Y de pronto cayó el muro. Hay quien dice que se veía venir, que desde que los húngaros abrieron su frontera con Austria, la utopía colectivista sobre la que se asentaba aquel bloque de regímenes opresivos, sumisos a las directrices de Moscú, no podía menos de venirse abajo.
A mí, como a tantos con los que después he conversado al respecto en Alemania, de aquel célebre telediario del 9 de noviembre de 1989, a las ocho de la tarde en la primera cadena de la televisión pública, no me interesaba más que la predicción del tiempo. Para rato íbamos a imaginar el histórico despiste del portavoz gubernamental Günter Schabowski, mal preparado, mal informado, al proclamar en rueda de prensa, como norma ya vigente, lo que no era sino un proyecto del Comité Central del partido único para una posible autorización de los viajes privados fuera de la RDA. Con eso y todo, nadie en sus cabales pone en duda que la caída del muro fue una conquista popular.
Recuerdo la primera vez que vi el Telón de Acero, desde una atalaya de los montes del Harz. Por aquellos parajes idílicos anduvieron en su día Goethe y más tarde Heine. A la memoria me vienen el silencio que se extendía a lo largo de la frontera infranqueable y el hermoso provecho que la naturaleza sabe sacarle a la ausencia de los hombres. Un acompañante me dijo, señalando unas casas al otro lado de las alambradas, a apenas dos o tres kilómetros de distancia: “Nos sería más fácil llegar a Australia que a ese pueblo”.
"A no pocos escritores occidentales la caída del muro les pilló con el pie cambiado. Grass, con su ostensible miopía histórica, se oponía a la reunificación"
No eran aquellos, mediada la década de los ochenta, tiempos brillantes para la literatura alemana. En el lado occidental, predominaban el conformismo, la molicie burguesa, cierta sequedad en la inventiva. Las grandes figuras (Grass, Lenz, Böll, que murió por entonces) ya habían dado lo mejor de sí y no se avistaba en el horizonte un relevo de nombres de similar envergadura literaria. En el lado oriental, reinaban la obligatoria ortodoxia ideológica, la censura, el temor a las represalias. A espaldas de la iniciativa clandestina, ocupaba la plaza un grupo selecto de escritores oficiales, acomodados al régimen comunista, que no obstante los sometía a vigilancia continua o los convertía a ellos mismos en vigilantes. La complexión física de los respectivos jefes de gobierno se correspondía con el ambiente cultural de cada país: el canciller Kohl, orondo, torpón, satisfecho, y el flaco y enfermizo Honecker a punto de ser despojado por los suyos del cargo de secretario general.
Todo cambió de golpe. A no pocos escritores occidentales la caída del muro los pilló con el pie cambiado. Así Günter Grass, que con ostensible miopía histórica se mostró contrario a la reunificación. Su respuesta literaria a la caída del muro fue una gruesa novela, publicada en español con el título de Es cuento largo (Alfaguara). En su día llegó a ser considerada la novela por antonomasia de la caída del muro y de la posterior fusión en una sola ciudad de las dos partes de Berlín. El libro constituye un homenaje a un clásico de la literatura alemana del siglo XIX, Theodor Fontane, trasuntado en el protagonista, Theo Wuttke, un archivero a ratos esquizofrénico, a ratos cómico. La novela de Grass fue acogida con división de opiniones. Más de unoconsideró que había nacido vieja. El crítico estelar de la época, Reich-Ranicki, arremetió contra ella sin contemplaciones.
La caída del muro desató una especie de movida literaria en Alemania. Sobre todo los jóvenes escritores de la antigua RDA estaban deseosos de ejercitarse en la recién estrenada libertad, tenían un sinfín de historias que contar, podían despacharse a su antojo, sin cortapisas censorias, buscaban una nueva identidad y un público multitudinario esperaba con ansia sus relatos y testimonios. No defraudaron. El cine, el teatro, la arquitectura, se apuntaron de buena gana al nuevo empuje creativo.
Estos escritores entonces jóvenes son hoy nombres consagrados. No pocos de ellos cuentan con libros publicados en España. Pongo por caso Ingo Schulze, que obtuvo un gran éxito de crítica y ventas en Alemania con sus 33 momentos de felicidad, posteriormente con Historias simples (ambos en Destino). Destaca junto a la literatura fragmentaria de Schulze, el componente paródico, incluso esperpéntico, de Thomas Brussig, de quien Siruela publicó La Avenida del Sol, novela corta aupada en su día al éxito con ayuda de una versión cinematográfica.
Otro caso de escritor, en este caso escritora, que lleva en su biografía marcada a hierro candente la partición de Alemania es Julia Franck, quien a la edad de 8 años logró pasar con su madre y sus tres hermanas a Berlín Occidental. Allí vivieron años duros, de encierro y pobreza en un centro de acogida. Sobre tan ingrata experiencia escribió Julia Franck su novela Zona de tránsito (Tusquets), que ha sido recientemente adaptada al cine. La nómina de escritores alemanes dignos de atención que se dieron a conocer tras la caída del muro podría prolongarse con otros autores accesibles al lector español. Judith Hermann, por ejemplo, que sorprendió a propios y extraños con una delicada e inquietante colección de relatos; o Thomas Hettche, autor de Nox (Tusquets), novela de tintes crudos en la que menudean las descripciones anatómicas y los pasajes que frisan en lo pornográfico y macabro.
Hoy Berlín, sin ser el centro editorial de Alemania, es un imán de escritores y artistas en general, no sólo alemanes. Ciudad tolerante, abierta, multicultural, centro político del país, endeudada hasta las orejas, Berlín persiste en el empeño de recobrar, siquiera en parte, aquel esplendor que tuvo en el pasado, antes de la llegadadel nacionalsocialismo y la destrucción.Y sí, es verdad, todavía, pasados 25 años, hay quien sostiene que el muro perdura en la cabeza de numerosos berlineses. Puede ser. Para quienes llegamos a la ciudad como visitantes, no resulta fácil averiguar a simple vista si tenemos los pies en el Este, si estamos respirando en el Oeste.
Confluencias
La crítica y ensayista Cecilia Dreymüller (Nohn, Eifel, 1962) es el mejor enlace entre las letras españolas y las germanas. En Confluencias (Alpha Decay, 2014) reúne textos hasta inéditos en español de varias generaciones de escritores en lengua alemana. Una panorámica contemporánea tan completa como indispensable por la que se asoman los clásicos -Handke, Jelinek, Strauss, Genazino, Müller- y los más recientes -Mora, Meyer, Nadj Abonji, Sander, Bayer-. Defiende la antóloga que la literatura alemana actual “está más viva que nunca” pero se lamenta de que en gran parte nos es desconocida. Su mejor enmienda son estas páginas que brindan los mejores textos escritos desde la caída del Muro de una selección de veinte autores que conformarían el canon presente, y probablemente futuro, de una galaxia literaria por descubrir.