César Antonio Molina. Foto: Paco Toledo

El escritor, ex ministro de Cultura con Rodríguez Zapatero, analiza la relación entre cultura y poder en su último ensayo, La caza de los intelectuales (Destino).

César Antonio Molina (La Coruña, 1952) ha hecho de sus dos vocaciones -la política y la intelectual- un recto camino hacia idéntico objetivo: la repercusión en la sociedad y, dentro de su seno, en el ciudadano. Poeta, ensayista, crítico literario y narrador; director del Instituto Cervantes, del Círculo de Bellas Artes y ministro de Cultura, Molina representa al humanista ancho, al intelectual preocupado por su entorno, al hombre de cultura en su más amplia acepción. En su último ensayo, La caza de los intelectuales (Destino), el también profesor de la Universidad Carlos III mide su experiencia con la de otros pensadores en altas posiciones políticas, y trata así de comprender por qué fracasaron la mayoría de los que, como él, intentaron, con su sabiduría, ser guía y apoyo de los poderosos.



Pregunta.- ¿Por qué es tan complicada la relación entre el poder y los intelectuales?

Respuesta.- Pues sobre todo por una razón que tiene que ver con la libertad, un bien que hoy nos parece simple pero que ha sido arduo, difícil de conseguir. Los intelectuales, si no los únicos, sí que son una buena infantería en la defensa de la libertad, y por eso muchas veces sus relaciones con quienes tratan de coartarla han sido, y son, complicadas.



P.- ¿Cree, como Francis Bacon, que con el poder se pierde libertad?

R.- Sí, yo creo que cuando uno adquiere poder, lo hace a cambio de entregar gran parte de su libertad a sus conciudadanos.



P.- Además del Ministerio de Cultura, usted ha dirigido distintas instituciones culturales. ¿No es incompatible la vida retirada y reflexiva del hombre de pensamiento con la acción y el pragmatismo del hombre político?

R- Te diría que no siempre. En nuestro país tenemos muchos ejemplos de lo contrario. Se me ocurren varios: Cervantes escribió mucho y tuvo, ciertamente, poca vida retirada; y lo mismo Aldana, que murió luchando; o Garcilaso, a quien le cayó una piedra en pleno asalto... hay muchísimos casos a lo largo de la historia. Montaigne lo explica muy bien, quizás inspirándose en algo que dejó dicho Séneca, cuando escribe que hay gente que necesita la totalidad del silencio y la abstracción y otra gente -entre los que me incluyo- que necesita un poco de acción y otro poco de silencio y con eso es suficiente.



P.- Empieza el libro con un retrato de Cicerón, que perdió la vida por defender los ideales republicanos. ¿Fue el filósofo romano el paradigma de intelectual comprometido con el poder?

R.- Cicerón es uno de ellos, sí, pero hay muchos más, como Sócrates, Seneca... Cicerón tuvo una relación muy interesante con César, que, como hombre culto y formado, lo respetaba, pese sus diferencias.



P.- En la relación de Cicerón con César se ve también, por parte del poderoso, una relación interesada con el intelectual, a quien trata de utilizar por su prestigio. ¿Es una constante entre los políticos este intento de utilización del hombre público de la cultura?

R.- En el caso de César hay también un afecto personal por Cicerón, que es en cierta manera mutuo. Y eso que Cicerón fue el promotor intelectual de su asesinato. Pero, respondiendo a tu pregunta, te diría que sí, que esa utilización ha sido una constante y que también, muchas veces, es culpa de los propios intelectuales, que se prestan a ser cómplices de determinados regímenes. Pienso en Knut Hamsun, en Céline, en Pierre Drieu de la Rochelle, quienes, además de ser verdaderos fanáticos, eran creadores excepcionales. Lo difícil, en estos casos, es ser como Camus, a quien Sartre dice: si usted no defiende ni el socialismo ni el capitalismo, lo que debe hacer es irse a Madagascar. Pues bien, el verdadero intelectual es aquel que, teniéndose que ir a Madagascar, no se va.



P.- Cuando perfilas a Séneca hablas de su incoherencia. ¿El intelectual, a menudo contradictorio, no está incapacitado por esta misma razón para la política?

R.- Puede ser, la verdad. El intelectual tiene -y ha de tener- contradicciones, como cualquier ser humano. Los intelectuales no son perfectos: a veces son héroes o mártires, pero también pueden ser grandes pecadores, o salvajes...



P.- ¿Hace distinción entre intelectuales y artistas? ¿No cree que a veces el arte comprometido da resultados -por lo menos- desiguales?

R.- El intelectual es alguien que piensa, medita, que ha escrito, ha reflexionado y tiene un discurso. A la labor creadora, por tanto, pueden dedicarse intelectuales, pero no necesariamente.



P.- Epicuro dijo: "No se meterá en política el sabio, si no se presenta alguna eventualidad". ¿Fue su caso?

R.- Pues no del todo... Claro, es que Epicuro es una especie de místico: él decía que hay que vivir con lo mínimo, participar en lo mínimo, excluir familia, sexo y no comprometerse con nada más que con la existencia y la reflexión. Yo, cuando decidí meterme en política, pensé que podría hacer algo, que mis ideas y mis saberes podrían servir para algo. Intentarlo, creo, no es pecado, como tampoco lo es equivocarse, si no creas ningún mal a nadie. Yo no estoy arrepentido de haber participado en política. Lo hecho está bien hecho y, para mí, aquel fue un periodo de tiempo muy interesante. Yo lo veo un poco como el tiempo que empleo en escribir un libro, algo con lo que también intento actuar sobre la sociedad de algún modo.



P.- En su caso, fue ministro de un gobierno del PSOE. ¿Cree que hay diferencia, en cuanto a su relación con los intelectuales, entre izquierda y derecha?

R.- Pues esto depende de cada país. Más que el color político, la relación con los intelectuales es una cuestión de respeto hacia la educación y la cultura. Algunos países han entendido, tradicionalmente, que la cultura es esencial, como Francia. Y en Francia da igual derecha que izquierda: es una cuestión de estado. También hay otros países, como Inglaterra, en los que históricamente los intelectuales han tenido un peso, una importancia.