Kirk Douglas (Amsterdam, Nueva York, 1916) quiso producir con su marca Bryna -nombre de su madre rusa- una versión cinematográfica de Espartaco (1951), relato sobre la rebelión por la libertad, encabezada por el esclavo tracio del mismo nombre contra el poder de Roma en el siglo I a.C., escrita por el especialista en novelas históricas Howard Fast. Y convenció a los Estudios Universal. Los problemas comenzaron, y duraron tres años, en el primer instante. Estados Unidos vivía los estertores de la Caza de Brujas, la persecución del Comité de Actividades Antiamericanas contra cineastas de Hollywood acusados de comunistas. Con el concurso de colegas delatores, muchos cineastas fueron vetados para el trabajo, obligados a utilizar pseudónimos, forzados al exilio o encarcelados.
Había sido el caso de Howard Fast, que se empeñó en escribir un guión que no gustaba a Douglas. Para arreglarlo, Douglas contrató al novelista y guionista Dalton Trumbo, que había estado en prisión por el mismo motivo. Nadie debía saber, ni mucho menos la gente de la Universal, que Trumbo estaba escribiendo la película. Las asociaciones de ultraderecha arruinarían el proyecto. El vector de Yo soy Espartaco (Capitán Swing) es la narración de las inauditas dificultades que se generaron por esta posición, incrementadas por la voluntad final del actor y productor de hacer figurar a Dalton Trumbo en los créditos con su propio nombre, lo que terminó ocurriendo con el resultado de acabar con las siniestras “listas negras”.
Con prólogo de George Clooney, lo que el libro cuenta magníficamente -buen ritmo, grandes escenas, buenos diálogos y profusión de anécdotas-, a mayor y merecida gloria de su autor, es la esforzada peripecia de un demócrata liberal por liquidar el oscurantismo que anegó Hollywood durante más de una década, malogrando vidas, carreras y películas.
Pero Espartaco (1960) iba a ser y fue una superproducción, y una infinidad de dificultades se añadió a la clandestina y tormentosa elaboración del guión. Universal estaba compitiendo con Los gladiadores, un proyecto de similar temática que iba a dirigir Martin Ritt. Hubo que maniobrar para ahogarlo. No había director adecuado, a falta de unas semanas para el inicio del rodaje, y Universal, contra el criterio de Douglas, impuso al prestigioso director de westerns Anthony Mann. Pronto se vio que Mann no era capaz de controlar una película de esas dimensiones, y hubo que despedirlo al poco de comenzado el rodaje. Luego, Douglas apreciaría el trabajo técnico de Mann e hizo conservar varias escenas suyas en el montaje presuntamente final, intervenido y cortado por la censura.
¿A quién elegir sobre la marcha? Douglas, desesperado, optó por Stanley Kubrick, un joven de apenas treinta años, taciturno y raro, todavía no fiable para la gran industria. Douglas le había confiado Senderos de gloria (1957), producida por Bryna, obra maestra que no había dado un duro. Douglas apostaba por su talento y temía sus manías y sus aires dictatoriales y genialoides.
¿Y sería Kubrick capaz de manejar a un brillante elenco de “egos” que había costado un Congo reunir y, más o menos, armonizar? Todos querían destacar a costa de los demás: el mismo Douglas, Lawrence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov, Tony Curtis, Jean Simmons... ¿Cómo pastorear a esa tropa? Unos hacían capillitas aparte, otros iban contra el resto, otros se confabulaban para reescribir sus propias escenas al margen del director y del productor, que no tardaron en enfrentarse entre sí. Y Trumbo tiró la toalla, aunque Douglas le convenció para volver al redil: pondría su nombre en los créditos. Esa fue la baza.
El iracundo Kirk Douglas, “el hijo del trapero” -título de su autobiografía-, fue el héroe en la pantalla de una película que, finalmente, obtuvo gran éxito y es un clásico. Y es el héroe de Yo soy Espartaco, el hombre que fue capaz de generar una obra maestra con buenas y malas artes, improvisando, echando órdagos, aprovechando casualidades, reconvirtiendo en bueno cuanto de malo iba sucediendo y combinando su vida privada -un gran ditirambo hace el ligón de su esposa, Anne Buydens- con su extenuante labor delante y detrás de las cámaras. ¿Novelas? Difícilmente, en la más trepidante de las novelas, pueden suceder tantas cosas como las que se cuentan en este libro: epopeya y milagro del cine.