Gerard Mortier
"Su naturaleza de caballero demandaba dragones y, si no estaban allí, los había de crear", escribe Peter Sellars acerca de Gerard Mortier, el director de ópera y del Teatro Real de Madrid que nos dejó el año pasado. Pero Mortier era algo más que esto, era, a su vez, un hombre al que le gustaba estar al tanto de todo, reflexionar sobre ello y sacar profundas conclusiones de todos los ámbitos de la vida. Tanto es así que la editorial Confluencias ha editado el libro Reflexiones sobre la ópera, el arte y la política, un compendio de textos y conferencias del director donde habla desde la experiencia de su recorrido profesional.In auditas veritas es el antetítulo de las reflexiones de unos de los hombres más audaces (y también polémicos) que han pasado por el Teatro Real de Madrid. Esa era su máxima, su objetivo, su obsesión. La audacia. Y él lo era. Y mucho. Pero hay que recordar que para cuando vino a Madrid, Mortier ya tenía a sus espaldas muchos años de recorrido. De hecho, el tiempo que pasó aquí fueron sus años finales (murió poco después de dejar el cargo). Brokeback Mountain, Così fan tutte, La conquista de México... son obras que han dado a la ópera en Madrid una nueva imagen.
Y es que esta era otra de las premisas que Mortier siempre tuvo en mente, que la ópera se viera como un producto al servicio del público y no un producto de lujo. "La ópera, como la imagen y como la presenta Gerard Mortier, no era una opción de entretenimiento, sino una encarnación esencial de la misma sociedad que se levanta sobre el terreno de la confrontación y el regocijo", escribe Peter Sellars en el prólogo.
Pero, ¿qué opinaba sobre todo esto el propio Mortier? "Actualmente vivimos un periodo de restauración. Ante tal situación solo hay un remedio: asumir más riesgos que nunca, sacudir rutinas, exigir inflexiblemente la profesionalidad, defender el carácter político del teatro, es decir, su toma de posición en la sociedad", explica el director. Pero no se queda ahí. También ahonda en que la comedia y la tragedia deben guiar a los instintos. Esa es la razón por la que él siempre quiso reflejar esas ideas heredadas del teatro griego en su programación. "Espero que el púbico me acompañe por este laberinto, a veces alarmante, pero en el que debemos perdernos para encontrarnos de nuevo". Porque el teatro griego no solo se valía de la música sino también de la poesía y la danza como discurso político. Algo que inspiró a la configuración (en su forma) de los actuales parlamentos.
Este volumen despieza el arte, la ópera y la política. En torno al arte trae al frente el triunfo de uno de los cuadros más conocidos de Goya, El gran cabrón. Mortier, nacido en Gante, se educó viendo las obras de sus compatriotas Jan Van Eyck y y Van der Weyden, con los que se inició en el mundo pictórico. Pero cuenta que la primera vez que vio la obra de Goya "tuvo una intuición". Tiempo después de aquel primer encuentro, explica en el libro, volvió a él. "Seguro que les parece muy extraño, pero cuando estudié las películas de Luis Buñuel y Stanley Kubrick, fue cuando pude regresar a Goya. [...] La chaqueta metálica o El resplandor, que se centran en la noche, en la esquizofrenia. ¿Y qué sucede a finales del silglo XIX con la esquizofrenia? Pues que Freud va a analizarla y gracias a eso vamos a poder entender lo que pasa en la cabeza de Goya".
¿Será que, a fin de cuentas, el pintor español nos quiso transmitir qué podría pasar en el mundo si perdemos nuestra capacidad de raciocinio y nos limitamos a escuchar? Es lo que creía Mortier. Opinaba que Goya nos estaba haciendo un llamamiento a la acción como principio de la creatividad. Esa creatividad que, sugiere en el libro, le falta hoy en día al arte. Por eso mismo, cuenta que uno de los momentos "más fructíferos, inspiradores y gratificantes" de su carrera fue cuando el Gobierno de Renania del Norte-Westfalia le llamó para reformar la región y nombrar al Ruhr Capital Europea de la Cultura. De modo que, concluye, "Europa no se puede salvar más que gracias a ideas creativas, sobre todo a nivel cultural".
Y esa fue la clave de su paso por Madrid. Con las ópera Tristan und Isolde y Brokeback Mountain quiso criticar las injusticias que "nos conducen de distinta forma, a través del laberinto del erotismo y el amor hasta el sufrimiento que causan las prohibiciones instauradas por la sociedad", y a través de ellas reflexionar en torno al por qué la sociedad tardoburguesa cae en el sexismo, la silicona y la pornografía. Con La conquista de México, en cambio, viene a demostrar que "constituye uno de los hitos de la historia de la humanidad. Cambió por completo nuestra imagen del mundo, y por eso, se tenía que producir en el Renacimiento, una época que, como la nuestra, transformó del todo nuestro pensamiento y nuestra cosmovisión".
Y así, entre la profundidad, el desconocimiento y la vigencia de Mozart, los atributos de Verdi y su relación tan actual con la escenografía, el hito histórico que marcó la creación del festival de Beyruth con Wagner al frente (creía que este festival no solo debería ser en torno a la figura del compositor Wagner sino que debería dar la oportunidad a todo aquel que es bueno) y la necesidad del festival de un Parsifal, hace una honda reflexión sobre la sociedad en la que vivimos. Hace un llamamiento al espíritu de Antígona, esa mujer que lucha por lo que el poder le he negado y prohibido, quien hace de la necesidad virtud, que es fuerte por ser vulnerable y la trae al frente, a la actualidad política y social ligada a los festivales de arte. "El arte tiene que fomentar la conciencia política de los ciudadanos para que estos elijan la mejor política posible. [...] Los festivales surgen de la meditación sobre la tradición y de la melancolía. [...] Para lograr esto hay que romper la tradición, solo así permanece viva Antígona y puede denunciar como violación de la sociedad humana toda acción que sacrifica la ética en el altar de la razón de Estado". Así pues, como reza el título de este texto, el espíritu de Antígona se agitó sobre Europa.
El teatro: Una religión de lo humano
El comienzo de mi mandato en el Teatro Real de Madrid supone una nueva etapa tras treinta años de trabajo como director de teatros de ópera y festivales. Mis reflexiones sobre la ópera no esclarecen una doctrina, sino más bien una convicción. La cuestión que se plantea es: ¿por qué y cómo hacemos teatro? Bibliotecas enteras tratan de responder al porqué; es complejo y sencillo a la vez. El hecho de que todo lo que hacemos lo aprendemos primero por imitación, y de que cada vestido es en realidad un traje con el que nos protegemos y mediante el cual nos creamos una imagen, es indicación suficiente de hasta qué punto el juego es un elemento esencial de la vida, como han escrito Goethe, García Lorca o Kleist en sus ensayos sobre la importancia del teatro de marionetas en cuanto a representación teatral de la vida; y de ello resulta que toda la comunicación entre humanos nos lleva necesariamente al teatro.Por el contrario, confieso que la cuestión de saber cómo hacer teatro es más compleja, porque debe tratar de los medios, de la forma y de la profesionalidad en la aplicación de esas formas; de la correlación que existe entre la forma, la época en el curso de la cual se desarrolla esa forma; de la rutina en la forma o, por el contrario, de la inventiva para comunicar esa misma forma en una época distinta, con medios nuevos, del aprendizaje y del desconocimiento, en fin, del alfabeto de esas formas... El cómo debe, en consecuencia, poner en marcha las respuestas dadas por que porqué, existe, por tanto, necesariamente una interferencia permanente entre ambos. Al iniciarse el siglo XIX, observo un inquietante estancamiento en nuestros teatros occidentales. El gran movimiento de los años sesenta ha finalizado. Actualmente vivimos un periodo de restauración. Ante tal situación solo hay un remedio: asumir más riesgos que nunca, sacudir rutinas, exigir inflexiblemente la profesionalidad, defender en carácter político del teatro, es decir, su toma de posición en la sociedad.
Esa toma de posición, que no debe ser ideológica, debe sin embargo ser encarnizadamente comprometida por parte de todos los que en verdad se sienten cada vez más como predicadores en el desierto ante la sociedad mediática, que reemplaza los valores por las modas y en la que el cuerpo, la apariencia exterior, se ha tragado al Yo. Lo cotidiano, cuestionarse la violencia entendida como normalidad, sensibilizar a la comunidad sobre los problemas de la condición humana que las leyes no puede solucionar, confirmar que el mundo puede ser mejor, ahí está el reto. Hacer teatro es una misión, casi un sacerdocio, sin que sea, sin embargo, una religión de la revelación de un dios. El teatro es una religión de lo humano. Lo que caracteriza siempre mis opciones es una sensibilidad musical, el rechazo de la provocación burguesa simplista, la elección de un espacio teatral más que un decorado para acoger la acción y la preocupación de que la actualidad del mensaje no se pierda en un propósito anecdótico. Dicho esto, debo reconocer -y a veces me lo reprochan- que quiero contar mi cuestionamiento de la condición humana a través de los artistas con los que trabajo. Sin embargo, estos no son marionetas, muy al contrario. Es gracias al trabajo encarnizado con estos artistas -directores de orquesta, cantantes, directores de escena y escenógrafos- por lo que puedo transmitir al público convicciones, tomas de conciencia y emociones liberadoras. Tengo, pues, necesidad de artistas de gran humanidad, profesionalmente realizados, en esta de búsqueda permanente, que me enriquezcan, me discutan y, aceptando el diálogo, no renuncien a sus ideas. Porque el teatro debe ser constante movimiento, como el mundo mismo del que es imagen y portavoz.
El teatro que se petrifica en la historia se convierte en letra muerta. El teatro no debe chocar, pero nos debe zarandear en nuestros hábito cotidianos, en nuestros conformismos, en nuestros sentimientos cuando se reducen a lo sentimental. Es así como el teatro puede convertirse en el germen de nuestra acción sobre el mundo, porque no trastorna, y las emociones surgidas de esta conmoción hace brotar la creatividad, que es la fuerza existencial de lo humano.