de perdiguero, le dan un aspecto entre goyesco y solanesco".



Es decir, la muerte: la muerte en carne viva. La figura del legionario jefe, que casi levita sobre sus enfervorecidos seguidores, que lo jalean, era el punto de arranque perfecto para un viaje por los meandros de lo macabro: "Millán Astray nos lo dio hecho -explica Núñez Florencio-. Daba más miedo que un muerto, verdaderamente. Fue inevitable, al empezar el libro, acudir a su figura y preguntarnos: ¿quién quiere gritar en serio, sin que sea un intento de epatar, "viva la muerte"? ¿Qué quiere decir con eso?" A partir de ahí, el libro se fue desenrollando hacia delante y hacia atrás, desde las danzas de la muerte medievales hasta el tremendismo de Camilo José Cela.



Un demente, un jefe bárbaro Millán Astray, sí, pero ante el que aparecía, de frente, otro hombre que, simbolizando lo contrario (la inteligencia, el pensamiento y la reflexión, el poder de la palabra) le daba la mano al tuerto por el lado de lo mortuorio. Pues don Miguel de Unamuno, que aquel día tomaría la palabra a continuación del legionario, era también, a su modo, un hombre emparedado en el sentimiento trágico de la vida, un verdadero ser para la muerte: "Unamuno tomó la forma de intelectual trágico y no se conformó con reflexionar sobre la muerte, sino que le dio un significado más profundo, que se ve sobre todo en su poesía. A Unamuno le gusta describir cómo la muerte se apoderaba de los cuerpos, insistiendo especialmente en los detalles más sanguinolentos, más macabros", comenta el coautor del libro.





José Casado del Alisal, La campana de Huesca, 1880, Museo del Prado, Madrid.



A Unamuno le acompañaban en su necrofilia artística algunos de sus más conspicuos compañeros de generación -Azorín o Baroja, por ejemplo-, de quienes también se recuperan en el libro varios textos oscuros, lapidarios. Y, hacia el pasado, sería suficiente con un repaso somero a sus (nuestros) antepasados, a las danzas macabras de la Edad Media, al Vanitas Vanitatis, al Siglo de Oro, al Greco o a Zurbarán o a los místicos, por citar solo algunos casos. O, más cerca, a Solana, que dejó algunos de los textos más ortodoxamente macabros de todo el siglo; o a Valle, con su visión esperpéntica de la cosa mortal, muy notable, claro, en sus novelas macabras, como La rosa de papel o La cabeza de Bautista, o en sus comedias bárbaras, como Romance de lobos o Águila de blasón; o al citado Cela, con su óptica siempre deformada, tremendista; o a los escritores falangistas, como Rafael García Serrano (La fiel infantería) o Agustín de Foxá, con sus escenas hiperrealistas -e hiperescabrosas- de su Madrid, de corte a checa.



España negra

Lo macabro se estudia aquí atravesando dos caminos. Por un lado, la política, sobre todo en la vertiente fascista, con su mitología de la muerte violenta; y, por otro, la cultura, con su iconología macabra, obsesionada por lo negro y lo sombrío. Además, se investiga una de las traducciones populares de esta tradición, el humor macabro, que llega intacto hasta hoy, con representantes de peso como Gila o, años atrás, como Wenceslao Fernández Flórez, con sus chistes sobre muertos, fosas y fusilamientos.





Antonio Gisbert Pérez, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, c. 1888, Museo del Prado, Madrid.



Si la muerte no nos da un respiro, tampoco deja una esquina de España sin oscurecer con su alargada sombra: Núñez Florencio comenta que fue curioso comprobar con textos, con obras, que no hay diferencia entre norte y sur (entre Galicia y Andalucía, por ejemplo) y que hay muerte no solo en lo que rodea a la etérea Santa Compaña, sino también en las persianas echadas de los corrales andaluces, en donde el propio Azorín, en su viaje por los pueblos españoles, sitúa las casas más tétricas, la presencia más potente de lo mortuorio. "Nuestro trabajo muestra que el tópico de la España alegre es un tópico muy reciente, que lo que realmente está arraigado en nosotros es precisamente lo contrario", explica el historiador.



Azorín, por cierto, tenía su explicación a nuestro fúnebre carácter: "Y esta tristeza, a través de siglos y siglos, en un pueblo pobre, en que los inviernos son crueles, en que apenas se come, en que las casas son desabrigadas, ha ido formando como un sedimentos milenario, como un recio ambiente de dolor, de resignación, de mudo e impasible renunciamiento a las luchas vibrantes de la vida".