Soledad Puértolas. Foto: ICAL

Anagrama. Barcelona, 2015. 165 páginas, 14'90€ Ebook: 9'99€

Los relatos que Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) ha agrupado en El fin hablan en voz baja, mediante una escritura contenida, accesible; normalmente no ocurre nada significativo en ellos, y sin embargo, en sus intersticios y en sus finales se intuyen silencios que remiten a renuncias mayores que las mostradas, a vacíos más densos que lo anecdótico exhibido. Todo esto, sostenido bajo la tutela de Henry James y Chéjov y ejecutado con evidente solvencia e intención, es un planteamiento estético impecable, en todo caso demasiado impecable. El fin, de hecho, no es un mal libro; es imposible verlo como tal. Y sin embargo, su lectura resulta algo monótona, previsible; a veces uno añora poder enfadarse con él alguna vez.



Lo contado en estos cuentos es siempre fruto de una observación perspicaz en lo psicológico y tirando a convencional, pero razonable, en lo social. Es (muy) legible pero no sorprende, aunque tampoco tiene que hacerlo porque en realidad cada relato juega su verdadera carta en aquello que no ha sido hecho explícito. Pero aquí llega el problema: también lo no contado es legible. El misterio no aparece, aunque haya una activa voluntad de convocarlo por caminos indirectos. Quedan, en primera línea, algunos retratos inacabados y atractivos de figuras femeninas, como la narradora de "Lord", a la que de pronto me creo por completo cuando se mira con otra mujer y se siente comprendida; algunas preguntas oportunas ("¿por qué no me sucedió a mí?"; "¿a quién pedirle piedad?"; "¿qué sacamos de todo esto?") cerrando sin cerrar, con o sin respuesta, varios cuentos; quedan detalles y una sensación general de buen gusto y respeto al lector. En la segunda línea, en la corriente de fondo, se entiende lo que debería surgir: una impresión desasosegante y al mismo tiempo expectante acerca del paso del tiempo, su inevitabilidad y al mismo tiempo su incertidumbre.



En muchos de estos relatos topamos con planteamientos digamos que cotidianos, aparentemente situados en una franja de normalidad, de medianía: por ejemplo, un poeta relativamente prestigioso que trabaja en un banco y cuya vanidad le lleva a aceptar un homenaje en la ciudad de su infancia; la relación de dos vecinas; algunas relaciones sentimentales que aparecen o que regresan del pasado; una narradora fascinada con el talento musical de su prima; viajes rutinarios, escapadas de fin de semana, en fin: viajes que casi no lo son. Cosas así. Esos son, en cierto modo, los relatos más representativos de las intenciones de la autora, y también los más sutiles, porque su apariencia (o su evidencia, en algún caso) plana tiene que lograr adquirir un relieve de vida. De algún modo, intentan ser los más imaginativos, porque están construidos con elementos mínimos. Luego, hay algunos ligeramente más llamativos: el encuentro nocturno que relata "Películas" no llega a fantasioso, pero tiene algo relativamente inusual, peliculero; "Mesas" se mueve en un terreno ambiguo, medio irreal medio onírico; "El fraile impío" se aleja de los entornos y el tiempo contemporáneos que caracterizan el conjunto para hablar de un fraile en un monasterio indeterminado. Todos ellos resultan en definitiva los más cautivadores, pero eso no deja de ser decepcionante: en lo que hacen explícito de más, el lector encuentra razones para prestar atención. En la estética de mínimos de los otros relatos, en cambio, los silencios no son suficientemente musicales. Una de las narradoras, la del relato "Las tres gracias" (uno de los más discursivos y explícitos en sus intenciones), habla de "ese instante en que prevalece la confusión, en que la corriente de la vida, sus bellos discursos y sus ambiciones más nobles se paralizan, y se intuye algo inaceptable y siniestro". Algo de eso es lo que persiguen los relatos; algo de eso es lo que se les escapa.



En cambio, tal vez lo que más guste de El fin sea la mirada absolutamente piadosa que dirige a sus personajes. Lo honorable y digno de cariño de su pequeñez. En el relato final, titulado precisamente "El fin", se produce un incidente mínimo, a fin de cuentas absurdo y sin consecuencias, pero que de pronto provoca que una pareja de ancianos entienda que son, efectivamente, ancianos. Y el relato telefónico de ese mismo incidente tiene otra consecuencia: también el hijo entiende ahora que sus padres están acabando. No hay nada especial en todo esto, es una estrategia clásica de cuento que no podrá sorprender a nadie, como no sorprenderá que la madre hable musitando (dos veces); hay incluso algo vagamente sensiblero que intenta no serlo en absoluto. Pero los personajes son personajes, no pantomimas.