Foto: Mitxi
Aquí puedes leer y descargar el primer capítulo de Cadáveres en la playa
La intriga, de original planteamiento que se mezcla con el problema de la pérdida de arena en la playa, se desarrolla sin demasiadas sorpresas y con unas pautas previsibles, aunque la confianza de Esparta en que el criminal se desmoronará y confesará al hacerle revivir los hechos del pasado parece un tanto ingenua por parte de un personaje que ha bebido sobre todo en los escépticos y desconfiados Hammett y Chandler. Pero no es este aspecto del relato algo medular.
Lo que importa sobre todo es el trazado de muchos personajes, unos procedentes del bando vencedor y bien instalados con cargos políticos en la sociedad -como el antiguo grupo de falangistas- y otros, entre los que se supone que figura el asesino, que han sobrevivido con menos facilidades y cuyas acciones del pasado tuvieron más que ver con impulsos pasionales que con motivaciones políticas (un rasgo diferenciador que debe tenerse en cuenta): Arzubialde, Mugarte, Barrondo, Pagoeta. En ellos recae de manera especial la atención del novelista, sobre todo en la narración de los reiterados e inseguros intentos de reconstrucción del crimen. En este aspecto, Pinilla tiene tal destreza como retratista -en la más pura línea barojiana- que le hacen falta pocos rasgos para diferenciar a unos y otros con nitidez.
Al igual que las dos novelas anteriores protagonizadas por el librero investigador, puede entenderse Cadáveres en la playa como un divertimiento de tono menor, sobre todo si se compara con las creaciones más complejas de Pinilla. Pero es difícil que una obra concebida, en efecto, como divertimiento quede tan sólo en eso en manos de un excelente escritor. Cadáveres en la playa es una obra bien anclada en la historia, con atinados reflejos de los temores y esperanzas de muchos españoles hacia 1972, cuando se aguarda -o se sueña- el fin de la dictadura y, al mismo tiempo, se teme todavía algún zarpazo del poder. Y deja en el aire el recuerdo de tantas muertes inútiles e impunes, junto con la convicción de que la dictadura sobrevivió muchos años, los suficientes para modelar personalidades y comportamientos de varias generaciones que no tuvieron ocasión de conocer otra cosa.
En estos leves atisbos, diseminados fugazmente a lo largo del texto, late la historicidad de la obra, algo a lo que Pinilla no renuncia jamás. Por eso sus modelos genéricos, que el librero Bordaberri destaca sin cesar en sus reflexiones literarias, están en Chandler y Hammett, los creadores de la novela negra -cuyas historias se inscriben siempre en un fondo social muy marcado-, y no en los cultivadores de la simple novela de enigma, como Agatha Christie, Ellery Queen y muchos otros, acaso más diestros al concebir los misterios de sus historias, pero menos ambiciosos para intentar la plasmación de una época.