Excursión a la filosofía de Edward Hopper

De 'La Odisea' a Kafka, de Enid Blyton a 'Patatita', cientos de libros pueden ser "el" que encienda en el futuro escritor la pasión lectora. Algunos de los más conocidos y respetados hoy nos descubren cuál les hizo en lectores. Ya lo dijo Borges, "uno no es lo que es por lo que escribe sino por lo que ha leído..."

Érase una vez una niña que se llamaba Almudena y que hacía la primera comunión. Su abuelo, Manolo Grandes, le regaló una edición para niños de La Odisea "que leí en primera persona del plural, como si yo misma me jugara la vida con Ulises en cada naufragio. Aquel fue el libro decisivo. A los ocho años descubrí que la literatura estaba hecha de una sustancia afín a mi vida, y ya no pude dejar de leer". Lo mismo sintió, también con La Odisea, Luis Mateo Díaz, aunque para el narrador leonés el clásico marcó también su vida como escritor, al narrar "lo difícil que es para el héroe regresar a casa tras la aventura, uniendo palabra, memoria y acción". Fernández Mallo añora Las Aventuras de Tom Sawyer, que leyó a los 11 años, "ya que fue el descubrimiento de un pasadizo a un lugar de libertad que estaba dentro del libro. Desde entonces, lo asocio a los paraísos perdidos que son recuperados mediante la lectura".



Lectora antes de leer. Cuenta Mercedes Abad que fue lectora "antes de leer", porque su madre le leía cuentos tradicionales y ella los aprendía y se los narraba a sus abuelos después. "Quizá el que más me cautivó -y aterró- fue Pulgarcito, que me hizo temer que mis padres me abandonaran en alguna de las excursiones dominicales al campo". No tan precoz fue Rosa Montero: a los cinco años leyó El gigante egoísta, de Oscar Wilde. Y lo recuerda "porque con ese libro descubrí lo que era la muerte. Ese autor se había muerto, y morirse no era estar en otra habitación, sino no estar ya nunca más en ningún lado. A veces me pregunto si el hecho de que mi descubrimiento de la muerte fuera con un libro, influyó en mi vocación de escritora: el autor no estaba, pero sus palabras seguían ahí...". A los 5 ó 6 años arrancó la pasión lectora de Lorenzo Silva gracias a un cómic inspirado en la vida de Lawrence de Arabia que le regalaron sus padres. "Poco después -destaca- me regalaron Robinson Crusoe, y volvió a cautivarme la peripecia de un náufrago que sobrevivía contra todas las dificultades. Con esos dos libros, antes de los diez años, descubrí que la literatura era la forma que teníamos los seres corrientes de poder vivir vidas extraordinarias. Y hasta hoy".



Los poemas de Espronceda hicieron lectores a Ángela Vallvey y a Luis García Montero. Vallvey los descubrió "en una vieja edición que tenían mis abuelos y que conservo como oro en paño. Se titula Obras poéticas de Espronceda precedidas de la biografía del autor. (Barcelona, 1882). En él aprendí a leer. Con este libro descubrí y me apropié del tesoro de las palabras". García Montero recuerda también un ejemplar, en su caso en tela roja desgastada, de Las mil mejores poesías de la lengua castellana, una antología de José Bergua. "Recuerdo a mi padre leyendo con voz teatral la Canción del pirata de Espronceda. Entro en el relato, navego, busco el viento, rompo el yugo del esclavo. Cuando me identifico con la piel del pirata, me miro en el espejo y descubro mi propio rostro, mi rebeldía. Descubro también un mar sin fondo. Ahí están ya y para siempre las canciones de García Lorca, las novelas de Galdós, los sonetos de Blas Otero, las librerías, las bibliotecas... Vivir con un libro en las manos ha significado para mí aprender la imaginación moral necesaria para comprender el mundo".



Lo cierto es que un libro conduce a otro, en una aventura que llevó a Sergi Pàmies de Verne a Robinson Crusoe y de allí a El gran Meaulnes, de Alain Fournier. "Este libro sí fue decisivo porque tuve que romper la cadencia establecida para releerlo. Y cuando relees un libro por primera vez estás condenado". Algo parecido sintió Antonio Soler, que sólo cuando leyó, a los doce años, a Emilio Salgari, "supe que aquello era una pasión y que nunca mientras pudiese dejaría de leer".



Marcos Giralt Torrente, en cambio, fue muy mal lector infantil, "cosa que preocupaba en mi casa. Sobre los doce años pasé a leer libros no específicamente recomendables para niños. El primero con el que me recuerdo era una edición de 1954 argentina, en Ediciones la Reja, de la Colonia Carcelaria de Kafka. Encontré el volumen en la biblioteca de casa, con la firma adolescente de mi padre en la primera página, y enseguida sentí que nada en las páginas siguientes era ni tan sencillo ni tan disparatado como parecía. Ese fue el comienzo".



Más aventuras adolescentes. Catorce años tenía Carlos Zanón cuando, mientras paseaba por las Ramblas con su novia en un quiosco le llamó la atención un par de títulos. "Me compré el más barato. Pero el título del otro me llamaba de una manera extraña. Le pedí prestado dinero a mi madre y me lo compré: Las flores del mal de Baudelaire. Nada fue igual a partir de ese momento para mí ni como lector ni como adolescente ni como futuro escritor". A Eduardo Lago la memoria le lleva a Miguel Strogoff, en una edición con tiras gráficas, Quintín Durward, de Walter Scott y La policía montada de Canadá, "cuyo autor no recuerdo. Pero el que más me atraía era Doctor Zhivago, en una edición que mi madre guardaba en la mesilla de noche. Recuerdo un jardín con los cristales escarchados a ras de tierra y fuera unas coles heladas de color morado".



En casi todos los casos, es esencial el azar, que hizo que Eloy Tizón se tropezara, a los 16 años, "con un libro deslumbrante que andaba rodando por mi casa: Piedra de sol, de Octavio Paz. Ese largo poema alucinado me abrió una dimensión de nuestro idioma que hasta ese momento desconocía: la intimidad física y emocional de la palabra. Sin ese contacto fortuito, estoy convencido de ello, yo ahora sería otro". También en el caso de Antonio Orejudo, la culpa la tuvo un poema, de César Vallejo: "Este: Lo leí en el libro de texto de literatura de 2° de BUP. No entendí nada, pero provocó en mí una adhesión emocional que jamás había sentido. Recuerdo que pensé: yo quiero hacer algo así".



Más original, Jesús Ferrero sintió la iluminación de la lectura al ver el anuncio de la película Hamlet en un periódico: "El nombre me cautivó y empecé a interesarme por él. Llegué a la literatura a través de un nombre, y durante buena parte de la adolescencia leí sobre todo teatro". La peripecia de Marta Sanz es distinta, pues empezó a escribir antes que a leer. Se quedaba mirando la librería de casa y escogía los más delgaditos. "Me gustaban -dice-los extraños textos de Nerval. Pero sobre todo a los 12 años me encantó El fantasma de Canterville, en el que aprendí que a menudo leemos contra nuestros prejuicios, que leer es indagar bajo de las alfombras y detrás de las paredes".



Lectores de Enid Blyton. Detrás de mucha voracidad lectora están los libros de Enid Blyton. Su Aventura en el valle fue el primer libro completo que leyó Andrés Ibáñez aunque "el que me hizo escritor fue Colmillo blanco, de Jack London, porque fue allí donde descubrí la belleza del estilo, la música de las palabras. En Jack London y en los cuentos de Andersen. Y esa música todavía me acompaña". Del mismo modo, "la primera vez que sentí la necesidad de la lectura -afirma Jorge Carrión- fue con series de libros: Los Hollister, Tintín, Alfred Hitchcock y los tres investigadores, Mortadelo y Filemón, las novelas de Sherlock Holmes y de Poirot. La primera novela para adultos que me impactó fue un best-seller: Daddy, de Loup Durant. Tal vez fue mi adiós a las lecturas como puro entretenimiento". Sergio del Molino reconoce, divertido, que le encantaría presumir de haber leído a Proust con seis años, pero el libro que marcó su destino como lector fue El paso del Noroeste, "que todavía está en casa de mi madre. Firmado por un tal R. J. López, contaba con dibujos y cuentitos muy ingenuos cómo los ingleses exploraron el norte de Canadá. A mis cinco o seis años competía con una edición ilustrada de La isla del tesoro, y me avergüenza confesar que prefería con mucho a los tramperos que a los piratas". La elección de Elvira Navarro -Patatita, de P. Molina (Barco de Vapor)- refleja su juventud. "Tenía seis años y acababa de aprender a leer. Ahí me hice lectora. Y enseguida privilegié leer frente a otras actividades supuestamente más divertidas", subraya. A fin de cuentas, como escribió Cervantes, "el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho."