Rafael Chirbes. Foto: Domènec Umbert

La revista Turia publica unos textos inéditos del escritor que, como los que avanzó El Cultural en mayo, muestran las nuevas impresiones que el autor de En la orilla extraía cada vez que regresaba a un libro.

En mayo, El Cultural ofreció a sus lectores unos textos inéditos de Rafael Chirbes, poco antes de la repentina muerte del autor de Crematorio y En la orilla. Se trataba de unos fragmentos escritos entre 2006 y 2010 que forman parte de las notas que Chirbes, galardonado con el Premio Nacional de Narrativa en 2014, había tomado en los últimos años y que comprendían reflexiones, citas y comentarios sobre lecturas y, sobre todo, relecturas, pues de cada nueva aproximación a una obra de Cicerón, Zweig o Proust, el escritor extraía nuevas impresiones y perspectivas sobre su significado.



Ahora la revista cultural Turia, en su número de noviembre, ofrece más inéditos de la misma naturaleza -estos escritos entre 1998 y 2007-, que Chirbes entregó para que formaran parte del especial "Letras de España y Portugal". En estos textos el escritor reflexiona a partir de una nueva lectura de Pan, de Knut Hamsun, o sobre cómo la vida y la literatura se retroalimentan: "La vida sigue sin apartarse ni un ápice del guión marcado hace muchos siglos. La literatura nos lo ha ido contando en cada época. Cada hornada de jóvenes que llega a escena cree representar una nueva obra cuando resulta que repite viejísimos papeles".



En otro de los textos, Chirbes anota nuevas apreciaciones sobre la relación entre Miguel de Cervantes y don Quijote: "Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Y claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura".



A continuación reproducimos íntegramente otro de los inéditos que aparecen en este número de Turia y que la revista ha querido compartir de antemano. Es una reflexión sobre el dolor y el papel sanador de la literatura a partir de una relectura del Decamerón de Boccaccio.



"Vuelta al Decamerón. Nunca me había animado a leerlo en italiano. Lo hago ahora, y me sorprende la viveza de la lengua, que tan bien plasma la melancolía por el tiempo ido, el perfume de las hermosas rosas de antaño, esas primeras páginas impregnadas por la tristeza de un mundo que se llevó la peste; en los cuentos, la socarrona y aguda mirada que con tanta frecuencia se encuentra entre los habitantes de las orillas del Mediterráneo y enseguida reconocemos: Petronio, Juvenal, Marcial, Martorell, el Fellini de Amarcord: una película que siempre que la veo sigue haciéndome hace reír y llorar.



Al empezar a leer el libro, me sorprende, sobre todo, la potencia con la que Boccaccio describe los efectos de la terrible peste negra de 1348, tan cercana mientras escribía el libro. En mis lecturas anteriores nunca había introducido más que como rumor de fondo esa circunstancia que, en realidad, está en el cogollo del libro: la desolación de Boccaccio por los sufrimientos, por el horror de que ha sido testigo, es la espoleta que pone en marcha la gozosa narración. El texto surge de un impulso que hoy nos parece tremendamente moderno: la escritura combate el miedo y la angustia por sus pérdidas irreparables. Hay una sensación de inminencia en el libro, una proximidad casi escandalosa entre el mal y su curación: escrito por alguien que ha sobrevivido, su humor tiene algo de pascua gozosa; de resurrección. Una escritura desde el más allá, la mirada de alguien que, por mero azar, se ha salvado y se siente con fuerzas para levantarse sobre tanto cadáver, para entender que vivir es seguir contándole la vida a alguien, transmitir, y sobreponerse a esa deformación que han dejado en la mirada la acumulación de horror y dolor, y tantas cosas indeseables como se han visto y sufrido. Ajustar de nuevo la lente y ponerla en el tiempo anterior, en la edad dorada en la que se recogían los frutos de los árboles y la carne era lugar de acogida, refugio cálido (no podredumbre que se arroja a las fosas), y por encima de la tapia se escuchaban las risas en el huerto de los vecinos. Pero escribo estas líneas con rabia, porque el libro tiene una llaneza y una agilidad para captar la vida de las que carecen las palabras que voy escribiendo. Y es que -ya lo he dicho- la escritura, en Boccaccio, es consuelo, medicina, resurrección (todo se hundía mientras él estaba escribiendo: la palabra como esos flotadores de corcho que nos ponían a los niños en torno al pecho para que aprendiéramos a nadar). El Decamerón es de esos libros que te hacen pensar en ciertas figuritas chinas desteñidas, o ciertas verduras secas, que, en contacto con el agua, recuperan su color y su volumen. Cuando el mundo parece abandonado por los dioses, cuando el hombre parece a punto de desaparecer del reino de los seres vivos, Boccaccio nos abre su libro para que la fiesta continúe, para que no se pierda la alegría acumulada durante tantos milenios, belleza que estalla entre lo más sórdido, flor de estiércol. ¿Cómo podremos agradecérselo bastante?".