Fundado en 1838, gracias a su magnificiencia Green-Wood alcanzó fama mundial en 1860, convirtiéndose en la gran atracción turística norteamericana de la época junto a las cataratas del Niágara. A finales del siglo XX, seguía conservando su hechizo.
Era, y sigue siendo, un parque entre dos mundos y de otro tiempo, lleno de paseos y colinas, monumentales túmulos y panteones de familias ya extinguidas, en el que clama el silencio y en el que, por ejemplo, descansan los restos de Jean-Michel Basquiat y Leonard Bernstein.
La culpa de la visita de Patricia Highsmith al cementerio, en realidad, la tuvo la prensa: el New York Times le había encargado a la autora de Extraños en el tren (popularísima en Europa pero olvidada en su país natal), un minucioso artículo sobre el lugar, así que, de alguna manera, Highsmith volvía a casa tras un exilio que comenzó en 1963 y que en realidad nunca llegó a interrumpirse, porque prefería permanecer en Francia y Suiza, lejos del pasado.
Sus primeros recuerdos, con todo, eran tan neoyorquinos como Central Park o el Empire State Building. Tras el temprano divorcio de sus padres, había pasado su infancia y su juventud junto a su abuela el Greenwich Village de Nueva York; había estudiado periodismo en la Universidad de Columbia y publicado su primer cuento a los veinticuatro años en Harper Baazard.
Quizá por eso, la propuesta del New York Times parecía natural: ¿quién podría perderse en los laberintos de ese cementerio mejor que ella, una mujer tan extraña que ya siendo adolescente había proclamado su fascinación absoluta por "lo morboso, lo cruel, lo anormal"? Sus relatos y novelas, desde la ya mencionada Extraños en el tren a La celda de cristal o A pleno sol están pobladas por seres ambiguos, arrastrados al crimen por las obsesiones o el azar. El mismo azar que hizo que el artículo de Highsmith no se publicara jamás, ya que, no llegó a enviarlo y tampoco el New York Times se lo reclamó.
Y si lo hizo, probablemente, ella no contestó. A fin de cuentas, jamás dejó de proclamar que su imaginación funcionaba mejor "cuando no tengo que hablar con nadie". No contestaba las cartas, no atendía al teléfono, y si lo hacía, no destacaba precisamente por su amabilidad. Prefería ser justa con todos, así que a todos ofendía de la misma manera. Su misantropía se había acentuado con los años, y se negaba incluso a que fotografiasen el exterior de su casa, para que nadie pudiera reconocerla y perturbara la paz en la que vivía con su vieja gata Charlotte y sus caracoles.
Las voces de los muertos
El cementerio de Green-Wood
Descubierto recientemente entre los legajos del Swiss Literary Archives que custodia la Biblioteca Nacional de Suiza, el ensayo sorprende por la manera en que la escritora empatiza con el lugar y sus habitantes, los muertos y enterrados que deseaban, escribe, “ser añorados no sólo por sus familias sino también por el público".
El momento más estremecedor, sin embargo, llega cuando la escritora mete la mano en uno de los hornos crematorios. En realidad, llevaba buscándolos a lo largo de toda la visita. Cuando llegó frente al edificio en que se encuentran los cinco hornos de Green-Wood pidió visitarlo y le abrieron paso: dicen quienes la acompañaron que no dudó en comprobar lo caliente que estaba aún uno de ellos, y que se podía escuchar el crujido sobrecogedor de unos huesos procedente de otro horno en servicio.
Después, Highsmith escribiría: “el tenue calor que aún quedaba me trajo la muerte de una manera más poderosa que ninguna de las lápidas y monumentos que antes había contemplado. Sentí que cuando me llegue el momento, esa sería mi manera ideal de desaparecer, convertida en cenizas esparcidas en cualquier lugar. Mi mente se sintió más lúcida y serena entonces, mientras me acercaba por un pequeño pasillo al elegante Columbario”.
A continuación, visitó las paredes con las urnas, calculó el precio de las diversas opciones de honras fúnebres, paseó morosamente entre las tumbas, con una impresión inquietante de “helada felicidad”, porque, insistirá, “de lo que se trata es de irse con estilo, con toda la dignidad y gracia posibles”.
La autora también vive otro momento singular en Green-Wood. De repente se detiene ante una "tumba en la que una delicada figura femenina en piedra, de tamaño natural, se ha desplomado sobre los escalones de piedra que conducen a un bloque de mármol en bruto coronado por una cruz", y se asombra ante “los ángeles de todos los tamaños, que lloran con gracia en todas partes, en cualquier rincón".
“Lo interesante del cementerio de Green-Wood es que tuvo un éxito inmediato y deslumbrante”, escribió Highsmith en su ensayo. “Sin duda, los victorianos tenían un sentido muy realista de la muerte. De alguna manera la muerte era el Rey, así que, si no podías derrotarla, ¿por qué no unirte a ella en una fiesta de difuntos?”
El tono del artículo, con todo, no resulta siempre tan festivo. De hecho, antes incluso de empezar, mientras se acercaba al cementerio, la autora de El talento de Mr. Ripley imaginaba a los familiares de un difunto haciendo el mismo camino. De repente, el taxi se cruzó con un camión de la basura que “se dirigía a su propio cementerio” rezumando desperdicios y “su goteo aparentemente inagotable de materia vegetal aplastado y líquidos me recordaron la mortalidad humana, su espantosa fealdad, su sentencia inevitable", añade Highsmith, fiel a su idea de que “las buenas narraciones se hacen solo con las emociones del escritor”.
Quizá por eso, mientras paseaba su mirada sobre las tumbas y las colinas, y leía las inscripciones de las lápidas, reflexionaba sobre la vejez, el paso del tiempo, lo efímero de la fama y la irremediable muerte de una manera inquietantemente personal. Lo hacía sin pesar ni tristeza, con la serenidad de quien hacía bien poco se había enfrentado a la muerte en dos ocasiones, la última el año anterior, cuando su médico le detectó un tumor maligno en el pulmón, en lo que sonaba, escribiría ella semanas más tarde, “como una sentencia de muerte sin apelación posible”, ante la que el único consuelo es, como anota al abandonar el cementerio, la certeza de que "los muertos pueden seguir vivos en la memoria de quienes les amaron, o de quienes pudieron aprender a respetarlos. Ese fue el último mensaje que me regaló Green-Wood".
Tenía sesenta y cinco años, y apenas unas semanas antes de desembarcar en Nueva York había pasado siete días en el hospital a causa de una terrible hemorragia interna causada por su alcoholismo. El diagnóstico de cáncer la había perturbado más de lo que hubiera imaginado jamás: cuando su médico se lo anunció, tomó un trago de whisky añejo en su misma consulta y abandonó radicalmente el tabaco. La operación para extirpar el tumor sería un éxito, pero cuando lo supo sólo escribió a una amiga que la muerte “le había dado una tregua”.
Curiosamente, un año después de su visita al cementerio de Green-Wood, el New Yorker reivindicó en un extenso ensayo su obra, subrayando que sus libros eran “los más repulsivamente divertidos” que cabía imaginar. Nuevas películas basadas en sus novelas comenzaron a rodarse con éxito: en 1999 se estrenó una nueva versión de A pleno sol. El talento de Mr. Ripley, dirigida por Anthony Minghella y protagonizada por Matt Damon; en 2002 sería John Malkovich quien lo encarnara en El Juego de Ripley, de Liliana Cavani y este mismo año se ha estrenado Carol, basada en su novela El precio de la sal e interpretada por Cate Blanchett. Numerosas reediciones y nuevas adaptaciones televisivas de sus relatos han permitido que el lector estadounidense haya descubierto al fin a quien ya era toda una leyenda del noir en Europa.
Patricia Highsmith murió siete años y medio después de su visita al cementerio de Green-Wood, a causa de la anemia y el cáncer. Fue incinerada en el cementerio de Bellinzona.