El Cultural ha convocado a algunos de nuestros mejores escritores actuales con el fin de armar relatos a cuatro manos. Esta cuarta entrega de la serie la firman Rosa Montero, que comienza el texto, y Martín Caparrós, que le da fin.

S
eran las once y media pero la calle estaba muy vacía, aplastada por el peso de la tórrida noche. Tomás se acodó en el balcón, intentando atrapar inútilmente algo de fresco. Iba en calzoncillos y apretó la abultada barriga contra los barrotes: por un segundo disfrutó del frío relativo de los hierros. Miró las ventanas de la casa de enfrente con recelo: todas apagadas, pero él también estaba sin luz. Menos mosquitos y más intimidad. Las ventanas le miraban, unas abiertas y otras cerradas, como ojos guiñados. Aire acondicionado sí, aire acondicionado no. Eso es lo que significaban esos huecos abiertos. Envidió los cristales cerrados, el frescor que intuía al otro lado. Suspiró con rencor: el aire era tan denso que parecía pesar en sus pulmones. Una piedra en el pecho.



A su lado, el timbrazo del teléfono taladró la oscuridad. Tomás dio un respingo, asustado por la estridencia y temeroso de llamar la atención. Descolgó corriendo:



-Sí…-susurró.



-¡Buenas noches, amigo! ¡Soy Mateo Matías, del programa de radio La ciudad palpita! ¡Hemos marcado un número al azar y ha salido el tuyo! ¡Espero que no estuvieras durmiendo!



Jovial, chillón, derrochando energía. Seguro que tenía aire acondicionado en el estudio. Por la calle venía una chica joven, rubia, de pelo corto, con un breve trajecito blanco. A Tomás le resultó familiar.



-¿Eh? ¿Te hemos despertado?



Qué estupidez haber contestado: podría haber acallado el timbre con un cojín.



-No…



Sí, ahora que pasaba junto a la farola la reconoció. Era la loquita esa del Hospital del Dia, guapa, rica y chiflada. En los cuatro meses que Tomás llevaba de celador suplente en el cercano psiquiátrico la había visto varias veces rondando por el barrio. Le debía de costar alejarse del hospital.



-¡Estupendooooo! Porque, gracias a nuestro patrocinador, Café TanRico, puedes ganar mil euros! ¿Cómo te llamas, amigo?



Nunca había tenido pareja y hacía una década que no se acostaba con nadie

Tomás se inclinó sobre la barandilla y estiró el cuello: la chica se había parado junto al buzón de correos y, apoyándose en él con una mano, estaba… estaba quitándose las bragas. Sí. Una pierna, la otra.



-To… Tomás. Tomás López.



La rubia hizo un gurruño con las bragas, levantó la solapa del buzón y las echó dentro. Luego se alejó deprisa. Maldita chiflada. A quien pensaría que se las estaba mandando.



-¿Cuántos años tienes, Tomás?



-Cuarenta.



-¿Por qué hablas tan bajito?



Tomás contempló la calle vacía, más desolada aún tras el paso fugaz de la muchacha.



-Porque mi mujer está durmiendo.



Nunca había tenido pareja y hacía una década que no se acostaba con nadie. Bueno, sin contar las de pago. A su verdadera edad, 59 años, no creía tener mucho futuro. Salvo, quizá, con una de las locas. Como esa rubia.



-¡Afortunada ella! ¡Con este calor no hay quien pegue ojo!



El balcón era la única fuente de luz y aire de la casa; al fondo de la sala estaba la achicharrante alcoba, sin ventanas; y al final del larguísimo pasillo, el baño y la cocina diminutos, abiertos a un lóbrego patio de ventilación.



-Sí, pero nosotros tenemos aire acondicionado -respondió Tomás.




-¡C
, quién no tiene aire acondicionado en estos días!



Gritó el locutor como quien necesita que no le crean ni una palabra. Tomás trató de imaginarlo, un gordo calvo con una voz que lo volvía alto y rubio. Después se dijo que quizá fuera una mujer ventrílocua; enseguida, que se estaba enredando. Al final siempre se enredaba. Le pareció que había pasado un siglo.



-¡Qué suerte tienes, te ganas el dinero y ni siquiera tienes que decírselo!



Tomás miró alejarse a la rubita: ¿qué iba a decirle, cómo podría decirle nada? Después entendió que el locutor hablaba de su esposa.



-No, cómo se le ocurre, yo a mi mujer le cuento todo.



-Uy, no me digas que eres uno de esos.



Dijo el locutor y lanzó una carcajada de plastilina virgen. La rubita ya estaba a punto de doblar la esquina pero de pronto se detuvo, se acuclilló junto al bordillo. Tomás pensó que quizá su suerte empezaba a cambiar.



-¡Aprovecha tu suerte, amigo! Mil euros, mil euritos. ¿Quién no quiere mil euros estos días? Y todo por una canción.



Tomás se asomó un poco demasiado; la rubita había quedado casi tapada por un cartel del Partido Popular. Los políticos siempre podían inventar formas nuevas de joderte la vida.



-¡Una canción, chaval, una sola canción!



-Disculpe, no quiero ofenderlo, pero ¿cómo sé que usted no me está tomando el pelo, que no es uno de esos que hacen bromas por teléfono?



Le dijo, la voz seria, y pensó que quizá se había pasado. La rubita seguía medio tapada; Tomás achinaba los ojos pero no llegaba a ver si le corría un chorrito entre las piernas.



-¿A ti te parece que yo puedo ser uno de esos?



Tomás sacó de golpe la mano izquierda del bolsillo del pantalón y la miró como quien le reprocha algo.



-¿Yo, uno de esos?



Insistía el locutor. Tomás no supo contestarle. Recordó a Jacinto, un loco viejo y sosegado, que siempre le hacía preguntas que él no podía contestar: ¿No preferías ser loco antes que cuidar locos? ¿Por qué no tienes unas gafas de pasta? ¿Si yo fuera tú, sería así de feo?



-No, por favor. Me expresé mal. A veces me sucede, mil disculpas.



-Por favor, hombre, tranqui. Estamos para eso.



Dijo el locutor, y Tomás se preguntó qué sería eso. La rubita se ponía de pie y hacía un gesto de levantarse las bragas que no podía tener. Tomás pensó avisarle.



Si se dejaba caer con el teléfono en la mano millones iban a oír el grito espeluznante, sus últimos segundos

-¡Una canción! ¿Nos vas a cantar una canción? La que quieras, la que te parezca más apropiada para esta ocasión.



-Con gusto lo haría, pero no puedo cantar fuerte. Si la despierto no me va a perdonar.



-¡Una canción, una sola canción y los mil son todos tuyos!



Tomás tuvo una idea: si trepaba por la barandilla del balcón y se dejaba caer con el teléfono en la mano millones iban a oír el grito espeluznante, sus últimos segundos. Eso sí que sería un hit, lo pasarían una y mil veces por cada radio del país.



-¿Y esos mil se los puedo mandar a quien yo quiera?



-¿Por qué, mi amigo? ¿No los quieres? ¿Los quieres entregar a la beneficencia?



Tomás pasó una pierna. Ya lo había hecho muchas veces: muchas veces había pensado que no sería difícil, pero siempre algo lo detenía. Ahora sería distinto: le alcanzaba con pensar en la radio, en su canción por todas partes. Se distrajo: no podía recordar cómo se llamaba la rubita. Le faltaba pasar una pierna, nada más. Nunca pensó que podía ser tan fácil o, por lo menos, tan poquita cosa. El locutor lo sobresaltó con otro grito:



-¡Te estamos esperando, chavalote!



Tomás trastabilló, cerró los ojos. Cuando recuperó el equilibrio, aferrado todavía a la baranda, pensó que también podía soltar el grito sin tirarse, total era una radio. Después, que no: que si lo hacía despertaría a su esposa y ella, las noches de calor, se ponía insoportable.