El poeta y revolucionario Juan Pablo Orígenes militó en el grupo subversivo Los Enfermos hasta el día en que desapareció sin dejar rastro. Cuarenta años después, Estiarte Salomón, que ha de escribir su biografía, se entrevista con él. Con uno de esos encuentros comienza esta Anatomía de la memoria (Candaya), de Eduardo Ruiz Sosa, ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens.
La novela, cuya estructura se ancla de Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, tantea en los vacíos descubiertos en la memoria de Orígenes durante el transcurso de las conversaciones con Salomón. Lo que no es capaz de recuperar su memoria, lo recuperan los otros Enfermos, que aparecen y desaparecen en el relato como espectros, dándole a la narración una estructura polifónica, a ratos laberíntica. Orígenes detecta huecos, faltas que le hacen retroceder al principio. Vacíos en su memoria. Es a partir de esos vacíos que el libro se derrama hacía lugares -un país- que ya no existe, hasta zonas oscuras que Orígenes creía olvidadas, o no recordaba, o habían cambiado tanto con el tiempo que se habían vuelto irreconocibles.
A continuación, les ofrecemos las primeras páginas del libro de Eduardo Ruiz Sosa:
¿QUÉ ES LO ÚLTIMO QUE QUIERES RECORDAR, qué porvenir será tu pasado?
Lo último que vio de la ciudad fue el desgastado monolito por donde pasaba la imaginaria línea del trópico.
¿Qué es lo último que quieres recordar, Juan Pablo, qué porvenir será tu pasado?
Empezó el desierto a llenar los paisajes, a comerse el mundo, a echarse a dormir sobre el País y la memoria; empezó a estirarse el tiempo, a alargarse el camino: la espalda del prehistórico animal de los colmillos y el verano; empezó la espera desesperada, la espera sin paciencia, la turbia madrugada de los asesinos y las víctimas; empezó a gestarse el crimen después del trópico porque el desierto es el clima más propicio para la violencia.
Empezó el libro, entonces, cuando empezó el viaje: Hasta aquí llegan los trópicos, escribió, aquí es donde empieza el cáncer.
El basilisco de su desierto tendría la forma de un cangrejo gigantesco: ése es el lugar de la escritura. Y por la necesidad de olvidar lo anterior supo que había que escribirlo todo.
El libro que Isidro Levi le regaló era lo único que tendría hasta llegar a la frontera. No pudo evitar escribir un poco en las primeras páginas, esas láminas en blanco donde el libro aún no ha comenzado. Después escribiría, ahí mismo, que el libro comienza ya desde antes, afuera del propio libro, y que nos toma por sorpresa cuando encontramos en el mundo, de golpe y frente a nosotros mismos, su vocablo y su historia.
¿Así fue?;
Atrás se quedan los ríos, que apenas ofrecen redención y pavura; se queda su madre, enferma de esa letanía de cangrejo que le floreaba las entrañas; allá atrás se quedan los amigos muertos y los sueños muertos de un País donde ellos, un día, ya no fueran necesarios; se quedan, pues, la esperanza, el aliento, los puentes que cruzan los ríos desde el malecón hasta el Barrio de Almada, desde el Orabá hasta la Plaza de Rosales; se queda aquella muchacha, con el bellísimo arco tensado de la espalda y sus sueños tristes y llenos de árboles; se queda Isidro Levi, que le regaló el ejemplar del libro de Robert Burton donde empezó a escribir todo esto, donde tenía la esperanza de que el porvenir ya no iba a alcanzarlo, donde la historia escondería su cifra definitiva, atrás se queda la secreta noticia de un crimen, el alma rota de su voluntad de guerra, el amor y su pesada deuda que no espera, la llamada que recibió de Pablo Lezama y que le decía con voz de fantasma:
Están todos muertos; Pablo Lezama siempre tendrá una voz de fantasma, a veces me habla al oído, y me dice:
Todos están muertos, Orígenes, sólo faltas tú, allá te están esperando, allá estamos todos.
No busque usted en la memoria, ahí sólo hay cadáveres. No me cuente usted lo que no puedo olvidar. Nos están escuchando, no lo olvide:
Ellos siempre nos están escuchando.
No pierda el tiempo y escape ya, Salomón, Ellos son veloces y nunca olvidan, no se cansan porque no tienen cuerpo, su cuerpo está hecho de muchos cuerpos, eso es la burocracia: una hidra poderosa;
¿Cómo fue entonces?;
Como si fuera en un barco,
perdido en el cadáver de un mar milenario;
como si el desierto se empeñara en un oleaje arenoso y el autobús diera bandazos a babor y estribor azotado por la tormenta;
como si nada pudiera ser estable al recorrer el estirado espinazo; como asomado por la borda a un abismo lleno de alacranes y ponzoña; con la espalda encorvada de los que leen algo prohibido, las rodillas juntas para esbozar una mesa, un punto de apoyo, el cuello estirado en la histeria para que nadie leyera sus palabras y esperando que la luz fuera suficiente para no torcer el horizonte de las líneas:
así fue como Juan Pablo Orígenes empezó a escribir, iba de camino a la frontera y tenía veinte años. Así escribiría el resto de la vida ese libro que nunca podría terminar porque la escritura, lo descubrió mucho tiempo después, es lo que nunca tiene final:
La escritura, leyó una vez, es el momento de la separación, y Juan Pablo Orígenes ya había comenzado a separarse de su pasado, del porvenir de aquel pasado nunca prometido: comenzaba una ausencia que estaría para siempre inacabada.
¿En qué pensaba Orígenes cuando se fue de la ciudad, cuando el autobús echó a andar por el desierto, cuando abrió por primera vez el libro de Burton, cuando lo único que esperaba era que nadie pudiera encontrarlo?;
Nunca pensó en la escritura como en la factura de una carta larguísima, pero un día, en el viaje, descubrió que el libro es toda la escritura que se sucede en torno del libro, que es lo mismo que decir en torno de la vida.
Su madre, que se quedaba en la ciudad, enferma de esa constelación celular que crecía desmesurada, estaría sola hasta la muerte:
La peor enfermedad es la soledad, escribió;
luego, debajo de esa línea, muchos años después, con un pulso más firme, escribió:
La peor enfermedad es el libro;
y luego, con los años, con la vejez encima y con el pulso tembloroso de los que esperan la muerte:
La peor enfermedad es el cáncer. Y en lugar del punto agregó una coma y la palabra Madre.
En la juventud, cuando empezó la escritura marginal, no pensaba en un testamento, sino en un testimonio. Se trata de libros distintos, escribió. Hacia el final de su vida, cuando ya no quería escribir más pero no podía evitarlo, anotó que el testimonio es el libro que escriben los vivos contra la muerte, y el testamento es el libro que escriben contra la vida los que están a punto de morir.
Usted, Salomón, está escribiendo su propia muerte. Yo no conocí a Pablo Lezama, yo no lo maté en aquella casa abandonada ni enterré su cuerpo en la misma fosa que él había cavado para mí, yo nunca conocí a ningún Pablo Lezama, yo no le he dicho a usted nada de esto.
El libro que usted escribe, Salomón, es el libro que lo va a matar;
¿Los libros pueden matar, Juan Pablo?;
No cabe en el País todo esto, no hay sitio para la Enfermedad ni para los Enfermos. Sólo en el libro hay espacio para lo que en el País ya no tiene lugar, escribió.
Escribió tanto y pensando en tantas personas que no se dio cuenta, sino hasta mucho tiempo después, de que la historia y el crimen estaban ahí, en el libro, entre los fragmentos que había ido escribiendo, bajo la forma de inferencias, breves sospechas, falsas promesas que le hizo a todos aquellos a quienes ya había traicionado.
Comprendió que la escritura proviene siempre de las ruinas, de los despojos, de lo que un día se vino abajo.
Su vida, ya desde que pensó el viaje como una obligación, era una ruina que nunca podría levantar.
Que me echen encima todas las ruinas, escribió, que me lo den todo a mí, para deshacerme de la memoria como de una urna de ceniza y huesos;
¿Cuándo empezó todo?
Juan Pablo Orígenes nació bajo el signo del trópico. Había soñado con la música y las palabras en la medida en que el calor y la humedad nos permiten soñar en estas latitudes; pero a los veinte años, en la cumbre de la juventud eterna, eligió la pesadilla de la Enfermedad porque creyó, y lo hizo con fe, con esperanza, que la voz es un arma. Conoció a Isidro Levi, a Eliot Román, a Javier Zambrano, a Virgilio Bátiz, a Bento y Roldán Santos, y con ellos, en las noches ebrias del Sin Rumbo y el Número 23, se contagió de aquel deseo enloquecido que después lo obligaría a marcharse.
Escribir es retirarse, leyó una vez, y cuando se fue, obligado por la persecución y el miedo, no pudo sino recurrir a la escritura como único vínculo con el futuro y el olvido. Su madre, que apenas pudo despedirse de él sin de verdad nunca saber que no volvería a verlo, le enseñó que los acordes en tono menor dicen la melancolía. Su padre, que murió demasiado joven como para todavía recordarlo como algo más que una sombra que camina, nunca supo arrancarse de las manos una vieja guitarra llena de cicatrices. En el viaje lo perdió todo, pero en el regreso perdería lo único que creyó que nadie podría quitarle: el nombre:
Yo me llamo Juan Pablo Orígenes, cualquiera puede decírselo. Pero ahora, también, me llamo Pablo Lezama, y eso usted no puede decírselo a nadie. Debo ser los dos, para poder ser uno de ellos;
¿Quién era, entonces, Pablo Lezama?;
Pablo Lezama era un nombre, o ahora es sólo un nombre, es el recuerdo de uno que vivió hace demasiado tiempo, pero que no quiere irse, que no puede irse porque yo no lo dejo:
su ausencia será mi condena de muerte, necesito que Pablo Lezama esté muerto, pero que su nombre siga vivo.
Pablo Lezama era una ausencia presente, una línea implícita en el libro que Orígenes había escrito, que es el mismo libro que seguiría escribiendo el resto de su vida en otros libros, en otros volúmenes de papel y tinta. Era una línea inferida apenas, un oscuro gemelo ya muerto, el corazón de un crimen que sucedió décadas atrás:
Pablo Lezama era la marca de Caín en su frente, en la frente de este Juan Pablo Orígenes oculto en la piel de aquel Pablo Lezama:
el cordero en la piel del lobo: la víctima había tomado el nombre de su asesino.
¿Así fue?
Pablo Lezama apareció una noche en el Número 23 después de que Virgilio Bátiz, acompañado de aquella agrupación de malos músicos llamada Ciencia Roja, donde Juan Pablo Orígenes tocaba la batería, ofreciera un concierto prodigioso con su guitarra de palo, entonces alguien, no se sabe quién, lo vio a Pablo Lezama alejarse de su mesa en el único rincón iluminado del lugar y acercarse al teléfono público que nadie usaba nunca.
Sin la música, el sonido de la moneda era la señal de un advenimiento:
Ahora lo sé: ésa era sin duda una de las treinta monedas de plata;
quizá fue Roldán quien lo escuchó, con más intención que prudencia, hablar de un secuestro, una muerte, o del sueño alimenticio de una guerra necesaria. Soñábamos con utopías, entonces. Teníamos esperanza, entonces, dijo Orígenes;
¿Así empieza esto, Juan Pablo, así empezó tu pasado?;
Es el porvenir el que empieza. El pasado es una cosa que solamente puede terminar, algún día, quién sabe cuándo.
Sólo mediante la duda se llega a la aprehensión de los acontecimientos. Es necesario crucificar el recuerdo para poder enterrarlo en lo más hondo de un pozo al que, obstinados, le otorgamos la propiedad del pálpito y nombramos corazón. Entonces teníamos corazón.
Escribíamos cartas, leíamos libros, la música siempre estaba ahí, sonando en torno a todo. Éramos jóvenes y siempre estábamos por decir las palabras más trascendentales, siempre estábamos por sufrir los males más terribles. Pero nadie pensaba en Pablo Lezama.
Pensábamos en Ellos, y nunca creímos que Ellos tendrían un rostro. Uno, quiero decir, uno sólo.
Pablo Lezama es ese rostro de Ellos, estoy seguro de que lo último que vi de la ciudad fue el desgastado monolito por donde pasa la imaginaria línea del trópico.
¿Qué es lo último que quiero recordar, qué porvenir fue mi pasado?
Estamos hablando de que Pablo Lezama soy yo. Juan Pablo Orígenes es un invento del libro. No se confunda, Salomón, lo que Ellos saben es esto:
que Pablo Lezama, después de que los Enfermos intentaron secuestrar a aquel político, Hernández Cabello, cuando todo salió mal porque Lezama era en verdad un enviado de Ellos, porque Lezama era un gemelo de sí mismo, un hombre falso con una historia falsa que traicionó a los que confiamos en él, yo mismo confié en él aún después de que todos murieran, la confianza, Salomón, nos puede matar, hablamos de que Pablo Lezama, pues, siguió a Juan Pablo Orígenes, único sobreviviente que pudo escapar, o el único al que Ellos dejaron escapar porque creían que yo sabía algo más, que iría a la frontera a encontrar a los otros y Lezama, que vino por el desierto como yo, mató a Juan Pablo Orígenes, enterró su cuerpo en una casa abandonada y siguió buscando durante años a los que quedaron, a los Enfermos que estaban por ahí, como locos deambulando por las calles y los desiertos del País, desamparados porque no sabían encontrarse;
¿Eso fue lo que pasó?;
Eso fue lo que Ellos saben que pasó. Pero yo estoy vivo, o vivo en parte porque, para que Juan Pablo Orígenes siga vivo, Pablo Lezama también debe vivir.