John Banville
He aquí la historia de un amante de Raymond Chandler que también lo era de Vladimir Nabokov. El tipo que lo dejó todo para volar. Imaginen al flamante Premio Príncipe de Asturias de las Letras volando. Literalmente. Cuando apenas tenía 20 años. No era exactamente un azafato de vuelo, pero era algo parecido. El chico de los billetes. Un chico que ya tenía claro a los 12 que algún día sería escritor, pero ¿qué clase de escritor? ¿Uno que escribiese a mano y tardase cientos de días en completar un párrafo, como el bueno y a ratos también atormentado de Flaubert? ¿O uno que fuese capaz de producir un mínimo de 2.000 palabras por día? ¿Qué quería, seguir los pasos del tipo que inventó a Humbert Humbert o los del que se las vio con un detective ingeniosamente canalla que se dedicaba a seducir rubias de ojos negros? ¿Y por qué iba a tener que elegir? ¿Por qué no podía simplemente desdoblarse?El arte es una cosa extraña, dijo en una ocasión el tipo que le sirvió una pinta irlandesa al mismísimo Philip Marlowe (después de atreverse a resucitarlo). Uno puede ajustarse un sombrero y luego otro. Y dejar de ser el tipo que apenas logra completar un párrafo por día, a mano, en uno de esos cuadernos negros que se llevan a menudo a todas partes. Uno puede ajustarse otro sombrero y convertirse en el chico que amaba a Raymond Chandler y disparar novelas de detectives que en realidad son forenses que tanto le deben al humor negro, negrísimo, de la clásica literatura policiaca norteamericana (aquella que cuenta con un tal Sam Spade en sus filas, aquella que también Borges adoraba), como a la intrigante elegancia devastadora de un Sherlock Holmes al que la morfina le trajese sin cuidado, un Sherlock Holmes que prefiriese pasar un solitario rato acodado en la barra del McGonagle a improvisar con el violín, y al que se le diesen mejor los muertos que los vivos. Porque algo así es el grandullón de Garrett Quirke, su propio Marlowe, condenado a convivir, en la mente de su autor de dos cabezas, cabezas que son como un par de mansiones en la campiña en la que habitan personajes de muy distinto calado, con brillantes matemáticos (como el Adam Godley de Los infinitos) y prestigiosos y retirados historiadores del arte (el tal Max de El mar), y hasta con magnates de la prensa que se vuelan la cabeza en su despacho (Muerte en verano). Pero si algo comparten Banville y su Mr. Hyde es la convicción de que escribir es salir a pelear. Cree Banville, a quien ni siquiera le cae bien Black (o que, al menos, presume de no poder convivir con él, de tener que marcharse de casa, si algo así es posible, cuando el otro teclea en su abominable ordenador, y es que su yo Nabokov no soporta las teclas), que el escritor debe «tener el valor de salir a pelear, aunque sepa que va a ser derrotado». Porque Banville, pese a su epatante carrera, pese a sus muchas victorias, incluida la de hoy, está convencido de que, haga lo que haga, el Escritor, ante la Literatura, con mayúsculas, siempre tiene las de perder. Aunque en su caso no sea cierto.