Pablo d'Ors. Foto: Olmo Calvo
Pablo d'Ors (Madrid, 1963) es escritor y sacerdote, capellán del Hospital Ramón y Cajal y asesor del Consejo Pontificio de Cultura, a donde llegó hace un año por expreso deseo del Papa Francisco. Desde su primer libro de relatos, El estreno, la crítica vio en él a un narrador de calado, lo que vendría a confirmarse con novelas como Las ideas puras o El estupor y la maravilla. Lecciones de ilusión, acaso su obra más ambiciosa, fue descrita por Santos Sanz Villanueva, crítico de El Cultural, como "una auténtica celebración de la literatura y de la creatividad". D'Ors nos recibe en su casa de Madrid; es un lugar amplio y luminoso, propicio para el silencio. La entrevista se realiza días después del aterrizaje en librerías de la 12ª edición de Biografía del Silencio (Siruela), su ya célebre ensayo sobre el arte de la meditación.Pregunta.- El caso de Biografía del Silencio es insólito: un ensayo que se convierte casi en un best seller... ¿a qué cree que se debe?
Respuesta.- Solo se me ocurre decir que el éxito de este libro muestra que hay un hambre muy fuerte de espiritualidad en el mundo contemporáneo.
P.- Comparado con su obra anterior, este libro muestra un cambio no solo literario, sino vital, en usted, ¿no es así?
R.- En realidad, no. Yo soy un heredero, por no decir el heredero, de Herman Hesse. Esto suena pretencioso, pero de verdad lo creo. Hesse fue un escritor muy popular que en los últimos años de su vida se encerró a contestar cartas de lectores que veían en sus libros no solo literatura, sino también alimento para el alma. Yo este último año, emulando a mi maestro Hesse, me lo he pasado contestando correos. Por otro parte, Hesse era un escritor cuyo tema era la dialéctica entre la carne y el espíritu, lo que yo llamo el erotismo y el misticismo, y éste ha sido el tema explícito de todas mis ficciones.
P.- Le cito: "La cantidad de experiencias y su intensidad solo sirve para aturdirnos. Vivir demasiadas experiencias suele ser perjudicial". Me gustaría que reflexionase sobre esto.
R.- Nuestra vida es primero suma y después resta. Si una biografía va por una senda razonable, sumamos hasta los cuarenta años y durante ese tiempo construimos nuestra identidad a base de lecturas, viajes... Luego suele haber una crisis vital importante. Y a partir de entonces, muchas personas emprendemos un camino de resta, quitamos lecturas, viajes, relaciones. Esto se debe a que la identidad no es tanto una conquista como un descubrimiento.
P.- Usted ha sido un lector voraz, y ya desde su primer libro, El estreno, aporta una mirada indiscutiblemente literaria. ¿Qué relación mantiene ahora, en este periodo de resta, con la lectura?
R.- Distinta y al mismo tiempo mejor. No creo que la palabra y el silencio sean opuestos, y por eso me consagro a ambos con idéntica pasión. Creo que la literatura que se escribe hoy es en general mala porque no hay experiencia de silencio y sin eso no se puede dar el milagro del arte. La actitud esencial cuando medito o escribo es la misma, un actitud de receptividad, escucha y atención.
P.- Ha dicho en algún sitio que sus mejores páginas surgen precisamente de una especie de abandono. Un olvido de sí, por tomar el título de uno de sus libros.
R.- Exacto. Para mí esa es la única manera de reflejar en mis libros el yo absoluto, es decir un yo con luces y sombras, frente al pequeño yo -banal- que muestran tantos escritores.
P.- Usted diferencia entre escritores de la luz y escritores de la oscuridad, y aspira a ser un escritor de la luz, ¿no es así?
R.- Yo quiero ser un escritor de la luz, sí, pero sin negar las sombras, porque entonces correría el riesgo de caer en el kitsch o la cursilería. Creo que la literatura debe ser un registro de los paisajes humanos, y hay paisajes humanos muy oscuros de los que la literatura ha de ocuparse, pero también muy luminosos. Que haya esta ausencia de escritores del bien, o de la luz, significa que nuestra mirada está siendo insuficiente, por no decir torpe.
P.- Se ha dicho que la meditación es un "sofisticado masoquismo". Algunos definirían así el acto de escribir.
R.- Cualquier empresa que afrontemos supone un camino de disciplina y de renuncia, o de autodominio si quiere, y eso no se hace sin un costo personal. La meditación, como la literatura, comporta unos dolores. La mayoría de los escritores hemos pasado años golpeándonos la cabeza contra un muro. Yo suelo decir que escritor es aquel que ha soportado más su propia estupidez. Cuando uno escribe, salvo que sea un genio, que no es lo común, lo más habitual es que salgan cosas muy malas. El reflejo que uno tiene, entonces, es que es malo, o tonto. Y, como eso es difícil de aguantar mucho tiempo, abandona. Pero si uno persevera, de pronto surge una frase auténtica, un párrafo, un cuento. Y eso es lo que publicas y todo el mundo te dice lo bien que escribes como si para ti fuera natural, como si fuera algo que sale solo.
P.- Hace un año entró a las órdenes del Papa en el Consejo Pontificio de Cultura. ¿Qué reformas cree que urgen en la iglesia, si es que en su opinión urge alguna?
R.- Muchas, urgen muchas. Pero el primer desafío, en mi opinión, es la vida interior. Esto decepcionará a la gente que quiere reformas sociales visibles, pero creo que, sin fuerza interior, cualquier cambio exterior se acabaría desmoronando. Si las iglesias están vacías no es porque la gente sea mala, o el mundo esté perdido, sino porque quienes estamos dentro no tenemos una fuerza de irradiación suficiente, y eso es porque no estamos en contacto con nuestra fuente.
P.- Usted dijo en una ocasión que en "la Iglesia sobran ideólogos y faltan narradores".
R.-Sí, aunque quiero aclarar que no pretendo denostrar, ni mucho menos, el patrimonio intelectual de la iglesia, que, sin ir más lejos, ha constituido Occidente. Eso sería una estupidez por mi parte. Pero sí creo que no se puede reducir el cristianismo a una doctrina, a unos principios o a una ideología, porque eso es una perversión. El cristianismo no es un asentimiento a una serie de doctrinas, sino un seguimiento a una persona, que es Cristo. La Iglesia ha errado al presentar, por ejemplo, la enseñanza de la religión como un proceso de aprendizaje del catecismo. Cuando hablo de narradores, no digo nada original: las imágenes y las palabras narradas tienen un poder de fascinación en el alma humana muy superior al de la palabra teórica, y de eso ya se dio cuenta Jesús de Nazaret. Ojalá en la Iglesia hubiera narradores capacitados para contar la aventura interior de un hombre como lo hace el Evangelio, o como lo hizo Kafka en sus parábolas.
P.- ¿Qué puede aprovechar el cristianismo de un escritor como Kafka?
R.- La literatura de Kafka es fundamentalmente espiritual. Lo que pasa es que está muy atormentada. Son parábolas espirituales modernas y en ese sentido son muy pertinentes, muy poderosas. No en vano es uno de mis dos o tres escritores de referencia.
P.- ¿Se ha sentido alguna vez un extraño en el mundo de la literatura por su condición de sacerdote? ¿Ha notado que las lecturas de su obra están condicionadas por ello? ¿Le disgusta eso?
R.- Siempre me he sentido diferente, pero no, no me disgusta serlo. Creo que el camino de la identidad pasa por la profundización en la propia diferencia. Solo cuando uno se atreve a ser alguien distinto de los demás está en condiciones de hacer aquello para lo que ha venido al mundo. Las tres personas a las que más admiro son Carlos de Foucauld, Simone Weil y Mahatma Gandhi precisamente porque los tres tienen biografías únicas, insólitas, y eso se debe a que hicieron en plenitud la experiencia de sí mismos; es decir, a que huyeron del gregarismo.
P.- Usted entró en el seminario a los 20 años, pero debutó pasados los treinta en la literatura. ¿Qué vocación sintió antes, la religiosa o la literaria?
R.- La literaria, mucho antes. Yo a los doce años ya quería ser escritor. Por eso firmo siempre como escritor y sacerdote; aunque esto también lo hago para fastidiar a cierta gente.
P.- ¿A quiénes?
R.- A quienes piensan que uno solo puede sacerdote, y nada más.
P.- ¿Qué papel juega el erotismo en su obra?
R.- El erotismo no es otra cosa que la pasión por la unidad de los cuerpos, y el misticismo, que yo siempre coloco a su lado, no es otra cosa que la pasión por la unidad de las almas. Ambos están atravesados por la misma pasión, o lo que es lo mismo, por la unidad, que es la secreta aspiración del ser humano. El problema fundamental es la división o la fractura interior en que vivimos. La novela, de un modo u otro, habla siempre de esto: no es otra cosa que épica del individuo, la construcción de un sujeto, y eso se hace a través, en primer lugar, de la fractura y, a continuación, de la nostalgia de la unidad.
P.- Su imaginario literario y sus principales influencias son centroeuropeos. Esto lo convierte, de nuevo, en un raro en el panorama español.
R.- Puede ser, pero para mí es lo natural. De niño estudié en un colegio alemán en Madrid en donde nos contaban cuentos de los hermanos Grimm y aprendíamos canciones alemanas. Supongo que por eso, cuando viajo a un territorio imaginario para escribir un libro, se concita este mundo germánico. Luego tuve la suerte de vivir en Viena y Praga y ahí ya pude darle un cuerpo más teórico a esta formación primera. Leer a Kafka, a Kundera, a Thomas Mann, a Bernhard, a Zweig, a Roth es, para mí, como estar en casa, y por eso vuelvo una y otra vez a ellos. Escribir es insertarse en una determinada estela, y en mi caso, de manera natural, me he insertado en la de todos estos escritores.