Roque Larraquy. Foto: Turner
El escritor argentino Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) inaugura la colección Cuarto de las Maravillas, de Turner, con La comemadre.
El primero de los dos relatos que componen La comemadre cuenta una historia de 1907. En el sanatorio de Temperley, un grupo de médicos inician un descabellado experimento que parte de la idea de que el ser humano vive -y puede decir cosas- hasta nueve segundos después de que le corten la cabeza. Así que instalan una guillotinas y consiguen, con espectaculares mentiras, que unos enfermos de cáncer donen sus cuerpos a esa disparatada ciencia: "Esta es la propuesta -escribe el narrador-: seleccionamos pacientes terminales. Les cortamos la cabeza de modo que no se lastime el aparato fonador, técnica que he practicado exitosamente con palmípedos y que ya explicaré, y pedimos que la cabeza nos cuente en voz alta qué percibe". Son especialmente delirantes las aportaciones de cada uno de los doctores, que se suman al proyecto con entusiasmo. Los médicos creen estar a punto de dar un paso decisivo en la Historia de la Ciencia. "A mí lo que en realidad me interesa -nos dice, al teléfono desde Buenos Aires, el autor de la novela- es el discurso de la pseudociencia. Me interesa ese discurso porque posee la épica del fracaso".
Aquella medicina de principios del XX trabajada con electricidad; o la radiestesia, o la frenología, poseían, afirma el escritor argentino, "una estrategia literaria muy poderosa". Como poderosos son los embustes de los médicos de Temperley, que prometen a los enfermos la curación, y acto seguido les cortan la cabeza. Todo esto lo leemos en el espantoso diario del doctor Quintana -un diario clínico, secamente descriptivo-, quien, entre decapitaciones, alimenta un dificultoso amor por la enfermera Menéndez, que es alta, atractiva y fuma cigarrillos de cinco minutos exactos. El clima frío y blanco del sanatorio, el aséptico informe de Quintana, el brillo metálico de la guillotina, todo eso le da al conjunto una textura de quirúrgica sobriedad. "El estilo de la novela viene un poco de mi intención de trabajar con el humor", dice Larraquy. Un humor, digamos, terapéutico. Negrísimo. "Un humor -añade- que surge de la distancia frente al hecho traumático o violento, de una lectura desapegada y cínica de lo que ocurre". Ese humor, muy medido, es también válvula de escape, o fuga: sin él, La comemadre sería insoportable: "Creo que de ese modo el texto revela su naturaleza no realista. Es un texto muy disparatado. Que transcurre en una realidad grotesca y de algún modo el humor es síntoma de toda esa construcción artificial", afirma Larraquy.
La segunda historia ocurre ciento dos años después. Un reconocido artista contemporáneo recibe la visita de una joven estudiante de Yale que escribe una tesis sobre él. El relato es la refutación de esa tesis, es decir, de la biografía errónea del artista, un exniño prodigio cuya aportación última a la historia del arte consiste en la inclusión, en sus obras, de miembros amputados de seres humanos, incluidos los suyos. Como si en el arte -o mejor: en el mercado del arte- todo valiera. "En ambos relatos se describe cómo la meta que postulan los personajes-narradores es siempre más importante que la evaluación moral que ellos hagan de su comportamiento", dice el escritor, para quien, desde ese punto de vista, hubiera sido muy torpe condenar a los personajes. "En la segunda parte la violencia tiene también que ver con ese mercado que resulta indistinguible del arte en sí. Los personajes piensan el arte como mercancía, así que improvisan, especulan con los resultados y los efectos retóricos que pueden llegar a producir". Otra vez, como en el primer relato, al escritor le interesa la legitimación a través del discurso. "Las dos historias comparten un espacio común que es el de la construcción de un discurso que en última instancia los avala y los proyecta", dice el autor.
Además de lo mencionado, la comemadre (una planta) avala la unicidad de la obra. Es el último y terrible nexo entre ambos relatos: un vegetal cuya savia produce unas minúsculas larvas capaces de hacer desaparecer los cuerpos y reintegrarlos en la tierra. En la historia del sanatorio se menciona la comemadre en un momento problemático, cuando decenas de cadáveres guillotinados se apilan en el sótano. "(...) el depósito del sótano sigue lleno -apunta el narrador-. Habría que resolver cómo vaciarlo. ¿La incineradora? El fuego es sucio, y la suciedad delata. Con estas palabras lo digo. Más higiénico es inyectar las larvas en los cuerpos y hacerlos desaparecer, sin rastro".