Eleanor Catton. Foto: Siruela
Las luminarias, la excelente segunda novela de Eleanor Catton (Ontario, 1985), ganadora del premio Booker de este año, es muchas cosas, pero, sobre todo -quizá- una historia de amor, una historia que tarda casi 800 páginas en llegar realmente. Y ni siquiera es una novela en el sentido corriente, sino más bien un sortilegio astrológico que palidece como la luna: la primera parte tiene 360 páginas (¿o serán grados?); la última apenas es una esquirla, pero una esquirla que cumple.A medida que la esfera estructural de Catton palidece, la oscuridad cada vez mayor revela un campo de estrellas que crece, gira y se repliega sobre sí mismo, misterio sobre enigma, mentira sobre malentendido, coincidencia sobre conspiración. Una veintena de personajes principales se turnan en el papel protagonista. Son las estrellas de pasajes efectistas y largas escenas, que sufren tiroteos y envenenamientos, encarnan prostituciones estratégicas, sobreviven a tempestades en el mar, encuentran un tesoro cosido a la ropa, lo pierden y lo vuelven a encontrar. Conocemos a hermanos separados, clérigos entrometidos, magnates estafadores, periodistas de investigación, hechiceros maoríes, embaucadores, buscadores de minerales chinos (que hablan en su idioma). Al final, nos prendamos de esos amantes de los que hablaba, separados por el destino y por las maquinaciones de los hombres, y les deseamos ardientemente lo mejor en medio del desastre.
Todo muy divertido. A algunos lectores les encantará el desafío, mientras que otros tal vez se desesperen. A mí me han pasado las dos cosas: en todo momento he sentido una profunda admiración por los amplísimos conocimientos y el talento literario de esta joven neozelandesa; a veces me he perdido en su juego; en ocasiones he deseado más calidez; me han deleitado los títulos a la antigua de los capítulos ("En el que llega un extraño..."); su astrología me ha desconcertado; he buscado todo en Google dos y tres veces; me he reído a carcajadas; he suspirado complacido ante las conexiones repentinas; he retrocedido páginas, capítulos y secciones enteras para releer; he seguido adelante con emoción renovada.
La acción transcurre hacia 1866 en el pueblo de Hokitika, en el suroeste salvaje de Nueva Zelanda, un lugar inmerso en la fiebre del oro y en el que los maoríes habían buscado durante mucho tiempo la llamada "piedra verde", un tipo de jade sagrado. Fueron los colonos europeos los que se fijaron en el oro profano, en los grandes trozos encajados entre los cantos del río Hokitika, y enterrados por todas partes. El pueblo solo tiene algunos años, pero ya hay mansiones en las laderas de las colinas. Y una prisión en construcción, además de un animado juzgado y un periódico. También hay barcos que entran a diario de un puerto traicionero, y que a veces se hunden, y tabernas de hoteles, además de burdeles y bancos.
Como es natural, la historia empieza una noche oscura y tormentosa con la accidentada llegada por mar de un tal Walter Moody -un escocés de unos 28 años que ha estudiado Derecho pero que aún no es abogado- a la ciudad para hacer fortuna y huir del infortunio. A pesar de su agotamiento es plenamente consciente de la impresión que causa y la usa con cuidado: con serenidad y contención, inspirando confianza. A bordo ha visto algo que no puede explicar, un fantasma tan horrible que apenas puede soportar pensar en él.
Ya a salvo en el destartalado hotel Crown, busca refugio en el salón para fumadores y se encuentra con una reunión de 12 hombres con nombres tan dickensianos como el suyo propio: Frost y Clinch, y Mannering, por citar solo algunos, e incluso un pastor llamado Devlin. Pero resulta que cada uno de ellos tiene una conexión indirecta con algún aspecto de un crimen sobrentendido. Se encuentran para aclarar sus historias, para ordenar las piezas, para consumar un final feliz, para proteger sus intereses conjunta y solidariamente.
La deslumbrante narración, con la misma picardía que las de Jane Austen, penetra en la juiciosa mente de Moody mientras se esfuerza por averiguar qué está pasando, y si la aparición que ha visto forma parte del rompecabezas. Es Sherlock Holmes, es el hombre racional de Joseph Conrad. Hay una conspiración en marcha, y Walter Moody se precia de conocer a la gente. Se sirven bebidas. Algo es seguro: una historia está a punto de ser contada.
Thomas Balfour, un agente marítimo, toma protagonismo, se convierte en el cerebro de la historia. Nuestro omnisciente narrador nos deja que le escuchemos un rato, luego se disculpa por la pobreza de su relato y se ofrece a ayudarle a explicarse. Esta hábil estrategia desplaza a Moody y, al final, permite vislumbrar el interior de las mentes de todos los hombres que hay en la habitación, con sus múltiples secretos y las curiosas conexiones entre ellos. Nos esforzamos con Moody en su afán por ordenar los hechos. Cada hombre es una pieza del rompecabezas. Todos son inocentes y culpables. Ninguno es simple, todos construyen sus propios universos morales, cada uno absolviéndose a sí mismo.
Un hombre solitario ha muerto en una casita de campo lejana cuyos títulos de concesión no están muy claros. Una fortuna se ha evaporado. Parece que hay un político implicado, y también el capitán de un barco, además de una prostituta ajada, un trabajador chino sin derecho a salario y Te Rau Tauwhare, un estoico maorí buscador de jade. Es más, Emery Staines, un muy admirado joven buscador de minerales que es el hombre más rico del pueblo, ha desaparecido. Y Lydia Wells se ha presentado afirmando ser la esposa del ermitaño. ¿Cómo? ¿Que ese viejo loco tenía una esposa? La mujer solía regentar un prostíbulo, pero quiere redimir sus actos, abrir un salón espiritista.
A medida que la historia avanza, nos parece que el misterio crece. Walter Moody sale de escena. Nos toca hacer su tarea a nosotros, al menos hasta que regrese y ponga los puntos sobre las íes. Los hombres de la conspiración se buscan, y en sus apresuradas conversaciones, que tienen lugar por todo el pueblo, emergen fragmentos de información. Las personas que parecían agradables de repente hacen cosas despreciables. Las que parecían horribles de repente manifiestan bondad.
Anna Wetherell, una prostituta pobre y enfermiza, evidentemente bajo el efecto del opio, es encarcelada a pesar de sus graves heridas. Shephard, el carcelero, es una de esas personas que lo ve todo blanco o negro. Hemos juzgado a Anna según el criterio de él. Pero a ojos de Clinch, el avaro hotelero y uno de sus muchos admiradores, la vemos como un ángel caído -elemento básico de la literatura victoriana- y nos sentimos prematuramente aliviados cuando Lydia Wells le ofrece refugio.
Lydia la entrenará en el arte de la comunicación con los espíritus. Juntas intentarán revivir el espíritu de Emery Staines, un espectáculo que todos quieren presenciar, y más que nadie Anna, que está enamorada de ese vagabundo dulce y optimista. Y no pasa mucho tiempo antes de que la historia empieza a girar en torno a la desventurada pareja. Resultará que ellos son las luminarias (el Sol y la Luna) de este libro monumental, una pareja con una conexión mística: cuando uno está herido, el otro sangra.
Las luminarias es una auténtica proeza. Catton ha construido una vivaz parodia de una novela del siglo XIX, y al hacerlo ha creado una novela para el siglo XXI, algo absolutamente nuevo. Las páginas vuelan, un mundo se abre y se cierra ante nuestros ojos, el alma humana es revelada en toda la desesperación de sus conflictos emocionales. Respecto a la extensión, no cabe duda de que un libro tan bueno nunca puede ser demasiado largo.