De izquierda a derecha José María Merino, Juan Jaciento Muñoz Rengel, Ricard Ruiz Garzón, Javier Negrete, Emilio Bueso y Rosa Montero.
El trabajo que ha llevado a cabo Ricard Ruiz Garzón (Barcelona, 1973) como editor de la antología distópica Mañana todavía tiene dos virtudes: el conocimiento del panorama español de la ciencia ficción y sus derivas o adyacencias; y, sobre todo, el entusiasmo. En cuanto a lo primero, aunque siempre podremos discutir si alguien sobra o falta (a mí me hubiera gustado ver por ahí a Colectivo Juan de Madre), la nómina de autores convocados es sólida: del perfil comercial al académico, de la nueva generación a los consagrados. Su entusiasmo es aún más reconfortante, por contagioso sin doblez. Por supuesto que el volumen es irregular (hasta cierto punto, una buena antología está llamada a serlo, si aspira a ser diversa y atrevida en sus criterios), pero el nivel medio es correcto literariamente e irreprochable lúdicamente.Pueden detectarse algunas constantes en estos doce relatos, todas ellas recurrentes en el género: la identidad individual como misterio para uno mismo o patrimonio expropiado por el poder; la ambivalencia tecnológica; el sexo como campo de batalla en caso de Apocalipsis; la información, la racionalidad científica y el big data acechando nuestras libertades y emociones; el darwinismo social. La distopía es un género de ideas e ideología, y en Mañana todavía se acumulan perspectivas: Javier Negrete se burla de los excesos del progresismo políticamente correcto ambientando su relato en un instituto de secundaria (un ambiente en que la distopía tiene a bien manifestarse con verdadero entusiasmo en la vida diaria); Juan Manuel Aguilera apunta a las contradicciones europeas de hoy mismo sin ahorrarse provocativas derivas religiosas; Susana Vallejo se marca un relato swiftiano con su dedo señalando la desigualdad y la guetificación. Y si quieren jerarquías, el relato más consistente desde el punto de vista estilístico es el de Emilio Bueso; el más entretenido, el de Rodolfo Martínez. Cumplen los populares Laura Gallego y Félix J. Palma (más sutil él que ella); son solventes pero rozan la decepción Rosa Montero y José María Merino, los dos embajadores en este volumen de una supuesta Literatura Homologada.
Entre los relatos, cabría establecer una clasificación en dos grupos: los que son pesimistas pero se sirven de la esperanza como lejano punto de fuga; y los que son desoladores sin más. Así, en el de Elia Barceló, una hipotética "Revolución del 14" o "Revolución de la Furia" sólo conduce a una realidad aún más perversa que la anterior. Otra posible clasificación: relatos que ven la amenaza en el sistema tecnológico frente a aquellos que la ven en su accidente. Los primeros ganan por goleada, y eso me lleva a pensar en un texto muy sugestivo publicado este año, el aproximadamente distópico Le ParK, de Bruce Bégout (editorial Siberia): allí leemos que "la esencia de la arquitectura es desaparecer, es decir: ser habitada". Tal vez, opuestamente, podría decirse que la esencia de la distopía sea hacer aparecer las peores potencialidades de nuestra arquitectura social, con la voluntad de que ese gesto cancele la posibilidad de habitarlas. Así, la escritura distópica se acabaría revelando como sistemáticamente esperanzada, como una muestra de fe en la narración.