Retrato anónimo de Montaigne
He aquí un libro de carácter privado y familiar que no se propone prestarle al lector servicio alguno ni obtener para el autor gloria de ningún tipo: sólo busca confiarle a parientes y amigos una imagen de quien lo escribió para que cuando muera guarden una memoria más completa de cómo fue. El tema del libro soy yo mismo, dice antes de empezar a desgranar el mundo mediante la táctica de asomarse al espejo -o a ese otro espejo: la memoria, o a ese espejo más hondo: el que forman los autores que nos dijeron algo- y portando una bandera cuyo lema parece ser: ¡A cuánta miseria nos empuja la buena opinión que tenemos de nosotros mismos!Para rebajar esa miseria, no hay mejor método que acomodar las opiniones de uno a la autoridad de los antiguos y no poner en duda la certeza de que filosofar es dudar, que la duda es una fe con la que paliar las insuficiencias de las fes, que la incertidumbre un perfecto motor con el que conducirse por lo único que se tiene: el ahora, la vida. Así recorre Michel de Mointagne (Castillo de Montaigne, Saint-Michel-de-Montaigne, cerca de Burdeos, 1533 - ibíd., 1592) el mundo, examina las ideas recibidas y les da la vuelta a veces, no consiente dogma alguno que no pueda ser sometido a examen, escala la montaña del yo para restarle altura, le pone minúsculas a las leyes de los hombres e ilumina, guiado por la salvaguarda de la antipedantería, una ideología revolucionaria pero sin las alharacas ni verborreas propias de cualquier revolución: la ideología de la sensatez o la sensatez como ideología. Aunque sus escritos son los de un aristócrata que se dirige a la aristocracia, sabe, quizá sin más cálculo que el de la naturalidad, cómo convertirnos en aristócratas. En realidad su libro tiene la cualidad del agua: puede adaptarse a cualquier recipiente. No en vano los Ensayos habrán de convertirse en la obra maestra de la pequeña burguesía elevada a nueva aristocracia.
Ensayo vale como experimento: Mointagne experimenta con todo, abre puertas guiado de un tema general cualquiera y se busca en la divagación dichosa, erigida a base de citas de los antiguos, de los que era devoto. Dice que en cuanto a las citas que escalonan sus búsquedas se atiene a la calidad antes que a la cantidad: son los huesos del esqueleto que mantendrá en pie los nervios y músculos de una prosa que sabe que nada es más fácil que engañarse buscando el todo en cualquier cosa y prefiere esquivar las abstracciones porque el mundo está hecho de cosas concretas: "No alcanzo a ver el todo de nada", dirá memorablemente, para añadir que tampoco quienes dicen hacerlo lo hacen de verdad. Bajarle los humos a ese "todo" imprudente e inalcanzable para conseguir al menos "algo": ahí radica su sabiduría. La sensatez y la senectud están aliadas por la etimología, pero la primera mantiene fresca a la segunda, de ahí que los escritos de Montaigne se hayan leído en toda época con harta simpatía (también en su significado griego de "comunidad de intereses").
¿Por qué nos cae tan bien Montaigne? Savater supo dilucidar su encanto cuando escribió que aunque los acontecimientos que narra pertenecen a una época lejana como lejanos parecen la erudición grecolatina que maneja y las opiniones científicas y los aspectos de la cotidianeidad que van apareciendo a cada rato, el hombre que los refiere, armado con sus dudas, sus manías y sus temblores, se nos parece mucho, y esa combinación entre lo circunstancialmente remoto y lo íntimamente cercano es el secreto de su inmarchitable encanto. Savater lo considera un amigo, como ya hiciera Madame Sevigny: "un amigo antiguo que a fuerza de serlo siempre se me aparece como completamente nuevo".
Ayuda a ello el tono de naturalidad de sus escritos: se le ha juzgado muy a menudo conversacional, pero esto quizá sea excesivo, pues Montaigne monologa, y aunque no parezca sermonear nunca, de vez en cuando es imposible no sentir que también nos está echando un sermón aprovechando precisamente el encanto con el que explora los asuntos sobre los que discurre. En cuanto a estos, le vale cualquiera. Los, digamos, mayúsculos -la Educación, la Amistad, la Vida y la Muerte- y los menos sujetos al prestigio del ensayo -la embriaguez, que juzgada como vicio peligroso por alejarnos del propio yo que somete a la realidad para echarse en manos de esta, acaba siendo cantada como bálsamo que permite escapar de uno mismo de vez en cuando: por decirlo con terminología actual, no es bueno ponerse ciego, pero es delicioso alcanzar un puntito que nos eleve. Uno de los grandes momentos de los Ensayos es el texto dedicado a La Boitie y a la amistad. Montaigne -que no quiere dárselas de filósofo en ningún momento y en cuanto parece que va a darse importancia, se la quita como quien se rasca la coronilla, y llama bobadas a sus razonamientos más de una vez- sólo consiente los saberes que pueden aplicarse a la vida. Igual que hay unas artes aplicadas, también debe haber un pensamiento aplicado, que rechazará todo caudal de conocimiento inútil -es decir, que no nos mejore al poseerlo- y que desemboca inevitablemente en la pedantería, la enemiga mortal de la sensatez y de la vida. Porque el pedante es el que se engalana de conocimiento inservible y lo pone en curso como una moneda nociva que a la larga produce desidia y hartura y me da lo mismo ocho que ochenta: según esto, es fácil intuir que hace mucho que vivimos en una época pedante, porque la pedantería es el lenguaje del poder, de cualquier poder, el político, el científico, el jurídico.
A combatir pedanterías se aplicaría Montaigne en su madurez, cumplidos los 39 años, recogiéndose en su casa para darle forma a "sus fantasías". Desde 1571 a 1580 fue componiendo los ensayos que recogería en su libro, ensayos que no pararía de corregir para reeditarlos en 1588 y que hasta poco antes de morir siguió corrigiendo, dando prueba de que aquello de que escribía para que sus familiares le conociesen mejor era pura coquetería. O eso, o que estaba convencido de que la mejor manera de agrandar la familia era tener lectores que se reconocieran en sus búsquedas y extravíos. Y de qué manera se fue agrandando su familia. Influyó en Descartes, Rousseau fusiló sus consideraciones sobre la educación en Emilio, Montesquieau lo consideró gran poeta, Nietzsche lo citaba a menudo, acompañó hasta el último momento a Stefan Zweig. Si algo puede decirse con seguridad de los Ensayos de Montaigne es que consiguió que a su sombra se formara una de las mejores familias de Europa.
Cuando se le ha querido reprochar algo, siempre se ha acudido al narcisismo subterráneo de sus textos, pues si alguien se toma como objeto principal de su investigación ¿no será porque se da mucha importancia por mucho que nos vaya repitiendo que todo en él es banal? Montaigne estaba convencido de que su autorretrato serviría para revelar a cualquier ser humano, que él define como "un objeto extraordinariamente vano, mudable y fluctuante". Eso llevó a acusarlo de poco comprometido pues, al amor del hogar, apenas parecía interesarse por un mundo tan violento como el que le rodeaba. No es verdad: aquí y allá deja señal Montaigne de que sabe bien lo que pasa afuera.
Vivió una época de guerras sangrientas, una época pródiga en ejemplos de crueldad que se satisfacía en no tener más objeto que el de producir un espectáculo atroz, una época que inventaba tormentos para producir un nuevo género de muerte, sin enemistad, sin provecho, por el solo deleite de disfrutar del espectáculo de las contorsiones de la víctima. Supurando realidad -pues tuvo que emplearse en lo que el Rey le fuera mandando, y allá donde iba trató de hacer imperar el consenso como modelo político- se encerró a contemplar su estado en una Francia incipiente en la que la realidad brutal no lo era tanto como para que Montaigne no fuera, con claras bases escépticas, decidido partidario de cierto hedonismo que no alcanzara a asomarse a lo dionisíaco.
Porque como dijo su quizá más aventajado alumno, la pregunta esencial no es por el ser, sino por el vivir. Y ya que te preguntas por el vivir, también es bueno preguntarse por la alegría de vivir. Por eso nos sigue haciendo compañía el viejo Montaigne: porque no teme compartir con nosotros la perplejidad de estar vivo y junto a ella la curiosidad sin freno de quien no sabe si el mundo está bien hecho, pero sabe al menos que le han dado un mundo para preguntárselo. Puede que sea un ingenuo, porque ingenuo es el que nace libre, el que a nada se esclaviza: como el niño que no teme decir que el Rey está desnudo.
En cuanto a la monumental edición bilingüe de Javier Yagüe para Galaxia Gutemberg, sólo una palabra que el propio Montaigne no habría aprobado: inmejorable.