El escritor y académico coruñés José María Merino, que imparte desde hoy un curso en la Universidad Menéndez Pelayo, regresa en septiembre con La trama oculta (Páginas de Espuma), un volumen de relatos en el que se dan cita algunos de sus géneros predilectos. A continuación adelantamos el primero de ellos, que da título al libro. La historia de un lacerante recuerdo, un episodio atroz de la niñez que permaneció siempre oculto en la memoria. Hasta hoy...
A veces, «los ineludibles requerimientos empresariales», como decía Jaime Millán, dejando asomar en su actitud prepotente una sombra de humor, obligaban a Arturo a acompañar a ciertos clientes a algún espectáculo, un tablao, la ópera, un concierto, o el teatro, como en este caso. El cliente, médico director de una clínica dietética en la costa levantina, había mostrado deseos de ver una obra que estaban montando aquellos días en Madrid y Arturo se ocupó de llevarlo. Su secretaria encargó las entradas, él recogió al cliente en el hotel con un taxi, y se encaminaron a la sala, que era bastante informal, un lugar no demasiado grande, con sillas dispersas por el patio en lugar de butacas fijas.
Ya sentado en una de aquellas sillas fue cuando, al echar un vistazo al modesto programa que le habían dado al entrar, Arturo conoció el título de la obra: El jardín de los cerezos.
El título hizo fulgurar poderosamente en su memoria lejana un libro encuadernado en tela de flores muy vistosas, que siempre permanecía, como si fuese un adorno, sobre una mesita, en el único lugar iluminado de una sala sombría. La encuadernación de aquel libro era tan atractiva, que Arturo lo manoseaba siempre que entraba en el lugar, leía con fascinación el misterioso título, que resaltaba en una etiqueta rectangular de la portada, e incluso lo hojeaba, desconcertado por aquella sucesión de párrafos independientes, iniciado cada uno con un nombre en letras mayúsculas.
El jardín de los cerezos.
Nunca había sido aficionado a la literatura y no sabía que se trataba de una obra de teatro, al parecer muy valorada por el cliente que había tenido tanto interés en ir a verla, y que admiraba mucho al autor, un escritor ruso que había vivido un par de siglos antes.
La obra, al principio muy confusa, sobre todo por lo raro de los objetos del escenario -unos cuantos cajones con un espejo en un lateral, que lo mismo simulaban ser maletas que muebles, con un orificio en el que, en ciertos momentos, se incrustaban los extremos de unos remos, para representar al parecer los troncos arbóreos de un supuesto bosquecillo- acabó interesándolo, sobre todo por el empeño de la protagonista y de su hermano en arruinarse románticamente.
El jardín de los cerezos. El libro, de encuadernación tan atractiva, estaba siempre colocado, con la portada hacia arriba, junto a un jarrón con flores del jardín, en aquella mesita entre dos sillones, en el chalet de los abuelos de sus amigos Jaime y Doro, los hermanos Millán.
Eran los tiempos de la niñez, él era compañero de curso de Doro, Jaime iba un año por delante de ellos, y entre los tres fue cuajando una amistad que acabó convirtiéndolo en visitante invernal de la casa de ambos, para jugar los tres con el excalectric o con el tren eléctrico, instalado en un paisaje diminuto con estaciones, túneles, puentes y tres ferrocarriles y, cuando llegaba el buen tiempo, del gran chalé que los abuelos de sus amigos tenían en las afueras, con una mesa de ping-pong, un futbolín de verdad y, sobre todo, una piscina donde se bañaban con alboroto regocijado.
El día después de la representación buscó la obra en una librería y la leyó, descubriendo varias cosas. Para empezar, que el escenario, cuya forma habían ido componiendo los extraños objetos era, en la obra original, una sucesión de espacios bien delimitados: el cuarto de los niños, una vieja ermita en el campo con ciertas losas sepulcrales, un salón... Luego, y esto fue lo que despertó sobre todo su interés, que había habido comportamientos en la puesta en escena que no estaban en el texto escrito por el autor, aunque tampoco lo traicionasen: por ejemplo, en el arranque del primer acto, los intentos de manoseo del acaudalado Lopajín a la joven Duniasha, o los gestos de burla que Epijodov, enamorado no correspondido de Duniasha, hacía a espaldas de Lopajín, y que cambiaba por una actitud servil cuando el otro estaba a punto de descubrirlo; también, una escena de seducción entre el lacayo Iasha y la joven Duniasha donde, en la representación, hubo entre ambos un abrazo cargado de erotismo que en el texto no figuraba, sin que sus palabras se modificasen; asimismo, la equívoca actitud que Gaiev mantenía hacia el lacayo Iasha, en la que los denuestos escritos por el autor se acompañaban en la escena con ciertos gestos y caricias que podían hacer pensar en una atracción homosexual...
El descubrimiento de aquellas intromisiones, que sin modificar el texto daban un sentido especial a las actitudes y, por lo tanto, al carácter de los personajes, lo dejó sorprendido, no solo por la capacidad de la puesta en escena para enriquecer, matizar y hasta dar nuevo sentido a las palabras impresas, sin traicionarlas, sino al hacerle pensar en esa trama paralela, oculta, donde los sentimientos se expresaban de una forma que, sin figurar en la apariencia establecida por el autor, acompañaba sin desatino al desarrollo visible del argumento escrito.
El reconocimiento del libro, con la contemplación de su contenido cobrando vida en el escenario, y luego su lectura, lo habían hecho retroceder en su memoria a unos tiempos, más de treinta años antes, en los que apenas solía pensar. Entre los recuerdos había uno, lacerante, que se mostró de nuevo con toda su terrible apariencia, con tanta fuerza que lo desasosegó por completo.
«No duermes -le decía su mujer-, das vueltas y vueltas, te levantas mil veces. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Tenéis problemas en el bufete?».
Él negaba que alguna preocupación lo aquejase, achacaba su desazón a exceso de trabajo, aseguraba que todo se le quitaría cuando llegasen las vacaciones, pero aquel viejo recuerdo era una dolorosa alimaña que lo recorría por dentro, arañándolo y mordiéndolo.
En su relación con los hermanos Millán, él había sido testigo de la firme y hasta tiránica supremacía que Jaime afirmaba implacable frente a Doro, una supremacía que él aceptaba también, no solo por compartir la servidumbre continua a la que se veía sometido su directo compañero, el hermano menor, sino para no irritar al otro y con ello poner en peligro los beneficios que aquella amistad le reportaba: los espléndidos juguetes que los hermanos poseían y en los que él ni si quiera podía soñar, aquella piscina donde tanto disfrutaba durante muchas jornadas del verano.
La preeminencia de Jaime se hacía notar siempre: él era quien elegía los mejores juguetes, quien protagonizaba los roles de mando en los juegos, quien decidía los programas de televisión o las películas que había que ver, quien caprichosamente les arrancaba un tebeo de las manos mientras lo estaban leyendo, el que se servía antes que nadie los refrescos o los bocadillos. Su tiranía se hacía notar aún más en la época de las calificaciones escolares. porque Jaime siempre tenía peores notas que Doro, uno de los más destacados alumnos de su clase, muchas veces el primero, lo que sacaba de quicio al hermano mayor. A veces llegaba a agredirlo, aunque de manera disimulada, mientras jugaban, como si no hubiera tenido intención de hacerlo: una patada en la pierna en lugar de darle al balón, un empujón inesperado, como si se hubiese tropezado casualmente, un codazo en la cara en el forcejeo por agarrar la pelota.
Durante una larga temporada, Doro lució un ojo morado como consecuencia de uno de aquellos golpes, aunque Arturo sabía que la causa no había sido un tropezón fortuito, sino la mención especial con la que el hermano menor había sido honrado en clase al final de un trimestre.
Jaime podía ser un enemigo temible, implacable, rencoroso, y Arturo procuraba, no solo no ofrecer resistencia, sino plegarse sin objeciones a sus órdenes y caprichos. Todavía ahora, en el bufete, seguía aceptando sin reservas aquel liderazgo, y era capaz de enfrentarse al resto de los miembros de la empresa para defender posturas de Jaime que podían ser discutibles, y cuando lo hacía encontraba en los ojos del antiguo amigo una luz satisfecha, en la que brillaba más la fruición del jefe obedecido que la complacencia del amigo apoyado. Porque entre Jaime y él había una amistad estrecha, que se remontaba a aquellos años de la niñez. Una amistad que se había hecho más firme a raíz de la muerte de Doro, precisamente.
La dichosa obra rusa, con la imagen del libro depositado como un ornamento sobre la superficie de la oscura mesita, en el salón de aquel chalet, le había puesto la memoria en carne viva.
No podía precisar el momento, pero una tarde asistió atemorizado a un violento enfrentamiento entre Jaime y Doro. Jaime conminaba a su hermano a sacar peores notas.
-Pero tú eres bobo -le había contestado este-. Yo sacaré las notas que pueda, y en paz.
-Tú eres un chulo, que quiere estar por encima de los demás.
-A mí me gusta estudiar, ¿qué culpa tengo? Me aburriría como una ostra si no estudiase. No lo hago por destacar.
Recordó cómo Doro buscaba el apoyo en sus ojos y cómo él intentaba disimular su inquietud, improvisando un aire de broma, com si en la controversia no hubiese tanta tensión.
-Con lo que a mí me cuesta -dijo al fin, ambiguamente conciliador-, y tú sacas dieces como si fuese la cosa más natural del mundo. Eres un fenómeno, Doro. Ya sé que no quieres estar por encima de los demás, pero algunos pueden creerlo, como Jaime.
-¿Y qué quieres que haga?
-¡Dejar de empollar! ¡Así de claro! -gritó Jaime, pero Doro, sin contestar, se apartó de ellos.
Aquel curso Doro sacó las mejores notas de clase y a Jaime lo suspendieron en tantas que tenía que repetir. Al parecer, en su casa tuvo que sufrir una reprimenda muy dura, pero su abuelo, el primer día que fueron al chalet, le dijo con aire burlón:
-Para ti, lo de catear tiene sus compensaciones, porque te va a ir muy bien estar en el mismo curso que Doro. Seguro que aprendes de él. Por lo menos, te puede echar una mano en los momentos de apuro. ¿Verdad, Doro?
La memoria en carne viva, los zarpazos, los mordiscos de esa bestia feroz que había vuelto a salir de su cubil.
En el chalet del abuelo se subía al piso superior, y luego al desván, por unas escaleras que flanqueaba una barandilla de hierro con su pasamanos de madera oscura y bruñida. En los momentos en que no había nadie cerca, solían deslizarse sentados por el tramo inicial del pasamanos, el que unía el vestíbulo con el primer descansillo. Lo hacían furtivamente, procurando no ser notados, pues aquel juego estaba prohibido con rigurosas advertencias.
En cierta ocasión, Jaime decidió que había que bajar desde el tramo anterior. Tanto Arturo como Doro tenían miedo, pero Jaime les demostró, con pericia, que el ejercicio era perfectamente realizable, y no tuvieron más remedio que hacerlo, aunque el punto en que la barandilla se doblaba era muy complicado de pasar.
-Ya podéis ir entrenándoos, porque hay que bajar todo el pasamanos, desde el desván.
-¿Desde el desván? Yo eso no puedo hacerlo -había dicho Doro.
Arturo apoyó su objeción con un gesto que la reafirmaba.
-Si lo puedo hacer yo, lo podéis hacer vosotros. Y el gallina que no lo haga no volverá a jugar al ping-pong ni al futbolín, os lo aseguro.
A partir de entonces, los ratos en que resbalaban por el pasamanos empezaron a ser una tortura. Pasaron el segundo tramo, llegaron al descansillo del primer piso, y Jaime parecía cada vez más satisfecho al verlos agachados sobre la barandilla con aspecto acobardado.
-¿Veis como sí podéis? Sois unos tíos valientes, unos tíos con lo que hay que tener.
Con Doro era especialmente cruel:
-¿A que esto es más divertido que empollar? -le preguntaba.
Una tarde en la que se quedaron solos, pues los abuelos se habían ido de visita y no regresarían hasta la hora en que ellos cogían el autobús para volver a la ciudad, y la chica que los atendía había salido también a unos recados, Jaime dijo que ya era la hora del «gran descenso», como lo llamaba: deslizarse por el pasamanos desde la altura del desván. Lo hizo él primero, para demostrarles que era posible.
-Si ya sé que se puede -decía el pobre Doro-. Es que me da vértigo.
-Eso es una chorrada, ¿y no te da vértigo bajar los dos primeros tramos?
-Un poco, pero me lo aguanto.
-Pues desde aquí te lo aguantas igual, y en paz.
Arturo estaba delante de la puerta del desván y lo vio todo claramente. Por fin, Jaime obligó a Doro a subir al pasamanos. Doro se agarraba con tanta fuerza, con el cuerpo tan pegado, que no resbalaba. Entonces, Jaime le dio un fuerte empujón.
-¡Muévete, gallina! -gritó.
Mas el cuerpo de Doro no se deslizó, sino que perdió el equilibrio y cayó al vacío. Su grito retumbó un momento en el hueco de las escaleras, e inmediatamente se oyó el ruido de su cuerpo estrellándose contra el suelo.
Jaime miró de repente a Arturo. En el primer instante, había en sus ojos un reflejo de extrañeza, de sorpresa, pero enseguida ese reflejo fue sustituido por otro de feroz aviso, de despiadada prevención, una inequívoca advertencia que no necesitó remachar con palabras. Luego, echó a correr escaleras abajo y Arturo lo siguió. El cuerpo de Doro estaba en el suelo, aplastado entre un charco de sangre.
Nadie supo nunca la verdad del accidente y ni siquiera Jaime y Arturo hablaron de ello. Arturo estaba aterrorizado, incapaz de saber cómo comportarse frente al hermano del amigo muerto, pero Jaime hizo fácil la relación, pues actuó como si no hubiera sucedido otra cosa que una lamentable caída, sin permitir que se abriese entre ellos la mínima separación. Así, continuaron siendo amigos inseparables y compañeros de juegos, lo que facilitaba la coincidencia en el mismo curso.
Jaime mejoró sus calificaciones y accedió por fin a esa masa media de los escolares que van sacando adelante sus cursos. Estudiaron juntos la carrera de Derecho: a lo largo de ella, Arturo fue un fiel apoyo de Jaime con los apuntes y hasta con las chuletas en los exámenes y, al terminarla, Jaime entró de pasante en un bufete importante de Madrid que pertenecía a un tío suyo, y consiguió que Arturo fuese también admitido en él. Los años hicieron a Jaime letrado principal del bufete, y convirtió en socio al antiguo amigo.
La amistad de la niñez había cristalizado en una fraternidad sólida, aunque Jaime seguía siendo quien ordenaba los ocios, las vacaciones, las aficiones: el esquí, la vela, la caza, ciertos deportes arriesgados, como la escalada. Llegaron a intercambiarse muchachas, aunque por fin encontraron cada uno su propia esposa, dos chicas amigas con las que tuvieron hijos que se trataban como verdaderos primos.
Con el paso de los años, aquella criminal agresión de la barandilla, en la que el pobre Doro había perdido la vida, se había borrado de la memoria de Arturo, pero la puesta en escena de El jardín de los cerezos y la posterior lectura de la obra, la conciencia de lo que no necesitaba «estar escrito» para existir, y con ella de lo que permanecía latiendo por debajo de los aparentes olvidos, había vuelto a despertarlo todo, y descubría que la herida no había cicatrizado, que le dolía mucho más, y que al dolor se unía la rabia, ante la conciencia de su larga, permanente sumisión.
Había descubierto de repente que, en su amistad de tantos años con Jaime, se había ido desarrollando, junto a la realidad visible de la afinidad casi fraternal, una trama oculta. Aquella atroz mirada de aviso delante de la puerta del desván había determinado una relación presidida por su indeclinable acatamiento: la muerte de Doro, el asesinato de Doro, lo había convertido a él en un esclavo. Rico en privilegios, pero esclavo.
Por eso no dormía, por eso sentía en lo hondo de su corazón una de esas vergüenzas que no se pueden confesar y que nunca había llegado a apaciguarse completamente.
Jaime también notó el cambio.
-¿Te sucede algo? ¿Tienes algún problema?
- No me pasa nada. Solo que estoy cansado.
Jaime se lo quedó mirando, dubitativo.
-Olga me ha dicho que no duermes, y que cuando lo
haces gritas entre pesadillas. Y aquí estás medio ido, un
poco sonámbulo.
-Puro estrés, en serio. Las vacaciones me vendrán al
pelo y ya falta poco para cogerlas.
-Iros a algún sitio agradable unos días, ahora mismo.
Nos arreglaremos sin ti. Nadia se hará cargo de los niños.
-De verdad que te lo agradezco, Jaime, pero no es necesario.
-En cualquier caso, vete preparándote, porque el fin de
semana siguiente a este, con la luna llena, tendremos una
batida, iremos a esperar a los jabalíes en Las Brañuelas. A
ver si eso te relaja un poco.
Escuchó la noticia sin entusiasmo, como una orden,
como solía asumir todas las iniciativas de Jaime. La partida
de caza sería como tantas otras, debería aceptar la fanfarronería
de su amigo, su gusto por buscar con el coche las
trochas más difíciles, para disfrutar aún más de la aventura,
como él decía. Incluso a veces debería tener cuidado con su
buena puntería, para no destacar demasiado entre el resto
de los cazadores, sobre todo si Jaime no había conseguido
una buena pieza. Sin embargo, aquella noche durmió de un
tirón, y desde entonces Olga advirtió que se había tranquilizado,
que recuperaba la afabilidad y el apetito.
Unos días antes de la partida de caza, sacó la escopeta,
comenzó a limpiarla con esmero y dedicó a ello varias tardes.
Repasaba meticuloso cada parte del arma, verificaba
con cuidado los engranajes, la precisión de los mecanismos.
Imaginaba la noche de la batida a la luz de la luna. Como
de costumbre, Jaime y él estarían instalados en puestos de
aguardo inmediatos. Imaginaba la silueta de Jaime. Imaginaba
la escopeta de corredera en sus manos -Jaime prefería
el rifle, pues la escopeta, para la caza mayor, le parecía
desdeñable, propia de gente insignificante- cargada con los tres cartuchos reglamentarios. Los jabalíes llegarían o
no, pero él sabía cuál iba a ser su objetivo.
En aquella ocasión, o en la siguiente, o en otra, alguna
vez lo conseguiría. Un desdichado accidente de caza, una
desgraciada casualidad, querido Doro.