Unomasuno. Barcelona, 2015. 304 páginas, 17€

Ha dicho alguna vez Manuel Calderón (1957), parafraseando a Chirbes, que lo que importa no es tener un argumento, sino una historia que contar. Un argumento puede tenerlo cualquiera. Una historia que contar es algo de lo que pocos disponen, e incluso así, se necesitan valentía y talento para convertirla en una novela. Si concurren estas condiciones, lo probable es que el libro sepa a verdad profunda, como es el caso.



Calderón lleva décadas ejerciendo el periodismo cultural en primera línea. Su debut como novelista, pues, debe entenderse como una espera premeditada. Él mismo ha definido la novela como "iniciática de madurez", y la definición no es baladí. Hay varios protagonistas en la historia, más allá de los que tienen nombres y apellidos, pero uno de los más importantes es el paso del tiempo. El tiempo que nos cambia, que cambia el mundo, que nos permite observar con perspectiva, extraer conclusiones.



Bach para pobres está dividida en tres partes, tres viajes a un pasado autorreferencial para el autor. La primera transcurre en un pueblo de Extremadura, Esperanza -el nombre es una broma, puesto que es un lugar sin futuro, del que la gente huye- al que llega un alemán en busca del hombre que le salvó la vida cuando pertenecía a la División Azul. La segunda -el verdadero tronco de la novela- transcurre en Barcelona, tierra de acogida, de aprendizaje, de ebullición. Asistimos al ambiente universitario y cultural de los 70, tenemos la sensación- y eso es lo mejor de la novela- de estar infiltrados en aquel ambiente, de asistir al despertar cultural de una sociedad. La tercera parte sirve de recapitulación.



Manuel Calderón no sólo ofrece un retrato vivo y muy personal de un tiempo y un lugar, también una profunda reflexión sobre la memoria. Hay que leerla.