Le gustaba mucho ese episodio del Libro de la vida en que Santa Teresa de Jesús cuenta cómo leía, de niña, a escondidas de su padre. Desprovista ya del rígido retrato franquista, vio en la Santa a esa mujer ventanera que quiso ser siempre ella: una mujer inteligente, curiosa, inquieta, consciente de la necesidad de mirar y de saber para ser libre. Martín Gaite, como tantas mujeres de vocación literaria, vivió en busca de una habitación propia que, en su caso, habría de combatir no solo al marido, sino a toda una generación de hombres con derecho de admisión al Parnaso gris de aquel ecuador de siglo.
Roberta Johnson, de la Universidad de Kansas, cuenta en Un lugar llamado Carmen Martín Gaite (Siruela) que su primer libro, El libro de la fiebre, fue despreciado por crítica, autores e incluso por el que sería, al paso del tiempo, su esposo, Rafael Sánchez Ferlosio. No entendió Ferlosio, como casi nadie entonces, aquel género zambraniano del delirio, de la fiebre como un vehículo propicio hacia el conocimiento. “La experiencia de ser mujeres inteligentes en un mundo sumamente masculino -escribe la profesora Johnson- quizás favoreciera el que buscaran una manera de desprenderse de este mundo, librarse de las restricciones y críticas que este suponía para establecer su ser auténtico”.
Vivió Martín Gaite en un mundo difícil. Cuando nació su hija Marta, “la Torci”, como la llamaban Rafael y ella, su desempeño literario quedó casi interrumpido. Demoró la escritura del imprescindible libro de teoría literaria El cuento de nunca acabar y hubo meses de práctica sequía creativa. “Cuando Marta se duerme a las ocho -escribe en sus cuadernos- estoy tan agotada que no puedo leer ni escribir”. Asunción Carandell, esposa de José Agustín Goytisolo, recuerda un verano en que invitó a la pareja a su finca de Reus. “Carmiña tenía las ideas muy claras: su editor la esperaba en septiembre”, escribe Carandell. Y estaba muy agobiada con el cuidado de la familia, de su marido y de su hija. Así que se levantaba a las seis y escribía hasta que aparecía Marta pidiendo el desayuno; entonces la dedicaba toda su atención. Pasado un rato, ataba a la niña con una cuerda larga a un árbol y seguía trabajando. Su esposo no ayudaba, pues se pasaba el día sumido en largas conversaciones con Goytisolo que comenzaban bien temprano, cuando se presentaba uno en la habitación del otro y, metidos los dos en la cama, hacían el repaso de todo lo escrito el día anterior.
En sus cuadernos -no son diarios, dice, pues los diarios se escriben para uno mismo y son, por tanto, una pasión inútil: “Sentirse personaje de excepción y empezarnos a contar nuestra excepcionalidad es cosa de la juventud”, deja escrito- le da vueltas al hecho de escribir. A la escritura como un oficio hostil, sacrificado y exigente. Por eso se aconseja a sí misma una rutina y dice que no debe perderse en amistades, ni desperdiciar el tiempo. “La soledad -aunque acose, aunque sea mala consejera- no debe ser sustituida por una rutina organizada y por una serie de quehaceres obligatorios, compulsivos”. Y se debate, al mismo tiempo, entre la soledad necesaria para el artista -el cuarto propio- y la búsqueda casi desesperada de interlocutor para sus obras. Sin buenos lectores, nos enseña Martín Gaite, no existe, no puede existir la literatura.
El sueño americano
América tuvo una enorme influencia en la autora de Nubosidad variable y fue, de algún modo, su bendición. Antes de ser reconocida aquí -lo sería más tarde-, en EE UU ya eran conocidos sus libros, algunos generosamente reseñados en suplementos y revistas literarias. The New York Times elogió El cuarto de atrás (1978) y a partir de entonces se empezaron a publicar estudios académicos sobre esa y otras de sus obras. América, así pues, le proporcionó fama, dinero y ese cuarto propio -propicio- para el trabajo intelectual y creativo. Lo agradeció como mejor sabía la Gaite: uno de sus temas recurrentes fue el del indiano y algunas de sus ficciones, como Caperucita en Manhattan, fueron abiertamente americanas. América fue, para ella, la tierra de las oportunidades y, según recuerda la profesora Joan L. Brown, su amiga y apoyo en EE UU, ella “valoraba -y poseía- las características de iniciativa y creatividad que se asocian con lo que se llama the American dream, un sueño basado en una identidad de invención propia”.
Su éxito tardío en España hizo que siempre palpitara en ella el recuerdo de sus difíciles comienzos, lo que dio lugar a una generosidad admirable. José-Carlos Mainer recuerda que “se encargó de todos sus amigos, de ser centro y archivo de referencias colectivas y domésticas, y en un momento determinado, de apoyar a escritores más jóvenes que ella a los que aceptó con generosidad”. Mainer no duda de la necesidad de reivindicar a esta narradora y pensadora imprescindible. Cree el crítico que, junto a los poemas de Belleza cruel, de Ángela Figuera, y Los hijos muertos, de Ana María Matute, Entre visillos presenta como pocas obras esa metáfora del encierro que era España, entonces: la España irrespirable de la posguerra. Parecida es la tesis de Rafael Chirbes, para quien esa novela -y Fragmentos de interior y Desde la ventana- nos revela a una narradora extraordinaria, a una escritora “como a media voz y con un punto de vista tan pudoroso como exigente”. “Solo los miopes han confundido la modestia de su actitud con los límites de su ambición”, completa el autor de Crematorio. Una literatura real, cervantina, “en la que cualquier excluido del cogollo social puede servirle como guía en sus particulares excursiones a otros mundos”.