Lydie Salvayre: "El 'frañol' disipa lo engolado y serio de la cosa literaria"
Lydie Salvayre. Foto: Antonio Moreno
La escritora, hija de republicanos exiliados, ganó el Premio Gouncourt por su libro No llorar. Anagrama publica ahora la edición española de una novela que trata sobre los comienzos de la guerra civil española.
Pregunta.- Usted ha crecido cerca de Toulouse, en un entorno bilingüe -francés y español- de refugiados de la Guerra Civil española.
Respuesta.- Así es, he crecido con ambas lenguas. En casa, la lengua de mis padres y de sus amigos era una lengua abigarrada y exuberante, llena de palabrotas, alusiones sexuales y bromas de dudoso gusto. En la escuela, el francés era la lengua de los libros y de los maestros: más ordenada, pulcra y presentable. Con el descubrimiento de cada una de las literaturas, creció el abismo entre estas dos lenguas: el barroco español, que para mí encarnaba principalmente Quevedo, tan audaz y desmedido, y por otro lado la literatura clásica francesa que encarna Pascal, con su perfecta elocuencia y su sentido de la medida.
Es interesante decir a este respecto que a diferencia de España, a Francia le ha faltado barroco en su literatura. Cuando Richelieu funda la Academia Francesa en 1635, se mete en cintura al idioma francés, se limpia la mancha de la cultura popular y se eleva a la altura del prestigio real. Así nace el clasicismo, admirable de elegancia y de pureza. La vena literaria procedente de la Edad Media y que algunos teóricos consideran "grotesca", va entonces a ser descalificada y prohibida. En adelante, sentiremos vergüenza por la desmesura y la insolencia de Rabelais, por su comicidad popular. El buen gusto francés elude el exceso, la caricatura, la mezcla de géneros, la profusión, la abundancia. Es quizás la razón por la que tengo a menudo la necesidad de volver a la polifonía, a la diversidad de registros, a lo vulgar y lo sublime. A la hora de escribir, me veo nadando entre estas dos orillas, la barroca española y la clasicista francesa.
P.- El frañol es la lengua improvisada que hablaba su madre, hecha de refranes, canciones, barbarismos y neologismos. Viene a ser una búsqueda expresiva tan válida como otras, fuente de inspiración para la escritora que es usted. Es además, literalmente, su lengua materna.
R.- A veces pienso que he escrito No llorar sobre todo para revivir el frañol materno y elogiarlo como se merece. Primero porque en un mundo en el que, más que hablar, somos hablados, y donde la publicidad y las redes sociales condicionan la palabra, el "frañol" suena absolutamente singular. Es capaz a la vez de afirmar su resistencia frente a la lengua dominante y hace tambalear su hegemonía. Nos libera del francés repugnante de la televisión y de los periódicos, del francés limpio e insípido, del francés perfectamente convencional, plano, medio, mortecino, que aspira a ser el único legítimo. Como experimento expresivo, el frañol es una lengua que se inventa cada día, airea las palabras, las abre a la polisemia, las disloca alegremente, produce efectos cómicos y disipa lo engolado y serio de la cosa literaria. Carlo Emilio Gadda no se cansó de decir que es el pueblo quien renueva la lengua, y no el academismo cultural y literario que se esfuerza en codificarla.
P.- "...aquel verano radiante que he preservado en estas líneas, que para eso están, también, los libros. El verano radiante de mi madre, al año lúgubre de Bernanos...". Dice también la narradora que el Cristo de Bernanos era simplemente el de los Evangelios, el mismo Cristo fraternal de Pasolini.
R.- Lo que más admiro en él es una libertad de espíritu feroz, hosca, y también una visión lúcida sobre la Guerra Civil. Recordemos que en un principio se declara monárquico y católico profundo, además de ser exmilitante de la Acción Francesa y estar predispuesto a apoyar a los nacionales sublevados contra la República. Pero, testigo de los atropellos franquistas en Mallorca, donde vive, va a romper con sus antiguas amistades y denunciar en Los grandes cementerios bajo la luna lo que él llama un régimen de terror al que la Iglesia va a dar su bendición. Bernanos es inactual en el sentido de Nietzsche, es decir, perfectamente indiferente a la opinión del momento, a lo que mayoritariamente debe pensarse y escribirse; es libre de espíritu, "capaz de acoger la verdad venga de donde venga" como él mismo decía.
Precisamente su denuncia no puede ser más actual en sus efectos: al denunciar el fanatismo religioso del 36, Bernanos denuncia también el que hoy prospera; cuando denuncia la instrumentalización del miedo por ciertos partidos, cuando denuncia la ceguera de los hombres ante el horror y a quienes entonan las trompetas de un nacionalismo estrecho, asustadizo y cerrado, cuando denuncia la no intervención de Europa en España o los acuerdos de Munich, está denunciando igualmente todas las abdicaciones de ayer y de hoy.
P.- Su madre, aquejada de problemas de memoria, le pedía una copita de anís para recordar mejor, y usted la acompañó en esta incursión de la memoria familiar y colectiva.
R.- Estas dos voces, la de Bernanos y la mi madre, se me impusieron desde el principio de este proyecto de escritura. He tratado de responder al relato de muerte presente en Bernanos con el de la de vida y libertad que vivió mi madre en el 36. La novela toma esta parte biográfica de mi madre, aquella experiencia libertaria que también trajo la guerra y que ella vivió como en un estado de encantamiento. Pero hay también elementos ficticios, por ejemplo la sed de imposible del personaje de José (su hermano en la novela), su esperanza en la revolución seguida de un desencanto melancólico.
P.- ¿De qué tipo de literatura se siente usted cercana, como escritora y como lectora?
R.- Tengo gustos diversos, pero una sola exigencia: la singularidad en la escritura. Si no oigo una voz, un aliento, una pulsación y una música singulares, estoy en la incapacidad total de leer sin importarme nada de lo que el libro cuente.
P.- Usted ha ejercido la psiquiatría, principalmente infantil, además de ser escritora. ¿Qué puentes existen entre estos dos oficios?
R.- Tendría mil cosas que decir sobre lo que fue mi experiencia de psiquiatra durante todos estos años. La banlieue parisina donde trabajaba, agrupaba a numerosas poblaciones extranjeras, y sobre todo magrebíes y asiáticas. Tenía la sensación de que el mundo entero venía a mí sin yo tener que moverme de mi consultorio. Hay algo a lo que he sido particularmente sensible: es a la manera en que los que pasaban por mi consulta utilizaban la lengua francesa, reinventándola, domesticándola a su modo, apropiándosela y dándole un color inimitable.