Greta Garbo caracterizada como Mata Hari en la película de George Fitzmaurice de 1931

El tiro de gracia que el 15 de octubre de 1917 recibió en un paredón de Vincennes Margaretha Geertruida Zelle, alias Mata-Hari , acabó con una trayectoria rocambolesca a la vez que supuso el pistoletazo de salida de la carrera de un personaje de ficción omnipresente en los últimos cien años: el agente secreto.



La bailarina fusilada no había inventado el espionaje; ya en la antigua China, Sun Tzu elaboró una pionera tipología de fisgones. Pero fue con la Primera Guerra Mundial y sus prolegómenos cuando esa actividad accedió a una celebridad de la que no había gozado antes. El Affaire Dreyfus representó el preámbulo; la Convención de la Haya de 1907, su marco legal; y la gran conflagración, el escenario que puso al espía bajo el foco del ojo público, magnificado por el halo seductor que desprendía la legendaria cortesana.



En dicho contexto cuajó una literatura que lo tenía de protagonista. Prefigurada por El Enigma de las Arenas (R. Erskine Childers, 1903), la novela de espías despegó con Los 39 escalones (John Buchan, 1915). Fruto de las rivalidades interimperialistas, la fórmula eclosiona a partir de la Gran Guerra con tiradas millonarias. Su éxito atrae a escritores de la talla de Somerset Maughan (Ashenden, 1928) y Graham Greene (El agente confidencial, 1939), tocando a Eric Ambler fijar sus cánones con Viaje al Miedo (1940), además de introducir un toque escéptico en un género chauvinista de nacimiento. El cine se sube al tren con las películas The German Spy Peril (B. Haldane, 1914), Los espías (F. Lang, 1928), la Mata-Hari encarnada por Greta Garbo en 1931 y El hombre que sabía demasiado (Hitchcok, 1934). Y el caudal se ve engrosado por un afluente non fiction: las memorias de exespías inauguradas por Karl Graves con sus Recuerdos de un agente secreto alemán (1916).



El nuevo personaje tuvo a la guerra por partera. Aparte de obvios elementos objetivos -el peso adquirido por las tareas de inteligencia en las artes bélicas- la contienda desnudó ante la ciudadanía la existencia de la "guerra secreta", una forma inédita de conflicto que se libraba en las sombras, en una zona gris entre la diplomacia y la intervención militar. Semejante descubrimiento chocaba con el discurso oficial y su defensa del principio de publicidad que en teoría vertebra la esfera pública (Habermas dixit). Y pese al avance en transparencia logrado con el repudio de la diplomacia secreta por la Sociedad de las Naciones en 1919, a muchos se les hizo evidente que entre tinieblas la opaca Razón de Estado seguía moviendo los hilos, con el espía por ejecutor principal.



Desde entonces, el contraste entre la legalidad aparente y las alcantarillas del Estado no ha dejado de inquietar; de ahí el auge de un género especializado en satisfacer con "secretos para las masas" la avidez social que no sacia la oferta de misterios oficiales desvelados. Mezclando ficción y realidad (confusión personificada en los autores que han combinado espionaje y oficio de novelista), esta clase de narrativa se hizo un hueco en el mercado dedicándose alternativamente a glorificar y estigmatizar las operaciones encubiertas, iluminando los entresijos del poder y, de pasada, cebando las teorías conspirativas que han hecho presa de la sociedad.



Transcurrido un siglo de su entrada en escena, los ladrones de secretos no han perdido su tirón; lo prueban la serie Homeland, la saga de James Bond, las parodias de Austin Powers o las heroínas de Julia Navarro y María Dueñas. Paradójicamente, pocas cosas existen hoy día que sean objeto de tanta publicidad como sus andanzas clandestinas, reales o ficticias (una resonancia facilitada en buena medida por la extraordinaria indiscreción de los profesionales de la reserva). Connotaciones políticas aparte, su irresistible atractivo enraíza en nuestras ambivalencias más hondas: enemigos declarados del secreto, desesperamos por poseerlo; recelosos de los espías, vibramos con sus aventuras. Escindidos entre el temor a ser espiados y el deseo de lo oculto, entre anhelos de transparencia e intuiciones de que también somos lo que escondemos, nos procuramos alivio con un placer vicario: realizar por medio de esos personajes dúplices la fantasía de cambiar de identidad e inmiscuirnos en la vida de los otros. Si a tales disposiciones añadimos la creciente vigilancia de los Grandes Hermanos de la globalización, la centralidad en el imaginario del espía, figura amenazadora y fascinante, está garantizada.