Manifestación en Paquistán contra la violencia religiosa
Nada más acabar el nuevo libro de Karen Armstrong, oí un debate en televisión sobre el último estallido de violencia en Oriente Próximo. "Esperemos que este desencuentro se quede en el plano político y no se convierta en un enfrentamiento religioso", decía uno de los expertos. "Las diferencias políticas se pueden resolver. Las religiosas, no".Se puede decir que Campos de sangre es una refutación extensa, abarcadora y en general bastante eficaz del punto de vista expresado en este comentario. "Hoy en día, en Occidente, la idea de que la religión es violenta por naturaleza se da por supuesta y parece caer por su propio peso", afirma Armstrong en la primera página del libro. En consecuencia, la mayor esperanza para la paz es que la fe y la política permanezcan separadas.
Armstrong, una exmonja católica autora de varias obras influyentes sobre religión, entre ellas Una historia de Dios, sostiene que se trata de un diagnóstico incorrecto que conduce a un tratamiento equivocado. El grado de detalle de cada una de las páginas del libro es una buena razón para leerlo, pero si reducimos sus complejidades y sus marañas a su esencia, se resumirían en estos tres puntos:
El primero es que a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad, la gente ha decidido entremezclar la religión con el resto de sus actividades, en particular con la forma de gobernarse. La causa no ha sido que "los ambiciosos clérigos hayan ‘mezclado' dos actividades esencialmente diferentes", afirma la autora, "sino que la gente deseaba dotar de sentido a todo lo que hacía".
El segundo es que esta mezcla con la política significa que, con frecuencia, las religiones han ido unidas a la violencia. Es el caso de los cruzados, los conquistadores, los yihadistas y muchos más. Pero -y este es un tema que preocupa tanto a Armstrong que lo menciona docenas de veces- la violencia casi siempre se origina en el Estado y se propaga a la religión, y no al revés. Según la autora, la razón es que cualquier gobierno, ya sea democrático o tiránico, pacifista o expansionista, "se veía obligado a mantener en su núcleo una institución que se ocupase de la traición y la violencia", y que "la violencia y la coerción... forman parte esencial de la existencia social". Los primeros Estados necesitaban la fuerza para mantener los sistemas de producción agrícola; los Estados maduros descubrieron que la amenaza de la violencia -policial dentro de las fronteras, militar entre ellas- era, lamentablemente, la mejor manera de mantener la paz.
El tercero es que los ciudadanos tienen el deber de hacer frente a la violencia ejercida por el Estado en su nombre y de intentar controlarla sin culpar de ella a la religión o pensar que la solución radica en una separación más neta entre la Iglesia y el Estado. Lo mismo se aplica a la comprensión de las raíces de la violencia o el terrorismo dirigidos contra ellos: "Como estímulo para el terrorismo... el nacionalismo ha sido mucho más útil que la religión". Por su parte, la religión se enfrenta al dilema de aceptar la protección del Estado y la amenaza de la violencia que entraña necesariamente, o vivir en un aislamiento hermético.
Armstrong desarrolla este razonamiento a través de las evoluciones interconectadas de la religión y la política desde la época mesopotámica en adelante. Dedica varias secciones del libro al ascenso del zoroastrismo en Persia, a la población aria de lengua sánscrita que vivía en India hace cuatro milenios, y a la formación temprana del Estado chino, todo ello antes de examinar el desarrollo del judaísmo, el cristianismo y el islam a lo largo de varios capítulos. A continuación analiza los ejemplos más conocidos de violencia con intervención de cada una de estas religiones, desde la Inquisición española del siglo XV hasta los extremismos islámicos (entre otros) del siglo XXI, pasando por los judíos ultraortodoxos de Israel. Defiende que aunque en casi todos los casos los impulsos violentos surgidos de otro origen -los nacionalismos, las luchas por el territorio, el resentimiento por la pérdida de poder- se presenten a sí mismos como disputas "religiosas", en realidad poco tienen que ver con la fe.
Dudo que muchos lectores estén en condiciones de evaluar el dominio de la autora sobre cada fragmento de esta extensa saga. Desde luego, yo no lo estoy. Pero cuando toca temas que conozco, en particular los referentes a las historias de Estados Unidos, Japón y China, la impresión es que es cuidadosa, imparcial y veraz, lo cual, como es natural, me inclina a confiar en ella en el resto.
Aparte de su argumento principal, el libro está repleto de pequeñas reflexiones y descubrimientos. Por ejemplo, sobre la naturaleza "especialmente psicótica" de la Primera Cruzada hace unos 1.000 años: "Todo indica que los cruzados debieron de estar medio enloquecidos", afirma. "Durante tres años no tuvieron trato normal con el mundo que los rodeaba, y el terror y la malnutrición prolongados los hicieron propensos a los estados mentales anómalos". Armstrong hace la siguiente observación en referencia a los judíos contemporáneos de Jesucristo, aunque lo mismo es válido para la actual tragedia en Tíbet y otros lugares: "Cuando un pueblo ha sido colonizado, a menudo depende en gran medida de sus prácticas religiosas, sobre las que aún tiene control y que le recuerdan una época en la que tenía la dignidad de la libertad". Y a través de una conexión demasiado compleja para explicarla aquí en detalle, busca en acontecimientos sucedidos en el mundo hace un siglo el origen de muchas de las agrias controversias que hoy día contraponen en Estados Unidos la fe y la ciencia en cuestiones como la evolución, los derechos de los homosexuales y el cambio climático. "Una consecuencia de su reacción horrorizada a la violencia de la Primera Guerra Mundial fue que los fundamentalistas estadounidenses vetaron la ciencia moderna", ya que la ciencia de matar había alcanzado nuevas cotas en la Gran Guerra.
En general, el razonamiento de Armstrong es tan convincente que me gustaría que no hubiese intentado hacerlo irrefutable. Incluso en aquellos episodios en los que parece haber algún componente religioso, se esfuerza por afirmar que los orígenes se deben considerar exclusivamente políticos. ¿Qué pasa con la violencia entre musulmanes e hindúes que siguió al final del Raj británico y a la división entre India y Pakistán? "Los musulmanes y los hindúes fueron víctimas del gran pecado del nacionalismo laico: su incapacidad para tolerar a las minorías. Y como su mentalidad seguía impregnada de espiritualidad, ese sesgo nacionalista distorsionó su visión religiosa tradicional". ¿Y con la masacre de musulmanes bosnios por parte de serbios ortodoxos en la guerra de Bosnia al comienzo de los años noventa? "A pesar de que, en general, en Occidente se acepta que [...] la violencia era imposible de erradicar debido a su fuerte componente ‘religioso', esa intolerancia colectiva era relativamente nueva", y se basaba -sostiene de nuevo- en discrepancias políticas. Si los saqueadores talibanes y del Estado Islámico aluden a sus creencias para justificar sus asesinatos, según Armstrong no es señal de que hayan dedicado demasiado tiempo al Corán, sino de que le han dedicado demasiado poco, y de que han pasado por alto (entre enseñanzas tan intrínsecamente contradictorias como las del Antiguo y el Nuevo Testamento) los numerosos pasajes que exhortan a la clemencia y a la tolerancia. El razonamiento raya en la tautología al insinuar que si una religión parece incitar a la violencia, entonces es que no de ningún modo una religión propiamente dicha, sino más bien una manifestación del poder estatal.
Pero no cae en ella. Armstrong demuestra una y otra vez que los grandes espasmos de crueldad y muerte a lo largo de la historia no han estado revestidos de religión, o apenas lo han estado. En época moderna, tanto Hitler como Stalin y Mao eran ateos, y el poder tras el Holocausto, expone la autora, fue un odio étnico más que religioso. Hacer demasiado hincapié en el daño causado por la religión puede impedir que la gente vea el terror profano que causan sus propios Estados.
Por regla general juzgo los libros según dos criterios: si puedo recordarlos y si han cambiado mi manera de ver el mundo. Es muy pronto para saber el resultado de la primera prueba, pero basándome en la segunda, recomiendo la lectura de Campos de sangre.