Philip Larkin

Traducción de D. Alou y M. Cohen. Lumen, Barcelona, 2014. 265 pp., 22'90 e. Ebook: 11'89 e.

Cuando un poeta valioso nos entrega la originalidad y la fuerza de sus versos, las teorías en torno a los mismos y los criterios estéticos o generacionales quedan postergados. Aun así, esto no es posible en el caso del poeta británico Philip Larkin (1922-1985). Su claro y amargo afán rupturista frente a otras obras grandes en lengua inglesa, como las de Yeats, Pound o Eliot, ha llevado a agruparlo en el que reconocemos como The movement (El movimiento) y a poner su nombre junto al de otros poetas como Enright o Gunn, pero sobre todo al de Kingsley Amis, el padre de Martin Amis. Aun así, los primeros poemas de Larkin no fueron ajenos a la vigorosa influencia de un autor como Yeats, a una poesía fluida, plástica, en la que tiembla la naturaleza como realidad suprema.



Pero siempre la vida, el mundo interior, se acabó imponiendo en la obra de este raro y excéntrico autor, mordaz y rebelde, solterón y reacio a los vínculos sociales; le llevaron por otros caminos que no sólo le permitieron dar con su propia voz sino proporcionarle -en libros como Las bodas de Pentecostés (1960) o Ventanas altas (1974)- las mieles del éxito editorial. En realidad, esta maduración en dos magníficos libros había sido el resultado de ese viaje que el poeta hace desde sus años de estudiante en Oxford y las exquisiteces de sus círculos intelectuales a la soledad de ser bibliotecario en lugares apartados (Belfast, Hull, donde se detuvo hasta su muerte), y dio por satisfecha su vida, que estuvo sometida a requisitos que dejó claramente expresados: "Me da igual dónde viva: siempre y cuando pueda satisfacer unas pocas y simples necesidades -paz, silencio, no pasar frío- me da igual donde esté". También nos dejó señales de índole ética y estética, que señalaban ese camino suyo tan alejado del de sus primeros maestros: revalorización de la cotidianidad gracias al descubrimiento de la lectura de un autor como Thomas Hardy, sus reservas hacia aspectos de la modernidad o hacia un sentido trascendente de la existencia; aunque a la vez sus poemas teñidos de realismo estarán casi siempre traspasados por un fino sentido metafísico. Debemos señalar la mordacidad y el sentido caricaturesco de algunos de sus poemas ("Posteridad", por ejemplo) en el que ironiza sobre los aspectos eruditos de la literatura, el teorizar en torno a la misma.



En cualquier caso, una influencia tardía como la de Hardy no le libraría de prestar atención -entre ironía e ironíaa los retoños de los árboles, a su "trato con granjeros" o a la llegada de las estaciones; siempre un contrapeso (válido para tantos poetas ingleses) al mundo del hogar, al trabajo rutinario, a la reclusión, los bares y el alcohol. Hay ya grandes poemas en el primero de sus libros, El barco del Norte (1945), los seguirá habiendo en Engaños (1955), ya "cien por cien larkiano", como afirma el traductor Damián Alou en el prólogo a esta edición y, por supuesto, en los contundentes poemas de sus últimos días, donde pensamientos y sentimientos en los límites son ya anunciadores de un final angustioso ("Albada", sobre todo, "Un puente para los vivos" o "Querido Charles, mi musa, dormida o muerta").



Esta pulcra edición de Poesía reunida posee el don de recoger los tres libros esenciales de Larkin (Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas), lo que garantiza al lector la calidad del autor, al tiempo que una coherencia que, como hemos comenzado señalando, proviene de su condición de auténtico poeta, de la revelación de un mundo exclusivamente suyo después, insisto, de la inmediata presencia e influencia de los grandes maestros de la lírica inglesa de la primera mitad del siglo XX.



Cotidianidad, ironía, mordacidad, escepticismo, vacío serán también características de la poesía que luego vendrá y que todavía perdura en Europa, pero Larkin era el portador de unas "raíces" que no le permitieron a sus poemas caer en la simpleza, la extenuación o el realismo hueco. De ahí el que alabemos la labor de los traductores, que han logrado salvar esa fluidez, esa claridad y ese decir directo, que son consustanciales a la voz de este poeta. No se pierde nunca en esta versión el espíritu del texto y ello le proporciona al lector, que ya conozca a Larkin (o al que ahora lo descubra), una satisfacción que no siempre encontramos en las versiones de poesía extranjera. Con esta edición de Larkin se llena otro hueco destacado que protagonizó la poesía en inglés del siglo XX.

Selección de poemas de Philip Larkin

El siguiente por favor

Siempre demasiado impacientes por el futuro, adquirimos

la mala costumbre de la esperanza.

Siempre hay algo que se acerca; cada día

decimos Hasta entonces,

desde un acantilado observamos cómo se aproxima

la ínfima, nítida y centelleante flota de promesas.

¡Qué lenta es! ¡Y cuánto tiempo pierde

evitando darse prisa!

Y ahí nos tiene, sujetando los tristes tallos

de la decepción, pues, aunque nada frustra

cada gran aproximación, con ostentación de bronce,

cada maroma definida,

con su pendón, y el mascarón con sus tetas doradas

arqueándose hacia nosotros, nunca echa el ancla;

en cuanto se hace presente ya es pasado.

Hasta el final

pensamos que la nave se pondrá al pairo y descargará

todo lo bueno en nuestras vidas, todo lo que nos deben

por esperar tanto y con tanto fervor.

Pero nos equivocamos:

Solo un barco nos busca, desconocido,

de velas negras que remolca un silencio

inmenso y sin pájaros. A su estela

ni nacen ni rompen las aguas.



Partida

Un anochecer se acerca

a través de los campos, como nunca se ha visto,

que no enciende ninguna lámpara.

A lo lejos parece de seda, pero

cuando se acerca a las rodillas y al pecho

no trae ningún consuelo.

¿Dónde está el árbol que mantenía unidos

el cielo y la tierra? ¿Qué hay bajo mis manos,

que no puedo sentir?

¿Qué me lastra las manos?



Ventanas altas

Cuando veo una parejita e imagino

que él se la folla y ella toma

píldoras o usa un diafragma,

sé que es ese el paraíso

que todo viejo soñó la vida entera:

ataduras y prejuicios desechados

como una cosechadora obsoleta, y los jóvenes

deslizándose sin límites, ladera abajo,

hacia la felicidad. Me pregunto si

cuarenta años atrás, mirándome, alguien

habrá pensado: Eso es vida;

nada de Dios, ni de sudar de noche

pensando en el infierno, ni de ocultar

lo que opinas del pastor. Ese y sus

amigos se deslizarán, maldita sea,

libres como pájaros. Y de inmediato,

más que en palabras, pienso en ventanas altas:

el cristal donde cabe el sol y, más allá,

el hondo aire azul, que nada muestra,

y no está en ninguna parte, y es interminable.



Hablar en la cama

Hablar en la cama debería ser tan fácil

después de tanto tiempo durmiendo juntos,

emblema de dos personas viviendo con honestidad.

Pero cada vez pasamos más tiempo en silencio.

Fuera, la incompleta desazón del viento

reúne y dispersa nubes por el cielo,

y oscuras poblaciones se apiñan en el horizonte.

A todo eso le somos indiferentes. Nada explica por qué,

a esta singular distancia de la soledad,

cada vez es más difícil encontrar

palabras que sean sinceras y agradables,

o no insinceras y desagradables.