Michel Houellebecq, este martes en Barcelona. Foto: Jordi Soteras.
Cree Michel Houellebecq (Isla de la Reunión, Francia, 1958) que hace tiempo que los hombres han dejado de decir lo que piensan. Tiene buen aspecto, aunque hable como si alguien hubiese pulsado el botón de cámara lenta en su dirección y él estuviese atrapado, no en un auditorio repleto de periodistas, periodistas que han sido debidamente 'registrados' antes de entrar, sino en un televisor. Dice que no sabe por qué escribió Sumisión (Anagrama), su última novela, que las cosas no funcionan así, que simplemente se le ocurrió que podía haber un tipo llamado François, un profesor con una vida "mediocre", que estuviese obsesionado con Huysmans, el escritor del siglo XIX al que consagró su tesis, y que fuese acercándose, como aquel, al catolicismo, hasta que al final, acabase convirtiéndose (como le ocurrió al autor de En camino). Que luego la cosa acabó como acabó. Y que el bueno, el malogrado, en realidad, de François, acaba planteándose, como hizo la madre del autor hace un tiempo (de hecho, la señora Houellebecq fue musulmana durante "tres o cuatro años", recuerda Michel), convertirse al Islam. ¿Por qué? Porque en la Francia de 2022 uno no puede dar clase en la Sorbona, como hacía nuestro protagonista, si no es musulmán. ¿Por qué no? Porque la única condición que ha pedido Mohammed Ben Abbes, líder de la formación islamista moderada que cogobierna el país, es ocuparse de la educación, educación que pasa a ser forzosamente religiosa y que excluye a las mujeres (como profesoras, y casi como alumnas) y a los no musulmanes. Pero, ¿qué ocurre con los que deciden convertirse? Que no sólo ven multiplicado (hasta por tres) su salario sino que también pueden disponer, si quieren, de más de una mujer, mujer que ni siquiera tienen que elegir, pues existe una nueva figura, la de la casamentera, que elige por ellos.No es Sumisión, como quizá opinen quienes amenazan a su autor, un libro contra el islam, sino más bien una radiografía de la agonía (moral) de la civilización occidental, del vacío existencial de una Europa que ha dejado de creer en sí misma, si es que alguna vez lo hizo. "La idea de Europa es cada vez más detestable. En Francia, asquea a todo el mundo. La única buena noticia es que los franceses siguen creyendo en Francia", dice el escritor. Está bebiendo de un vaso de papel. Puede que sea café. Da largos tragos, mira al público. Añade algo sobre la izquierda francesa. Sobre cómo de inquietante resulta que la izquierda esté perdiendo a los intelectuales. "A la derecha siempre le han traído sin cuidado los intelectuales. Nunca se ha fiado de ellos. Son aliados débiles. Cambian de opinión continuamente. Y ahora pueden hacerlo. Antes no podían. Si algo ha cambiado desde Charlie Hebdo es que los intelectuales se sienten libres de opinar. La izquierda ha controlado a los intelectuales durante 70 años, pero ya no puede contar con ellos. Son libres. Y eso les fastidia. La izquierda francesa se está volviendo agresiva tratando de recuperarlos", dice. Bien, así que la izquierda ha perdido a los intelectuales. ¿Y ha perdido la Iglesia a sus fieles? "No. Es curioso. Con la Iglesia Católica pasa lo contrario. Está resurgiendo en Francia. Se está produciendo una vuelta al catolicismo. Hubiera sido muy interesante analizarla, podría haberlo hecho si no hubiera optado por despojar a François (el protagonista de la novela) de todo. Si hubiera mantenido mi idea inicial. Pero la cosa no funciona así", contesta.
A François, el clásico 'alter ego' de Houellebecq, un tipo solitario, un misántropo cuarentón entregado a fugaces placeres sexuales, las cosas empiezan a irle mal cuando empieza a darse por hecho que Mohammed Ben Abbes jugará un papel clave en el próximo gobierno: su novia, Myriam, una veinteañera de ascendencia judía, se traslada a Israel con su familia ("Yo no tengo ningún Israel", le asegura François ante su imposibilidad de abandonar un París próximo, al parecer, a algo parecido a una guerra civil); ha perdido su trabajo (como no es musulmán, no van a quererle en la Sorbona); ha agotado su tema de estudio (Huysmans); han muerto sus padres. "Se lo arrebato todo y entonces aparece un tipo que está dispuesto a devolvérselo a cambio de que renuncie a su libertad de conciencia", dice. La propuesta, asegura, "es tentadora". Esa propuesta, por supuesto, tiene que ver con el islam. Con convertirse. ¿Acepta? Uhm. Digamos que se lo plantea. ¿Se ha planteado él algo parecido? Hace no demasiado aseguraba que se sentía más próximo a la religión de lo que se había sentido nunca, después de que muriera su padre, y de que hubiera muerto su perro. No contesta, elude la pregunta, dice que la novela es, en realidad, una novela "sobre el poder". "Quería hablar de política. En la novela hay gente que utiliza el islam para ejercer el poder sobre los demás", dice. Es por eso que le gusta considerar su novela, más que una sátira política, política ficción. "No es una sátira, hay momentos tristes", asegura.
No tiene miedo, aunque ha recibido amenazas. No tiene miedo pese a que uno de sus mejores amigos murió en el atentado contra Charlie Hebdo. "Dejo que sean las autoridades quienes decidan si debo ir escoltado o no", dice. También dice que ha leído El Corán y que no puede creerse la interpretación que se ha hecho del mismo. "La manera en que el Corán pide que se trate a los cristianos y a los judíos no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo. Me resulta aberrante la interpretación que se ha hecho. Lo peligroso no es el Corán, es la interpretación que se ha hecho de él", añade. ¿Cree que podría llegar a haber un presidente musulmán en Francia? "Sí, es perfectamente posible. Pero no formaría parte de un partido musulmán, porque hay demasiadas divergencias entre ellos", contesta.
¿Y qué hay de la idea de la sumisión? En un momento de la novela, esa especie de líder espiritual que trata de tentar a François, asegura lo siguiente: "Es la sumisión. La idea asombrosa y simple de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. El islam acepta el mundo, y lo acepta en su integridad, acepta el mundo 'tal cual', para hablar como Nietzsche. La creación divina es perfecta, una obra maestra". "Sí, la idea de sumisión en la novela podría cambiarse por la de aceptación. El islam acepta el mundo tal como es, con su parte de injusticia. Esa sumisión es peor que la sumisión que exige el capitalismo. Es el fin del mundo. Representa su extinción. Y no tiene nada que ver con el cristianismo, que considera el mundo una creación imperfecta, algo que puede mejorar", argumenta.
Hace rato que parece haber encendido un cigarrillo. Hay humo por todas partes. Pero el cigarrillo no es un cigarrillo de verdad. Es un cigarrillo electrónico pero despide cantidades ingentes de humo. Le da largas caladas y confiesa que la novela es pretendidamente ambigua porque "me gusta instalarme en una zona de no confort, me gusta que la gente no sepa qué pensar de ella, si debe odiarla o debe adorarla". Es por eso que ante las declaraciones de Le Clezio, que se ha manifestado públicamente en contra de la novela, y ha dicho que no piensa leerla porque "trata de infundir miedo en los franceses", se encoge de hombros y dice: "Bueno, yo tampoco lo he leído a él. Y me da igual lo que piense". Lo único que quería era crear una especie de pesadilla. Y está bastante convencido de haberlo conseguido.