Entre la novela y el ensayo, hay un territorio que podría confundirse con el relato autobiográfico, la investigación no académica, la realidad reelaborada por la ficción y la literatura de viajes. En ese espacio se despliega la obra de autores como Sebald, Chatwin, Knausgård y los últimos libros de Emmanuel Carrère (París, 1957). Carrère no muestra esa preocupación por el estilo que suele ser el sello característico de las letras francesas. Su prosa es sencilla, directa, humorística, sin afectación, casi periodística. Su experiencia como guionista de series televisivas se refleja en el carácter chispeante de sus libros. El Reino es un ambicioso trabajo que le ha ocupado siete años. Es la crónica de una efímera conversión al cristianismo y una minuciosa reconstrucción de la peripecia de Pablo de Tarso, que en ningún caso pretende usurpar el rigor del historiador profesional.
En su juventud, Carrère experimentó una crisis personal. Después de publicar varios libros con un éxito discreto, se tambaleó su relación de pareja y su inspiración declinó. Jacqueline, su madrina, le incitará a buscar la Verdad y la Vida en Cristo, asegurándole que no hay otro camino para sobrellevar la existencia como una carga ligera. Jacqueline no es una beata ni una fanática, sino una viuda joven e inteligente que compone una poesía "mitad amorosa, mitad mística". Con un notable conocimiento de las sabidurías orientales, practica el yoga y ha compuesto una parte "nada desdeñable de los cánticos que se usan en las iglesias católicas desde el Vaticano II". Carrère admite que ha sido una de las personas más influyentes en su vida.
Durante algo más de cien páginas, el escritor narra su conversión al catolicismo. En el momento de escribir El Reino apenas recuerda esa vivencia, que duró tres escasos años, pues el escepticismo acabó derrotando a la fe. De hecho, esa época le avergüenza, pues la idea de un dios encarnado, crucificado y resucitado le parece una tremenda insensatez, casi un atentado contra la razón y el sentido común. Afortunadamente, conserva unos cuadernos escritos en ese tiempo, cuando asistía a misa a diario y comulgaba con verdadera unción.
La conversión de Carrère se produce en Le Levron, un pueblecito suizo donde pasa los veranos su amigo Hervé. Un viejo sacerdote ortodoxo leerá un pasaje del Evangelio de San Juan que encenderá la llama de la fe: "En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas donde querías: pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras". Carrère escribe a su madrina para transmitirle la buena nueva: "Desde hará pronto treinta y tres años, apoyándome sólo en mí mismo, no he dejado de tener miedo, y hoy descubro que se puede vivir sin miedo -no sin sufrimiento, pero sí sin miedo-, y no doy crédito a esta buena noticia. […] Ahora es Cristo el que me conduce. Soy muy torpe para cargar con su cruz, ¡pero sólo de pensarlo me siento tan ligero!".
Carrère convencerá a su mujer para casarse por el rito católico y bautizará a su segundo hijo con el nombre de Jean Baptiste. Todos los días leerá un pasaje del Evangelio de San Juan y anotará sus reflexiones. Comenzará a frecuentar a los escritores católicos: Bernanos, Bloy, Simone Weil, Edith Stein, Pascal. Aunque se siente atraído por Santa Teresa de Jesús, su mujer, que ha crecido en un hogar profundamente católico, le recomienda que se acerque primero a Thérèse de Lisieux, más conocida como Santa Teresita, pues murió con sólo veinticuatro años. Sus cartas, poemas y oraciones son un inmejorable sostén en los momentos de vacilación. Santa Teresita conoció la "noche de la fe", pero no perdió sus creencias. Atormentada por las dudas y por una incipiente tuberculosis, escribe: "Mi cielo es sonreír al Dios que adoro cuando él trata de ocultar mi fe". Mientras agoniza, abraza fuertemente un crucifijo y exclama: "¡Oh, le amo!... Dios mío… te amo...". En una de sus últimas cartas, afirma: "Yo no muero, yo entro en la vida".
La historia de Santa Teresita no afianza la reciente fe de Carrère. Al revés, le produce espanto y le recuerda los aspectos más sombríos del catolicismo: "el horror al sexo, el tormento de los escrúpulos, la tristeza que lo envuelve todo". Su madrina intenta combatir sus dudas con las reflexiones de Edith Stein, fenomenóloga y carmelita de origen judío asesinada en Auschwitz: "Detrás de la cruz está la alegría y una alegría inexpugnable". Eso sí, la fe exige sacrificarlo todo, imitar a Abraham, que aceptó inmolar a su hijo Isaac en el Monte Moriah. Carrère entiende que en su caso se trataría de sacrificar el eje de su vida: "la obra, la gloria, el rumor de mi nombre en la conciencia ajena". Le parece excesivo e ilógico.
Carrère, que simultanea las misas diarias con dos sesiones semanales de psicoanálisis, lee un día en Liberation un breve artículo sobre un niño de cuatro años que se ha quedado paralizado, sordo, mudo y ciego a consecuencia de la anestesia en una operación rutinaria. Desde hace dos años, vive en esa situación. No está en coma, sino consciente, pero sin poder comunicarse con el exterior. El desgraciado niño se llama Gabriel, igual que el primer hijo de Carrère. El escritor llora con grandes convulsiones ante su psicoanalista, confesándole que la última palabra, el fondo de lo real, no es el amor infinito de un Dios inexistente, sino "el horror absoluto, el espanto innombrable de un niño condenado a una oscuridad eterna". Su fe se desvanece. La última anotación de su cuaderno es desgarradora: "Te abandono, Señor. Tú no me abandones". Aunque parezca que prevalece un aire trágico, Carrère nunca pierde el sentido del humor ni la frescura. No es —ni pretende ser— Dostoyevski.
La segunda -y más extensa- parte del libro es una investigación fluida, brillante y desenfadada sobre Pablo de Tarso y Lucas, el médico macedonio que le acompañó en sus viajes, escribiendo un Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. Aunque no recupera la fe, Carrère entiende lo que es el Reino. El Reino ya ha comenzado y se halla en cualquier lugar donde aparezca el amor (o ágape) del que habla San Pablo en la Primera Epístola a los Corintios: "El amor [o caridad] todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". Con una sinceridad conmovedora, Carrère finaliza su excepcional libro reconociendo que ha intentado entrar en el Reino, pero no lo ha conseguido. Muchos se identificarán con estas palabras, preguntándose si la fe no es una hermosa locura y la razón sólo una triste pordiosera.