Los cuerpos de Stefan Zweig y su mujer Lotte, fotografiados en su lecho de muerte
El último libro que escribió Stefan Zweig fue una autobiografía titulada El mundo de ayer, una elegía a la cultura vienesa que había nutrido su talento literario y que, en 1941, iba camino de ser barrida por el fascismo y la guerra mundial. El libro lo terminó en Brasil, donde Zweig y su segunda mujer, Lotte, se instalaron después de pasar años viajando erráticamente como expatriados, y donde se suicidaron el 22 de febrero de 1942. Su muerte ha contribuido a convertirle en la encarnación de un particular aroma de nostalgia. Otros escritores de lengua alemana -Thomas Mann, Hannah Arendt y Bertolt Brecht- hicieron de la supervivencia una forma de resistencia. Ante la catástrofe política y moral de la Europa del nazismo, estaban resueltos a seguir adelante hacia el mundo del mañana. Zweig, que dejó tras de sí una obra cuya variedad y volumen rozaban lo absurdo, se veía a sí mismo a los 60 años como irrevocablemente perteneciente al pasado. Decidió quedarse allí, y para quienes vayan en su busca aún es posible encontrarlo en una atmósfera de refinamiento hedonista y pasión intelectual, frecuentando los cafés de una ciudad desaparecida.El exilio imposible es una fascinante y en ocasiones desconcertante reflexión sobre los últimos años de Zweig. Pero ¿quién era? Es de agradecer que, al abordar esta cuestión, George Prochnik, profesor de Literatura inglesa en la Universidad Hebrea de Jerusalén, se abstenga de la fatigosa literalidad de las biografías convencionales en pro de una perspectiva más impresionista y evocadora. Prochnik lee la prosa de Zweig -tanto las cartas y las conferencias como la ficción- con el ojo de un crítico discreto, al tiempo que procura encontrar pistas en algunos de los lugares en los que vivió su protagonista. El escritor, también hijo de un judío austriaco que huyó de los nazis, viaja a Brasil, Viena y Westchester, como si esperase sorprender al fantasma de Zweig. Lo que encuentra es más inquietante: recuerdos desvaídos que sugieren la vasta y creciente distancia entre el cautivador ayer de Zweig y nuestro presente.
Zweig, que escribió las biografías de Napoleón, María Antonieta, Freud y Erasmo (entre muchas otras), tenía tanto interés en los significados como en los hechos de las vidas de sus protagonistas. Prochnik comparte esta inclinación. No se puede decir que el carácter de Zweig se deduzca fácilmente de sus escritos, ni siquiera de las cartas y los diarios íntimos que constituyen una parte importante del material de Prochnik, que lo presenta como un ramillete de contradicciones internas que contiene multitudes. Así, lo describe como un "acaudalado ciudadano austriaco, un incansable judío errante, un autor magníficamente prolífico, un infatigable defensor del humanismo paneuropeo, un anfitrión impecable, un histérico en casa, un noble pacifista, un populista barato, un hedonista remilgado, un amante de los perros, un aborrecedor de los gatos, un coleccionista de libros, un dandi, un depresivo, un adepto a los corazones solitarios, un ocasional donjuán que se comía con los ojos a los hombres, un sospechoso de exhibicionismo, un adulador de los poderosos, un defensor de los desvalidos, un cobarde frente a los estragos de la edad, un estoico ante los misterios de la tumba". Y esto es solo una relación parcial.
Como es bien sabido, James Joyce, que era casi coetáneo de Zweig y uno de sus conocidos, proclamaba su vocación literaria con el lema "silencio, exilio y astucia". Zweig, por el contrario, era parlanchín y candoroso. Y aunque fue tan feliz en París o Berlín (al menos antes de 1933) como en Viena, el desarraigo del exilio le resultó insoportable. Era, corrigiendo una vieja calumnia antisemita, un cosmopolita arraigado, un ciudadano ejemplar de una sociedad transnacional destruida por un nacionalismo patológico. La inminente extinción de esta amenazaba su identidad.
La narración de Prochnik, una crónica zigzagueante y episódica de ansiosa agitación y ocasional calma, se centra en los últimos años de Zweig, cuando se dirigía hacia la autosupresión. Desde mediados de los años 30, él y sus sucesivas esposas (Friderike y Lotte, que había sido su secretaria y con la que contrajo matrimonio en 1939) pasan por Londres y Bath, el hotel Wyndham de Manhattan, una casa de campo en el Estado de Nueva York, y, por último, la ciudad brasileña de Petrópolis. En medio de todo ese hacer y deshacer maletas (y del final de un matrimonio y el principio de otro), Zweig mantuvo el ritmo de las exigencias de la celebridad literaria y la productividad creativa. Siendo como era uno de los más famosos literatos expulsados por Hitler, recibía continuas solicitudes para hacer declaraciones, dar conferencias, firmar peticiones y proporcionar consuelo, hospitalidad y ayuda financiera a refugiados menos afortunados.
Parte del caos de su existencia se reproduce en la estructura de los capítulos de Prochnik, que suelen empezar en un lugar y un momento específicos, para luego vagar hacia atrás y hacia delante en el tiempo, atravesando y volviendo a atravesar el Atlántico, los Alpes y el canal de la Mancha. Hay personas reconocibles de inmediato (Freud, Theodor Herzl); algunas a las que probablemente habría que conocer mejor (Karl Kraus, Jules Romains, Joseph Roth); y otras (el excelsamente nombrado Hendrik van Loon) de las que es fascinante tener noticia. Pero todas ellas, de algún modo, pasan precipitadamente en una cascada de nombres dejados caer y de rápidas impresiones. En ocasiones se desea una estructura más clara y un ritmo más reflexivo.
No obstante, un libro así podría traicionar a su protagonista. La dislocación de Zweig no era solo geográfica, sino también temporal. Al examinar una de sus últimas cartas, Prochnik lo describe como "en caída libre a través del tiempo", y eso es lo que él hace a lo largo de El exilio imposible. Si bien no ofrece una crónica de todos los periodos de la vida de Zweig, el autor intenta tocar todo lo que era importante para él, y el resultado es un festín intelectual servido como una serie de canapés. Al llegar al final, se han asimilado observaciones e informaciones sobre literatura alemana, identidad judía, costumbres sexuales vienesas, psicoanálisis y cotilleo literario. Es un libro no sistemático sobre un hombre cuyo diletantismo era una de sus virtudes imperecederas.
Y una invitación a conocerlo mejor. Hay mucho más que leer (Novela de ajedrez, Confusión de sentimientos y Carta de una desconocida, para los principiantes), en gran parte conmovedor y delicioso. Estos adjetivos no pretenden ser elogios fáciles. En este momento Zweig puede resultar especialmente atractivo porque fue un artista serio y un apasionado y minucioso observador de los hábitos, las flaquezas, las pasiones y los errores. "El don que otorgó al mundo dependía del calor sensual en sus venas", escribe Prochnik. O, en palabras del propio Zweig: "Puedo adueñarme de la imaginación de otros porque de mí también se han adueñado, y eso ha producido calidez comunicativa". A. O. SCOTT
A.O. Scott es redactor jefe de crítica cinematográfica de The New York Times.