Luis Landero
Su padre no se lo creería. Si levantara la cabeza hoy mismo, esta mañana gris de septiembre, se encontraría con que su hijo, a los sesenta y seis años, está sentado en el elegante -y un tanto abigarrado- vestíbulo del hotel Wellington. Vería que luce como la gente que él consideraba extraordinaria, que viste americana, camisa, pantalones y zapatos, que podría regresar al pueblo si quisiera y entonces todos verían que la vida ha hecho de él un hombre importante. Diría que ya no pinta en absoluto como el producto de una juventud desperdiciada. Que si acaso es algo distinto a lo que él habría deseado -es decir, distinto a un abogado, a un médico-, pero que en cambio recibe a periodistas, y a lectores, como un escritor respetado, amable, sencillo, un hombre que a sus años, "camino de la edad provecta", presenta hoy el último de todos los libros que ha escrito, en este caso un libro conmovedor, a ratos irónico, en donde habla de él, de su padre, pero también del resto de la familia y de sí mismo, pues se trata de una sincera y ancha exploración, como una vuelta necesaria al pasado que gira en torno a una pregunta fundamental: "¿Cómo he llegado aquí?"La historia de El balcón de invierno (Tusquets) comenzó el día en que Luis Landero intentó escribir su próxima novela. Está sentado, mira al balcón de su casa. El balcón separa su solitaria, insegura vida de escritor de lo que es la vida en realidad, de lo que hay fuera. Afuera está el mundo. Enfrente, a través de una ventana, observa a una hermosa joven que toca el violín. Desde arriba ve a las gentes pasear. Qué hago aquí, encerrado, se pregunta. Es entonces cuando para, y recapacita: "A veces caigo en la tentación de pensar que a mí en realidad no me gusta escribir, que a mí lo que me hubiese gustado es una vida de acción, y que todo esto de la escritura es el fruto de un espejismo, de un malentendido vocacional que se originó allá en la adolescencia".
A partir de ahí se desencadena un comedido hurgar en el pasado que, en origen, apunta a un desencanto, o a una cierta tarea pendiente. ¿Desencanto con las ficciones? ¿Se trata de eso? "No, no, en absoluto estoy desencantado con la ficción, todo lo contrario", corrige Landero. "Lo que pasa es que hay momentos puntuales en que uno se desanima, en los que incluso se te quitan las ganas de vivir". Entonces, ¿volverá a escribir una novela de ficción, de ficción pura? "Sí, eso espero. Lo que me ocurre es que yo me pongo a escribir una novela, veo un largo camino por delante, es cuestión de años, y yo tengo ya sesenta y seis... así que pienso: "¿otra novela?", y entonces me pongo a reflexionar sobre esto y empiezo a escribir sobre mi vida, la escritura, sobre lo que hay a un lado y otro del balcón, sobre si realmente la literatura ha sido el mejor camino, si no tenía que haber elegido una vida de acción. Así apareció este libro"."Este libro quiere ser un homenaje a la generación que vivió la guerra y la posguerra y tuvo que renunciar a sus proyectos"
-Aquí habla de sí mismo, pero también de los que han estado a su lado. Hay un momento en el que dice que el libro busca ser un conjunto de esas biografías cercanas que todos damos por sabidas.
-Es que quiere ser un homenaje a la generación de mis padres, una generación que vivió la guerra y la posguerra, que tuvo que renunciar a sus proyectos, a sus sueños para poder sacar adelante a su familia, y cuya obra no son esos proyectos, sino nosotros, sus hijos, que hemos mejorado, prosperado... Yo y mis hermanas somos la obra de mis padres, y eso era lo que quería mostrar con esta novela. Cómo en efecto, a veces, no prestamos atención a las personas que tenemos alrededor. Cada persona tiene su novela. Pero también cada cosa de la vida, todo tiene un punto de belleza, pero hay que saber mirar con intensidad.
-A su madre le pregunta para escribir este libro, y ella misma se extraña: "¿Por qué me preguntas sobre esto, tantos años después?"
-Es que yo me di cuenta de que no había indagado lo suficiente en la historia de mi familia. Claro que podría haber indagado cuando era más joven, pero entonces estaba distraído.
-¿Nunca ha pensado en cómo habría sido su vida de no haber crecido en ese ambiente rural, en ese "mundo sin libros"?
-Pues no tengo ni idea; lo que sí sé cómo habría sido mi vida si mi padre no hubiera decidido hacer de mí un gran hombre, aunque fuera a su manera. Es decir, si mi padre no hubiera decidido mandarme primero a un colegio, luego emigrar a Madrid. Él no lo necesitaba, vivía bastante bien en su pueblo: lo hizo por mí, por sus hijos. De otro modo, yo me hubiera quedado en el pueblo, no habría estudiado, tendría un oficio, quizá. Pero seguro que no hubiera sido escritor.
-La presencia de su padre es muy poderosa en este libro.
-Es que así fue, y así sigue siendo. Es una presencia muy poderosa aún hoy, tantos años después de su muerte. Mi padre quería lo mejor para mí y para mis hermanas. Pero sobre todo para mí, que era el varón y el llamado a hacer grandes cosas. Lo que pasa es que él era... [el escritor se para, suspira], él era muy impaciente, quería que las cosas se hicieran rápidamente, que yo fuera el mejor; y, claro, hubo un enorme desencuentro entre los dos.
Mi padre es una presencia en mí muy poderosa aún hoy, tantos años después de su muerte"
-Sí, nos separamos además de un modo radical. Con miradas aviesas, violencia más o menos soterrada; éramos prácticamente enemigos. Él me había dado por imposible. A mí entonces lo que me gustaba era el barrio, las chavalas, el cine, las motos; a mí me gustaba esa vida, y los estudios me pillaban muy lejos, así que para mi padre yo era un golfo.
-Eso termina en cuanto se produce ese "momento estelar", que es cuando se compra su primer libro en una librería de Preciados.
-Efectivamente. Sobre todo porque al final me oriento dentro de ese caos en que vivía. Yo vivía en medio de una gran desinformación. Porque ni en el mundo de los campesinos, ni en el barrio, ni en la farándula, ni en el ámbito laboral había nadie que leyera y pudiera informarme. Yo carecía de información. Pero de pronto se hizo la luz y todo cambió.
-Ahora que menciona la farándula, usted empezó tocando la guitarra; incluso hizo varios bolos.
-Bueno, mi primera vocación cultural en realidad fue la poesía. Empecé a escribir poemas con unos quince años, y mis primeras prosas. De manera que yo en cierto sentido fui escritor precoz, y eso fue gracias a los cuentos de la infancia y a los decires y las leyendas y a toda la narrativa de la familia. Yo creo que el germen de la literatura ya lo tenía metido en el alma. Pronto empecé a leer novelas del oeste, cualquier cosa me venía bien. Fui un joven lector voraz y caótico. Y el descubrimiento, claro, fue la poesía [que descubrió en una antología llamada Las mil mejores poesías de la lengua castellana]. Aquello me fascinó.
El escritor, a la derecha junto a su abuela
-Sí, como yo toda la gente que ha vivido en el mundo rural ha recibido las primeras manifestaciones literarias a través de la literatura oral. No había libros, qué libros iba a ver.
-Pero había historias, y algunas inventadas, o al menos inverosímiles, así que se manifestaba el mismo interés por la ficción, y daba igual el nivel cultural de la gente.
-Claro, aquello era otra forma de literatura. A mí todas aquellas historias me parecen verdad, me lo parecían de lo bien contadas que estaban. Toda esa habladuría narrativa, no solamente los cuentos, sino también las anécdotas, los chismes, son como un gran archivo, como un estuche donde se atesoran las experiencias de los mayores para que no se pierdan. Esas historias son las que defienden a la vida del olvido. Si no todo se perdería.
-Luego está la defensa que usted hace de la escritura. Porque lo que no se escribe sí que definitivamente se pierde.
-Siempre se lo he dicho a mis alumnos. Lo que no escribais lo vais a olvidar. Ahora tenéis diecisiete, dieciocho años, pero cuando tengáis treinta y cuatro habréis olvidado este día. Os habréis olvidado de hoy. Yo los obligaba a llevar un diario de clase. Todas las semanas escribían dos horas y luego me lo entregaban los cuadernos y yo los corregía.
-Y cada diario, un mundo distinto.
-Eso por descontado. Yo no les ponía límites. Les decía que se concentraran en algo, en un punto. Mirad dentro de vosotros, les decía. Es una cuestión de fijar la mirada. Veréis la cantidad de cosas que tenéis que contar, les decía. Por ejemplo, les hacía escribir sobre los pasillos, sobre sus pasillos, el pasillo en el que les pasó tal o cual cosa, el de un hospital, el pasillo en donde besaron por primera vez a una chica. Siempre sobre lo concreto. Ese es el camino para que uno se dé cuenta de que es original, único, y de la cantidad de cosas que tiene que contar.
-Aunque a veces lo escrito hace que la realidad se reduzca, precisamente, a lo escrito. Que se manipule de algún modo la realidad.
-Efectivamente, aunque lo escrito es verdad que estimula la memoria. Hay hechos, aspectos que uno no consigna por escrito pero a los cuales es posible llegar a través de ese testimonio. En fin, esto es como la magdalena de Proust, se ha dicho mil veces. Tú tienes que dar cuenta de la magdalena, y entonces, de pronto, recuerdas: esto lo viví, esto pasó aquella tarde... y así se completa el recuerdo.
Foto de familia de los Landero, con el escritor en el centro.
-El balcón en invierno está escrito a golpe de recuerdos, por lo que no guarda un orden cronológico. ¿Le hubiera sido posible ordenar todo lo que le venía a la memoria, ordenarlo cronológicamente?- Sí, creo que lo podría haber hecho, pero no quería. No quería hacer un libro realista. La estructura la iba improvisando sobre la marcha, porque la materia era muy familiar para mí. No he necesitado ningún esquema, ni estructura ni nada. Sencillamente iba avanzando a través de tres líneas dramáticas [la infancia, la adolescencia y el tiempo presente, esta última más difusa] y me apetecía ir saltando de una a otra. Es muy viejo todo esto de dar saltos para contar, para crear expectativas; en fin. Y luego que hay cosas que yo no cuento, la historia de mis amores, por ejemplo, o la de mis amigos, la emigración, la historia del colegio donde estuve interno; pero no era eso lo que yo quería. Quería dar una impresión del pasado, con algunas pinceladas; sugerir, más que contarlo todo.
-El relato acaba al tiempo que usted madura y descubre su vocación.
-Sí, hasta los veintiún años. Porque ese fue el momento en que decidí que quería ser escritor. Ahí se acabaron mis incertidumbres. Ese era mi destino después de muchos tumbos, de tantear muchos caminos. Y ahí concluye, porque lo demás es más sabido, menos determinante; yo luego estudié, fui a París, lo de siempre. Eso me interesaba menos.
-De pequeño su madre le atribuía una capacidad soberbia para la fabulación. Repetía lo mentiroso que era... ¿un escritor ha de ser, ante todo, un mentiroso?La imaginación no consiste en inventar grandes cosas, si no en saber sacar los esencial de la realidad"
-Sin duda, un escritor es un mentiroso, pero sobre todo alguien que tiene imaginación. Y la imaginación, ya lo dijo Baroja, es un bien escaso. Sin imaginación no hay escritor. Otras cosas se adquieren, pero la imaginación hay que tenerla. Y esto no tiene nada que ver con inventar grandes cosas, sino con saber mirarlas. Saber ver lo esencial, lo distinto de las cosas. Descubrir lo que las cosas nos ocultan. Por eso está anclada en la realidad y lo otro es fantasía, tipo Walt Disney. La imaginación puede ser realista, expresionista, impresionista, y eso es maravilloso porque hace que se puedan contar las cosas más anodinas siempre que se sepa cómo observarlas. Pienso en Pla, por ejemplo, en su viaje en autobús, que es un viaje de nada, donde no ocurren grandes cosas; pero qué bien dicho está todo y que bien observado. Observar y sentir, no se necesita más.
-Pla defendía que la descripción era el arte más complejo de todos.
-Sí, porque es la realidad en crudo, y de ahí hay que conseguir dar resplandor por medio de la palabra. Aquello que ves tiene que estar ligado siempre a aquello que imaginas. No sé, la descripción de la tricotosa que hago en el libro, y que yo describo como un monstruo; esa es mi visión. Como yo tengo mi visión de naturaleza y de tantas otras cosas.
-¿Habría sido distinto este libro si lo hubiera escrito en otro momento de su vida?
-Es posible, es posible. Fíjate, es un libro que yo he tardado en escribir seis meses, pero que yo creo que he estado escribiendo toda mi vida. Aquí hay una gran maduración. Para llegar al momento en que puedas moverte en tu pasado con autoridad, con fluidez, ha de pasar el tiempo. Supongo que por eso hace falta una maduración; quizás este libro no lo podría haber escrito con cincuenta años, pero no lo sé. Está bien escrito ahora, creo.
Antes de terminar y darle la mano equivocada (Landero tiene la derecha escayolada, "un accidente"), le preguntamos, ya sin grabadora, si ha sido doloroso este viaje al pasado. Si se le quedó, quizás, algo que decirle al padre, de quien se despidió con prisas en la habitación del hospital donde se moría. Landero subió, sus amigos del barrio le esperaban abajo, ventanillas bajadas, codos fuera, el cigarro entre los dedos, y este entró, vio a su madre, a sus hermanas. Su padre tenía ya "las ansias de la muerte": se levantaba, se sentaba, iba de la silla a la cama. El joven Luis entró y, sin despedirse, se fue. Pero ese episodio, que vuelve a él regularmente, no oscurece un libro por lo demás luminoso. "Escribirlo ha sido más bien algo gozoso -dice el escritor-, aunque pueda tener tintes elegíacos, algo melancólicos. Pero en el fondo está la alegría de haber vivido. Un hijo mío me lo ha dicho, y eso que sabe lo pesimista que soy: Este libro invita a vivir".