Svetlana Aleksiévich. Foto: Antonio Heredia
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¿Cómo se pudo derrumbar un imperio como el soviético sin apenas violencia? ¿Cómo explicar la capacidad de sacrificio del pueblo ruso, su inconmensurable sentido patriótico, en las condiciones más adversas? En las postrimerías de la perestroika de Mijaíl Gorbachov y en el caótico amanecer de la nueva Rusia alumbrada por Boris Yeltsin resonaron de nuevo esas preguntas. Las respuestas, mejor o peor documentadas, inevitablemente nos devuelven al siglo XIX de Tolstoi y de Dostoievski, a la revolución, al totalitarismo sanguinario de Stalin, a los campos siberianos, a
las guerras frías y calientes del siglo XX y, sobre todo, a la invasión alemana en la segunda guerra mundial.
La periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich (1948), galardonada este año con el Nobel de Literatura, lleva más de treinta años, desde 2000, en el exilio (en Francia y Alemania), luchando con censores y tiranos para dar voz a los sin voz, perfeccionando un género que ella misma describe como “novela colectiva”, “novela de confesión”, “épica coral o coro épico”.
Su maestro es Alés Adamóvich, autor de novelas construidas a partir de las voces de la vida diaria, arrancadas del alma de miles de mujeres, niños y hombres. Manu Leguineche y Jesús Torbado aplicaron el mismo método en Los Topos para rescatar del olvido a muchas víctimas de la guerra civil española. Aleksiévich lo ha hecho con las víctimas más ignoradas de Afganistán, de Chernóbil, de Chechenia, del descalabro soviético y de la segunda guerra mundial.
“No escribo la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos”, reconoce en la presentación de La guerra no tiene rostro de mujer, su primer libro de 1985. Aleksiévich resume centenares de entrevistas con mujeres y algunos hombres que sobrevivieron a la invasión, ocupación y guerra de liberación contra los nazis entre 1941 y 1945. Tan importante o más que los testimonios, galería extraordinaria para un museo de la memoria, son los sentimientos que, tras cada entrevista, la reportera iba garabateando en un diario y que se recogen en la introducción del libro y en las primeras páginas de cada uno de los 16 capítulos de la obra.
Por separado, formarían un magnífico ensayo.
Su guerra -con su llanto, sueños, hambre, frío y miseria-, como las de casi todas las mujeres que han combatido desde las campañas del Peloponeso en Grecia, sigue siendo desconocida. Pero gracias a Aleksiévich, la de cerca de un millón de mujeres que participaron en el ejército soviético o como partisanas contra los alemanes en la segunda guerra mundial lo es ahora menos.
Morózowa, francotiradora once veces condecorada por dar muerte a 75 alemanes, recuerda los escalofríos y el miedo que sacudieron su cuerpo el primer día que pasó del blanco de madera a un ser vivo. Su compañera de caza, Klavdia, no recuerda pájaros ni otros colores que el negro y el rojo. Liubov A. Chárnaia retiene, grabado en su memoria, el resplandor de Smolensk en llamas, la ciudad entera ardiendo, y días y noches sin dormir, cavando fosas comunes para enterrar a los muertos.
"Yo misma recogía los restos quemados", cuenta María V. Zholba, integrante de una organización clandestina. "Recogí a la familia de mi amiga... La gente buscaba huesos, pedacitos de ropa, lo que fuera, tratábamos de reconocer de quién eran. Cada uno buscaba a los suyos. Yo encontré un trozo de ropa y mi amiga dijo: "Es la blusa de mi mamá". Y se desmayó. Pronto comprendes que matar es mucho más difícil que morir".
Pueblos y ciudades incendiados, rostros desfigurados, brazos y piernas amputados, millones huyendo con lo puesto, niños, mujeres y ancianos aplastados por tanques o acribillados desde aviones, regimientos de transmisiones en Kursk que, en pocos días, perdían al ochenta por ciento de sus soldados varones y eran reemplazados por chicas, casi todas voluntarias, muchas menores de 18 años, recién salidas de la escuela.
“Los recuerdos no son historia ni literatura, simplemente son vida, llena de polvo, sin el retoque limpiador de la mano del artista”, le ha dicho alguien al comienzo. "Yo lo veo distinto", concluye. "Es justo ahí, en la calidez de la voz humana, donde se oculta la invencible tragedia de la existencia, su caos y su pasión, su carácter único e inescrutable, la realidad interior.
Digamos, el alma de los sucesos. Para mí, los sentimientos son la realidad".
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