Jordi Soler. Foto: Pep Ávila
A una remota aldea del Pirineo catalán llegó en 1519 una princesa. Era pequeña y oscura, vestía telas estrafalarias y su fisionomía era directamente inescrutable. Venía con un largo séquito de hombres, mujeres y niños y al frente de la expedición, sobre un caballo, se podía ver a don Juan de Grau, barón de Toloríu, que dos años antes había partido a América con el objetivo de hacer fortuna. Grau era un hombre serio y circunspecto que -no se sabe cómo- consiguió esposa entre la numerosa prole del emperador Moctezuma II, el mismo por cuya muerte, según Bernal Díaz del Castillo, lloró el conquistador Hernán Cortés. La historia es, como se dice, rigurosamente cierta, como cierto es que hoy, en el pueblo de Toloríu, una placa de acero reza lo siguiente: "Aquí murió la princesa Xipaguazin, hija del emperador Moctezuma II", y como cierto es que, en los años sesenta del siglo XX, surgió un extraño, y fascinante, noble barcelonés que se decía descendiente del emperador azteca e hizo de su linaje un suculento negocio."Pensé que esta historia que comunicaba España y México estaba pidiendo a gritos que yo la escribiera", nos dice Jordi Soler (Veracruz, 1963), autor cuya narrativa es en sí misma una gravitación entre ambos continentes. La novela que ahora presenta, y que lleva por título Ese príncipe que fui (Alfaguara), es una crónica entre la realidad y la ficción de aquella lejana historia y de sus sorprendentes conexiones con el presente. "Hay vestigios aztecas en Toloríu. Se dice que Xipaguazin trajo consigo el tesoro de Moctezuma y lo escondió en un lugar del Pirineo... También es cierto que el séquito de la princesa empezó a mezclarse con la gente de Toloríu, y es muy posible que todavía hoy su ADN sea rastreable en los habitantes del pueblo".
De los diecinueve hijos que tuvo Moctezuma II queda una considerable descendencia en México. Hablamos de cientos de moctezumas que hoy son médicos, abogados, tenderos o profesores. Y también de algún noble decadente. "Hasta los años treinta del siglo XX, el gobierno mexicano seguía pagando una compensación a los herederos del emperador por todas las tierras de la familia Moctezuma que el imperio español o el Gobierno mexicano habían expropiado", explica el autor de Diles que son cadáveres.
El primer acercamiento de Soler a Xipaguazin fue a través de un artículo periodístico que opera en la novela a modo de manuscrito encontrado. Lo publicó él mismo antes de comenzar el libro y es el primero de los muchos recursos cervantinos con que el autor narra una historia en la que, dice, "no se trata de contar una verdad, sino de que lo parezca". De la princesa se sabe que llegó, que se fue de México, o se la llevó el barón, y que al mismo tiempo salió de la historia oficial de su país. "Cuando uno escribe una novela, se va ilusionando con varios temas; uno de ellos era, para mí, hacer regresar a la princesa a la historia de México".
El libro se cuenta desde el siglo XXI. El narrador, un banquero jubilado de Barcelona, convive, durante meses, con los restos de un noble ya caído en desgracia, el último Moctezuma que vivió en España y que, en tiempos, se paseaba por el Pardo con un abrigo de plumas, un bastón y un sirviente con librea llamado Crispín, en quien se ha querido ver el eco de un Sancho Panza algo más estrafalario. La relación entre Franco y Federico (Kiko) Grau de Moctezuma era interesada en ambos sentidos. Por un lado, Franco creía que de ese modo prosperaba en su relación con México, país que se le resistía; por otro, Grau medraba con impunidad en la alta sociedad barcelonesa y, de paso, se hacía millonario. "Me interesaba describir la impostura dentro de esa gran impostura que es la nobleza, la aristocracia, cuyo origen es un listo, un vivo que dice: yo soy tu rey y así has de aceptarlo. La monarquía, en este sentido, es también una gran impostura. En este caso, Kiko Grau es de verdad heredero de Moctezuma y por eso se convierte en un administrador de su linaje, e intenta ganar dinero, algo muy común en aquella España en la que se repartían los títulos con gran ligereza, de modo impostado, gratuito, con un gran porcentaje de histrionismo".
Aquí aparece una aristocracia catalana, todo sea dicho, escasamente desafecta al régimen, todos locos por salir en la foto con el caudillo, por sujetarle la escopeta o ponerle a tiro las perdices, por acudir a sus fiestas y besar la mano a Carmen Polo, por beber de su copa, enamorar a su prima o, en defecto de todo esto, obtener algún titulillo nobiliario aunque, al cambio, no valiese nada. "No es más que la forma en que el poder se refleja en ciertas personas, y también en lo que tiene de invento ese poder basado en las relaciones sociales", dice el escritor. Y en este poder en particular, el último Moctezuma, histriónico, decadente y borrachín, fue ciertamente un genio.
Por último, y en coordenadas estrictamente novelescas, otra línea de mexicas, la del séquito de la princesa, acabará recalando en el Sacromonte granadino, y allí, entre gitanos, llegan al siglo XXI, intacto su orgullo azteca-catalán. "En la novela hay una mirada crítica, un poco bufona, de las identidades. Yo siempre he desconfiado mucho de las identidades nacionales, precisamente porque tengo varias. No entiendo el orgullo por la patria, no sé qué es eso, es un sentimiento que no conozco. En la novela se viene a decir que las identidades son todas intercambiables, acomodaticias, y por eso los descendientes originales del séquito impoluto de la hija de Moctezuma no tienen empacho en mezclarse con los gitanos, o con quien haga falta".