Nada menos que dieciocho personajes componen la trama de Felices los felices (Anagrama), la última novela de la escritora francesa Yasmina Reza. Una novela, o más bien, casi, una telaraña en la que los personajes están atrapados en un sinfín de relaciones extramatrimoniales, tendencias sadomasoquistas, insatisfacciones sexuales y fantasías consumadas, rupturas, decepciones...



Fuimos al supermercado a hacer la compra de fin de semana. En un momento dado, ella dijo, vete a hacer la cola para el queso, que yo me encargo de la charcutería. Cuando volví, el carrito estaba medio lleno de cereales, galletas, bolsitas de comida en polvo y cremas de postre, yo dije, ¿todo esto para qué es?



-¿Cómo que para qué es?



-¿Qué pinta aquí todo esto?, dije.



-Tienes hijos, Robert, les gustan los Cruesli, les gustan los Napolitain, los Kinder Bueno les encantan, me señalaba los paquetes. Yo dije, no tiene sentido atiborrarlos de azúcar y de grasas, no tiene sentido este carrito, ella dijo, ¿qué quesos has comprado?



- Un crottin de Chavignol y un morbier. ¿Y gruyer no?, gritó - Se me ha olvidado y no pienso volver, hay demasiada gente.



- Si sólo compras un queso, sabes muy bien que lo que tienes que comprar es gruyer, ¿quién come morbier en casa? ¿Quién? Yo, dije.



- ¿Desde cuándo comes tú morbier? ¿Quién quiere comer morbier? Ya vale Odile, dije.



- ¡¿A quién le gusta esa mierda de morbier?! Sobrentendido «aparte de a tu madre», últimamente mi madre había encontrado una tuerca en un morbier. Estás gritando Odile, dije.



Odile pegó un empujón al carrito y arrojó dentro un pack de tres tabletas de Milka con leche. Yo cogí las tabletas y volví a ponerlas en el estante. Ella volvió a meterlas en el carrito, más rápida que yo. Me largo, dije. Pues lárgate, lárgate, contestó, si es que tú sólo sabes decir eso, me largo, es tu única respuesta, en cuanto te quedas sin argumentos dices me largo, y enseguida sueltas esa amenaza grotesca. Es cierto que digo con frecuencia me largo, confieso que lo digo, pero no veo cómo podría no decirlo, cuando es lo único que me viene a los labios, cuando no veo otra salida que la deserción inmediata, pero reconozco también que lo profiero a modo, sí, de ultimátum. Bueno, ¿se acabaron tus compras?, le dije a Odile empujando el carrito hacia delante con un golpe seco, ¿no hay más gilipolleces que comprar?



- ¡Pero cómo me hablas! ¡Date cuenta de cómo me hablas! Digo, muévete. ¡Muévete!



Nada me irrita tanto como esos piques bruscos, cuando todo se detiene, se paraliza. Evidentemente, podría decir, discúlpame. No una sola vez, tendría que decirlo dos veces, con tono agradable. Si dijera, discúlpame, dos veces con tono agradable, podríamos reanudar una relación más o menos normal durante el día, lo que pasa es que no tengo la menor gana, ni la menor posibilidad fisiológica de pronunciar esas palabras cuando ella se detiene en medio de una sección de condimentos con su atónita expresión de agravio e infelicidad. Muévete Odile por favor, digo con voz mesurada, tengo calor y me urge acabar un artículo.



Discúlpate, dice. Si dijera discúlpate con tono normal, podría avenirme, pero es que lo susurra confiriendo a su voz una inflexión impersonal, atonal, que me resulta inadmisible. Digo por favor, tranquilamente, por favor, de forma mesurada, me veo circulando a toda velocidad por una carretera de circunvalación, escuchando a fondo Sodade, canción descubierta recientemente, de la que no entiendo nada, aparte de la soledad de la voz, y de la palabra soledad repetida hasta el infinito, por más que me digan que la palabra no significa soledad, sino nostalgia, sino ausencia, sino añoranza, sino esplín, otras tantas cosas íntimas e incompartibles que se llaman soledad, como se llaman soledad el carrito doméstico, el color de los aceites y vinagres, y el hombre que implora a su mujer bajo los neones.



Dije, discúlpame. Discúlpame, Odile. Odile es innecesario en la frase. Por supuesto. No es amable decir Odile, si añado Odile es para recalcar mi impaciencia, pero no me esperaba que ella se diera media vuelta con los brazos colgantes hacia los productos refrigerados, o sea hacia el fondo del súper, sin decir una palabra y dejando el bolso en el carrito.



¿Qué haces Odile?, grito. ¡Me quedan dos horas para escribir un artículo muy importante sobre la nueva fiebre del oro!, grito. Una frase totalmente ridícula. Odile ha desaparecido de mi vista. La gente me mira. Agarro el carrito y salgo pitando hacia el fondo del súper, no la veo (posee el don de desaparecer, aun en situaciones agradables), grito, ¡Odile! Me encamino hacia las bebidas, nadie: ¡Odile! ¡Odile! Soy consciente de que alarmo a la gente a mi alrededor pero me trae totalmente sin cuidado, recorro los estantes con el carrito, odio los supermercados, y de pronto la veo, en la cola de los quesos, una cola todavía más larga que la de antes, ¡ha vuelto a meterse en la cola de los quesos! Odile, digo, una vez a su altura, me expreso con comedimiento, van a tardar por lo menos veinte minutos en atenderte, vámonos de aquí y ya compraremos el gruyer en otra parte. No hay respuesta.



¿Qué hace? Está revolviendo en el carrito y ha cogido el morbier. ¿No irás a devolver el morbier?, digo - Sí. Se lo regalaremos a mamá, digo para rebajar la tensión. Hace poco mi madre encontró una tuerca en un morbier. Odile no sonríe. Se mantiene tiesa y ofendida en la cola de los penitentes. Mi madre le dijo al quesero: no soy mujer amiga de líos, pero soy consciente de su larga vida de quesero famoso y me veo en la obligación de comunicarle que he encontrado un perno en su morbier. El tío pasó totalmente del asunto, ni siquiera le regaló los tres rocamadours que compró aquel día. Mi madre se jacta de que pagó sin chistar y de que se comportó con más dignidad que el quesero.



Me acerco a Odile y digo, en voz baja, contaré hasta tres, Odile. Contaré hasta tres. ¿Me oyes? Y, no sé por qué, en el momento en que digo eso, pienso en los Hutner, una pareja de amigos nuestros, que se han refugiado en una voluntad de bienestar conyugal, últimamente se llaman el uno al otro «corazón» y dicen frases por el estilo de «esta noche cenaremos bien corazón».



No sé por qué me vienen a la mente los Hutner cuando lo que me domina es la locura contraria, aunque quizá no exista gran diferencia entre cenaremos bien esta noche corazón y contaré hasta tres Odile, en ambos casos una especie de constricción del ser para lograr ser dos, no hay más armonía natural, me refiero a cenaremos bien corazón, no, no, y un abismo no menor, salvo que contaré hasta tres ha provocado un estremecimiento en el rostro de Odile, una arruga en su boca, un ínfimo amago de risa al que por supuesto no debo ceder de ningún modo mientras no reciba una clara luz verde, aunque me muera de ganas, pero debo hacer como si no hubiera visto nada, así que decido contar, digo uno, lo susurro con nitidez, la mujer que está detrás de Odile ocupa un lugar privilegiado para oírlo todo, Odile empuja con la punta del pie un trozo de papel de embalaje, la cola sigue creciendo sin avanzar, tengo que decir dos, digo dos, el dos es abierto, magnánimo, la mujer de detrás se pega a nosotros, lleva sombrero, una especie de cubo de fieltro abigarrado vuelto del revés, no me gustan nada las mujeres que llevan ese tipo de sombreros, es muy mala señal ese sombrero, infundo a mi mirada la intensidad necesaria para hacerla retroceder un metro pero sigue donde está, la mujer me examina con curiosidad, me mira de arriba abajo, ¿huele atrozmente mal? A veces las mujeres que llevan varias capas de ropa despiden cierto olor, a no ser que lo origine la proximidad de los lácticos fermentados.



De pronto vibra el móvil dentro de mi chaqueta. Me desfiguro al tratar de leer el nombre del que llama, pues no me da tiempo de encontrar las gafas. Es un colaborador que puede informarme sobre las reservas de oro del Bundesbank. Le pido que me envíe un correo alegando que estoy con alguien, para abreviar. La llamadita puede brindarme una oportunidad: me inclino y murmuro al oído de Odile con voz que apela a la responsabilidad, mi redactor jefe quiere un artículo de opinión sobre el secreto de Estado de las reservas alemanas, hoy por hoy no hay la menor información al respecto. Ella dice, ¿y eso a quién le interesa? Se encoge de hombros frunciendo las comisuras de la boca para hacerme calibrar la inanidad del tema, y lo que es más grave, la inanidad de mi trabajo, de mis afanes en general, como si ya no cupiera esperar nada de mí, ni siquiera la conciencia de mis propias renuncias. Las mujeres aprovechan cualquier situación para hundirnos, les encanta recordarnos que somos decepcionantes.



Odile acaba de avanzar un puesto en la cola de los quesos. Ha vuelto a coger el bolso y sigue sujetando con firmeza el morbier. Tengo calor. Me ahogo. Me gustaría estar lejos, ya no sé qué pintamos aquí ni de qué va la cosa. Me gustaría deslizarme sobre unas raquetas en el Oeste canadiense, como Graham Boer, el buscador de oro, el héroe de mi artículo, clavar estacas y balizar los árboles con un hacha en valles helados. ¿Tendrá mujer e hijos ese Boer? Un tipo que se enfrenta al grizzly y a temperaturas de menos treinta grados no se muere de asco en un supermercado a la hora en que todo el mundo hace la compra. ¿Acaso es ése el lugar de un hombre? ¿Puede alguien circular por estos pasillos llenos de neones y de packs, sin ceder al desaliento? ¿Y saber que volverá aquí, en cualquier época del año, arrastrando el mismo carrito a las órdenes de una mujer cada vez más mandona?



No hace mucho, mi suegro, Ernest Blot, le dijo a nuestro hijo de nueve años, voy a comprarte otra estilográfica, con ésta te manchas los dedos. Antoine contestó, es igual, ya no necesito ser feliz con una estilográfica. Ése es el secreto, observó Ernest, el niño lo ha comprendido, reducir al máximo la exigencia de felicidad. Mi suegro es el campeón de esos adagios quiméricos, en las antípodas de su temperamento. Ernest no ha concedido nunca la menor reducción de su potencial vital (olvidemos la palabra felicidad). Obligado a un ritmo de convaleciente a raíz de sus baipases coronarios, enfrentado al aprendizaje modesto de la vida y de las servidumbres domésticas que siempre había sorteado, se sintió apuntado y abatido por el propio Dios.



Odile, si cuento hasta tres, si pronuncio el número tres, ya me has visto, cogeré el coche y te dejaré tirada con el carrito. Ella dijo, me extrañaría mucho.



-Te extrañaría mucho, pero es lo que voy a hacer dentro de dos segundos.



-No puedes marcharte con el coche, Robert, las llaves están en mi bolso. Me hurgo tontamente en los bolsillos porque me viene a la memoria que yo mismo las dejé en algún sitio. Devuélvemelas, por favor. Odile sonríe. Pega el bolso que lleva colgado en bandolera entre su cuerpo y el vidrio de los quesos. Me adelanto para tirar del bolso. Tiro. Odile se resiste. Tiro de la correa. Ella se aferra en sentido inverso. ¡Le divierte! Agarro el fondo del bolso. No me costaría nada arrebatárselo si el entorno fuera distinto. Odile se ríe. Se aferra. Dice, ¿no dices tres? ¿Por qué no dices tres? Me crispa. Y también me crispan esas llaves en el bolso. Pero me gusta que Odile se ponga así. Y me gusta verla reír.



Estoy en un tris de aplacarme y de convertir el asunto en una suerte de jugueteo chungón cuando oigo una risita contenida junto a nosotros, y veo a la mujer del sombrero de fieltro, ebria de complicidad femenina, tronchándose abiertamente, sin el menor empacho. Ante eso no me queda más alternativa. Actúo brutalmente. Estampo a Odile contra el plexiglás e intento abrirme paso en el interior del bolso, ella forcejea, se queja de que le hago daño, yo digo, dame esas putas llaves, ella dice, estás sonado, le arranco el morbier de las manos, lo arrojo al estante, acabo sintiendo las llaves en el desorden del bolso, las saco, las agito ante sus ojos sin dejar de sujetarla, digo: nos largamos ahora mismo de aquí. La mujer del sombrero parece ahora horrorizada, le digo, ya no te ríes, ¿por qué? Tiro de Odile y del carrito, los conduzco a lo largo de las estanterías, hacia las cajas de la salida, le aprieto la muñeca aunque no opone ninguna resistencia, una sumisión que no tiene nada de inocente, preferiría tener que arrastrarla, siempre acabo pagándolo yo cuando adopta la máscara de mártir. En las cajas hay cola, por supuesto. Nos ponemos en esa cola de espera mortal, sin cruzar una palabra. He soltado el brazo de Odile, que finge ser una cliente normal, incluso la veo separar las cosas en el carrito y ordenarlas un poco para facilitar el trabajo de la cajera.



En el aparcamiento, no decimos nada. En el coche tampoco. Ha anochecido. Las luces de la carretera nos adormecen y pongo el CD de la canción portuguesa con la voz de la mujer que repite la misma palabra hasta el infinito.