Víctor García de la Concha

Real Academia / Espasa. Madrid, 2014. 480 páginas.

Los trescientos años de andadura que acaba de cumplir la Real Academia Española han propiciado la publicación de esta Vida e historia de la institución a cargo de quien fue su director entre 1998 y 2010, Víctor García de la Concha. Tiene este relato, por tanto, cierto empaque institucional, y podría considerarse, si no la "biografía autorizada" de la entidad, sí su correlato oficioso. En ese sentido, sería ocioso buscar en esta obra alimento para ese sedicente "antiacademicismo" al que nunca han faltado partidarios en el mundo intelectual hispano, o reprochar a su autor su proverbial discreción al despachar con elegantes elipsis algunas cuestiones espinosas. Una cosa sí queda clara, de todos modos: que la larga y fructífera trayectoria de la Academia es un fiel reflejo de las cambiantes circunstancias históricas, sociales y políticas que ha conocido la nación a lo largo de estos trescientos años.



No es extraño, por tanto, que sus momentos de parálisis, desconcierto y división coincidan con periodos tan convulsos como la guerra de la Independencia de 1808-1813, la posterior reacción antiliberal llevada a cabo por Fernando VII o la contienda civil de 1936-39. Así, periódicamente purgada de los desafectos a las situaciones de excepcionalidad política y civil surgidas de esos enfrentamientos (afrancesados, liberales de primera o segunda hora, replublicanos), la Real Academia se las ha arreglado para conservar su prestigio y continuar su labor, aun a costa de guardar silencio respecto a los propios desgarros que tales situaciones le producían.



No ahonda García de la Concha en la caracterización de ese curioso apoliticismo, aunque sí aporta alguna pista respecto a los reflejos esencialmente conservadores de la institución: los que la llevaron, por ejemplo, a aprobar en 1853 una disposición estatutaria ad hoc para impedir el acceso de las mujeres y fundamentar así el rechazo de la candidatura presentada entonces por Gertrudis Gómez de Avellaneda, y que sirvió también para cerrar el paso a Emilia Pardo Bazán casi sesenta años después: curioso empecinamiento machista en una institución que, en sus primeros años de andadura, hubo de transigir con la fugaz presencia entre sus miembros de una muchacha de 17 años, María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda, nombrada académica por deseo expreso de Carlos III.



Contra ese esencial conservadurismo protestaron chuscamente algunos poetas del 27 mediante el procedimiento de orinar contra los muros de la institución, después de efectuar un "auto de fe" en el que fueron condenados a la hoguera algunos "autores antiguos y modernos" contrarios al entonces reivindicado don Luis de Góngora. Eran tiempos, no hay que olvidarlo, en que la sociedad civil protestaba sonoramente cada vez que la docta institución admitía en su seno a un político, por ejemplo, en detrimento de un hombre de letras.



Aunque, por encima de estas cuestionables cesiones de la Academia a los condicionantes del momento, nunca faltó en la misma un núcleo activo capaz de dar continuidad a su labor, incluso en circunstancias adversas o sin contar con el necesario respaldo gubernativo: en este sentido, de nuevo es la proverbial prudencia de Víctor García de la Concha lo que le lleva a no ahondar, por ejemplo, en los llamativos silencios con los que, incluso en la actual etapa democrática, los gobiernos de turno han respondido a los requerimientos académicos, y que han redundado en renuncias tan significativas como la que supuso el abandono de la confección del Diccionario histórico en 1996, después de cuarenta años de trabajo.



Son las sombras de una institución que, sin embargo, puede enorgullecerse de su logro esencial: el que supone para los hispanohablantes contar con una entidad garante de la unidad del idioma. Que esto se haya hecho, a veces, con más sentido común que ciencia, y con más voluntad que medios, puede ser un dato positivo más que añadir al balance de nuestros logros colectivos en los últimos trescientos años.